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Opinión

¿Por qué votar? Por Itali Heide

Itali Heide

Una y otra vez, a los mexicanos se les ha repetido la frase <esta es la votación más importante de México>, ¿por qué? El país vivirá las elecciones más grandes e históricas de su existencia este 6 de junio, con más de 20 mil cargos a elegir en las 32 entidades de México. No sólo son muchos cargos disponibles, sino muchas personas con posibilidad de alzar su voz: 95 millones de mexicanos están registrados para ejercer su derecho a votar, demostrando que esto podría ser un punto de inflexión para el país y definir el camino por el que llevará a su pueblo.

Aunque hay más gente que nunca que puede ejercer su derecho a votar, todavía hay muchos que se preguntan: <¿por qué?> Quizás creen que un solo voto no marcará la diferencia, tal vez no confíen en su autenticidad, o simplemente no les importa lo suficiente como para salir a votar. El último es demasiado común, sobre todo en quienes sienten que sus vidas no se verán afectadas por los resultados.

Sin embargo, esta elección no es como otras. La cantidad de funcionarios que se van a elegir es asombrosa, y ahora es más importante que nunca estar informado y votar en consecuencia. Esta vez, sea cual sea el resultado, el cambio se dejará sentir en el país. Los ciudadanos deben aceptar no sólo el derecho a votar, sino también el deber de hacerlo conscientemente para hacer del país un mejor lugar. Todas y cada una de las voces importan, y para mantener la democracia es vital que se tome la elección en serio.

Cuando más personas votan, la elección gira alrededor de una mejor representación de los ciudadanos del país. La representación es, posiblemente, el aspecto más importante de las elecciones, porque ofrece una mirada real a la gente del país, con la posibilidad de entender mejor las necesidades y los deseos de las distintas comunidades que habitan en México. Simple y sencillamente: entre más personas voten, más representación habrá. Entre más representación exista, más acertadas los cambios implementados para alcanzar las necesidades de todos, como individuos y como sociedad.

Es increíblemente importante saber que estas elecciones determinarán la calidad de vida de muchas personas: la educación y la salud pública, la infraestructura, la economía y todas las otras cuestiones de importancia se verán moldeadas por las voces que salgan a votar este 6 de junio. Los políticos escuchan dos cosas: el dinero y los votos. En un país donde el dinero es un bien poco accesible para la gran mayoría, la única opción para cambiar el rumbo del país es a través del voto, la voz en papel que habla por cada quien y por todos.

En todo el país, muchas personas ruegan que la gente vote por la salida de Morena, por temor a que el país vaya por un camino populista ya trazado. Si esto es o no lo correcto es un tema difícil, especialmente cuando las otras opciones viables son partidos políticos que han devastado al país con corrupción y pensamientos antiderechos. Nadie puede decirle a un votante cómo debe votar, pero si hay un mensaje que debe transmitirse a todo el mundo es que VOTEN, independientemente de por quién voten.

Entonces, ¿por qué es importante votar? Porque la democracia no funciona sin los votantes, y es una pena desperdiciar una voz por no usarla. Votar representa algo más que la simple elección de un candidato, es elegir las políticas correctas y las personas que tienen los mejores intereses en mente al tomar decisiones que afectarán a las comunidades, el estado y el país. Votar es la forma más simple de hacer oír la voz de los mexicanos en los asuntos que le conciernen. Para ser una democracia verdaderamente representativa, México debe esforzarse por lograr un voto plenamente inclusivo. Si se logra este objetivo, los órganos electos reflejarán mejor toda la diversidad del país, incluyendo los puntos de vista de millones de mexicanos que actualmente no tienen una voz igual en la democracia, cosa que cada uno merece y posee el derecho a tener.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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