El pasado martes 29 de julio, Birmingham se detuvo. La ciudad que vio nacer a Ozzy Osbourne se llenó de guitarras eléctricas, tambores y voces que corearon “Iron Man”, mientras el mundo del rock decía adiós al eterno “Príncipe de las Tinieblas”. El funeral del vocalista de Black Sabbath no fue silencioso. No podía serlo. Ozzy no era de silencios.
Murió el 22 de julio a los 76 años tras una larga batalla contra el Parkinson. Apenas semanas antes, había subido una última vez al escenario en su ciudad natal, acompañado de sus viejos compañeros de banda. Lo que entonces fue un concierto más, hoy queda marcado como su verdadera despedida.
La ceremonia fúnebre se convirtió en una mezcla de procesión solemne y homenaje ruidoso, una celebración al estilo Ozzy. La caravana que transportó su ataúd recorrió lugares clave en su vida: su antigua casa en Aston, Broad Street y el Puente Black Sabbath, nombrado en honor al grupo que definió un género.
El momento más emotivo fue protagonizado por Sharon Osbourne, su esposa y compañera de vida durante más de cuatro décadas. Rodeada por sus hijos y miles de fans, colocó una rosa sobre el ataúd. No dijo una palabra. No hizo falta. Sus lágrimas, su mirada, lo dijeron todo.
Pero no fue un funeral tradicional. Fue una fiesta con dolor. La banda local Bostin’ Brass tocó canciones de Black Sabbath, y un chef preparó un pastel con forma de murciélago —sí, un murciélago— que fue repartido entre los asistentes más cercanos.
Según la BBC, la sepultura se realizará de forma privada este miércoles 30 de julio por la tarde, solo con su círculo íntimo presente. No habrá más homenajes oficiales por ahora, aunque la ciudad de Birmingham ya planea crear un festival anual en su honor.
Ozzy Osbourne fue mucho más que un músico. Fue un símbolo de resistencia, locura, autenticidad. Y aunque su voz se apagó, su leyenda apenas comienza a gritar más fuerte que nunca.