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Opinión

¿Por qué no hablamos de la medicina basada en el cerebro? Por Dra. Luisa Ulibarri

Dra. Luisa Ulibarri Bobadilla

Para mantener la salud y evitar enfermedades deberíamos echar un vistazo al mundo de nuestra cabeza. Muchos estudios hablan de dietas, otros de hormonas y psicología pero pocas veces se mencionan los suplementos, mismos que pueden ser de gran utilidad en este tema. Para cuidar de nuestra salud cerebral debemos tomar en cuenta todo: química, electricidad, psicología y cognición.

Existen muchas enfermedades que podrían ser tratadas a través de la química del cerebro, evitarnos la visita a múltiples especialistas y años de tratamiento, para lograr esto deberíamos consumir los suplementos necesarios para recobrar nuestra salud cerebral.
¿Qué pensarías si te digo que algunas enfermedades son ocasionadas por un cerebro “tenso”?
En algunas ocasiones, la causa de tener intestino irritable, podría ser la falta de vitaminas que no estás consumiendo adecuadamente. Recuerda que los grandes problemas comienzan siendo pequeños.
Necesitamos aprender a escuchar nuestro cuerpo y evitar que la condiciones persistan, muchas veces aprendemos a ignorar nuestros síntomas y vivir con ellos.
Es importante conocer los síntomas y establecer un tratamiento temprano para preservar nuestro bienestar.
Como médicos es nuestra responsabilidad educar a las personas para que puedan reconocer síntomas tempranos, de esta manera, promover la proactividad para retrasar o evitar enfermedades avanzadas. En tus manos está dirigir a tu cerebro en una dirección más saludable.
Uno de los focos rojos para el inicio de una enfermedad, es la automedicación, lo que hace que los síntomas desaparezcan temporalmente, esto puede ser un acto consciente o inconsciente del consumo de sustancias legales o ilegales, por ejemplo; tenemos sueño y recurrimos al alcohol o medicamentos para dormir, necesitamos energía y tomamos bebidas energetizantes o recurrimos al tabaco, nos sentimos tristes y recurrimos a los carbohidratos, etc.
El resultado de estas conductas es engañar a nuestro cerebro y disminuir la producción de bioquímicos naturales que este necesita y cada vez ser más dependiente de estas sustancias para alcanzar el efecto deseado.
Si ignoramos nuestro cerebro “tenso”, terminaremos por generar un estado de burnout
La cantidad correcta de químicos en nuestro cerebro, genera electricidad suficiente, esta lleva información a todo el cuerpo y define la manera en cómo nos sentimos y actuamos.

La medicina moderna nos plantea alternativas para una vida mucho más saludable.
Si prestas atención a tus síntomas, puedes usar dietas, suplementos, estimulación eléctrica craneal, cambio de hábitos, ejercicios de meditación para llevar una vida y química cerebral más saludables.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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