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Opinión

Peña Nieto y Angélica Rivera ya están separados.

Si los mexicanos pensábamos que no podría haber algo peor para un presidente de México, que el ser la burla de todos los políticos del mundo, pues estábamos equivocados.

Para Enrique Peña Nieto, lo trágico no ha pasado.

Sabemos que la fuga del Chapo Guzmán, será el punto central en la segunda mitad de su gobierno; ni siquiera algún notorio éxito político, económico o social de su gobierno, podrá minimizar lo que ocasionó el escape de Joaquín Guzmán Loera.

Pero pensándolo bien, solo su divorcio de Angélica Rivera, podría generar más ruido que el propio narcotraficante.

Leyeron bien, estimados lectores: Peña se separa de la Gaviota, y aunque esto tal vez nunca se haga oficial, al menos en Los Pinos ya están trazando un plan (seguramente inútil), para aminorar el escándalo que ocasionará el distanciamiento entre la pareja presidencial.

Esto aunque podría escucharse extraño, no lo es. La armonía presidencial se colapsó cuando la periodista Carmen Aristegui, descubrió el escándalo de la Casa Blanca de Angélica Riveradonde la actriz pagó por esa propiedad 90 millones de pesos.

Ahí se le vino el mundo abajo a la Gaviota, pues su esposo la obligó a grabar un mensaje humillante y vergonzoso, donde ella manifestaba que sí había adquirido el inmueble con los ahorros de todas sus telenovelas.

El video, fue un desastre; nadie le creyó un centímetro a La Dueña.

A partir de ese momento, los celos de Angélica Rivera, su excesivo control en Los Pinos, las cuentas millonarias para darse la gran vida, su actitud poco positiva, y sobre todo, el querer rebasar a la figura presidencial, fueron motivo suficiente para generar una tensión políticanunca antes vista.

Primero fue la grosería que le hizo al presidente Peña enfrente de los reyes de España.

Esta misma película, se repitió durante su estancia en Francia.

La periodista Fernanda Familiar, ha hecho que el 80 por ciento de los hogares mexicanos,escuchen una y otra vez su mensaje del pasado lunes 13 de julio, cuando habló del divorcio de Enrique Peña Nieto y Angélica Rivera.

Fernanda Familiar, es una de las comunicadoras más influyentes del país; su veracidad y objetividad, es apreciada por millones de radio escuchas, que día a día, sintonizan a unaperiodista inteligente y carismática.

En resumen, este es el principio del fin de Enrique Peña Nieto.

El presidente, debe de querer en estos momentos el abrazo del pequeño hijo que abandonó.

Hay cosas que ni el dinero ni el poder pueden comprar; el amor, el respeto, la admiración, la justicia, la sonrisa de un niño, son valores que van más allá de cualquier contexto. Peña Nieto, arropado por gente miserable a su lado, no puede aspirar a ser un hombre ejemplar.

El castillo de arena, se ha derrumbado; el desplome viene pronto, nuestros ojos lo verán.

Por Luis Enrique Rocha  ( @luis_journalist )

 

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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