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Opinión

¿POR QUÉ VOY A DONAR EL 70% DE MI SUELDO? Por Pedro Kumamoto

Quiero responder las preguntas que más me han formulado esta semana: ¿Cuánto gano como diputado? ¿Tengo ingresos extras? ¿Por qué donar el dinero? ¿Por qué hacerlo público? Hay varios mensajes que busco impulsar a partir de esta acción necesaria y que me gustaría dejar en claro en estas líneas.
El sueldo mensual como diputado es de $66,000 mensuales (el detalle de mis percepciones por quincena está en www.kumamoto.mx/sueldo). Quisiera agregar que no tengo otro ingreso por parte del Congreso; no hay percepciones extra por ser Presidente de comisión, tampoco tengo apoyos, dietas, seguros privados, partidas para casa de enlace o cualquier otro ingreso por parte de la administración pública. En total, mensualmente hago una donación de $46,000 y yo me quedo con $19,800. Hasta el día 21 de enero, las donaciones que he reunido son de $137,616. Esto incluye cada una de las quincenas y el aguinaldo.

Este dinero servirá para generar un fondo semilla, cuidado por Corporativa de Fundaciones, buscando que sea un tercero y no yo quien se encargue de la custodia de los recursos para evitar un conflicto de interés. Corporativa es una organización con más de 15 años de experiencia impulsando proyectos de desarrollo comunitario. El dinero de este fondo se asignará por convocatorias abiertas a las organizaciones vecinales, de la sociedad civil, académicas y demás movimientos sociales para que desarrollen proyectos que impulsen la participación ciudadana. Cabe mencionar que yo no participaré en los comités de selección y que Corporativa de Fundaciones será la encargada de dar seguimiento a los proyectos beneficiados. El proceso de asignación de recursos será transparente y ninguna organización en la que yo participe podrá ser beneficiada por este fondo.

Quisiera agregar que mis ingresos son de $22,800 al mes (agregando $3,000 como pago por columnista en este diario). A veces me preguntan que si esta cifra es suficiente para vivir como diputado. A mí me parece un sueldo privilegiado. Un sueldo mucho mayor a lo que percibe una gran parte de la población en el país, en donde 23 millones de personas no pueden adquirir una canasta básica y casi la mitad de la población vive en pobreza según el CONEVAL.

A pesar de estas cifras podría seguir imperando la pregunta: ¿Por qué donar este dinero? porque es cierto: este dinero no va a acabar con la pobreza y tampoco modifica sustantivamente la desigualdad económica. Sin embargo, un gran elemento para donarlo es precisamente para iniciar una discusión, impostergable y de relevancia mayúscula, alrededor de la desigualdad en nuestro país. El Reporte Mundial de Riqueza indica que el 10% más rico de México concentra el 64.4% de la riqueza en el país.

Vivir con pobreza no es normal, ni es deseable, ni es humano. Necesitamos estudios, activismo, medidas políticas y jurídicas y determinación como sociedad para acabar con ella. Por eso, sostengo que esta acción radical está enfocada a poner sobre la mesa un asunto que se ha atrasado por muchos años: acabar con la pobreza y la desigualdad.
También quiero agregar por qué hacemos pública esta donación. Como mencioné anteriormente, se debe a la búsqueda de ventilar el debate público sobre pobreza y desigualdad. También tenemos otro motivo poderoso: porque fue un compromisos de campaña. En un país acostumbrado a la infamia de promesas incumplidas, es relevante demostrar que debemos exigir el respeto a los compromisos. Dicha iniciativa se generó debido a que quienes impulsamos esta diputación creemos que trabajar como funcionario público no debería significar convertirse en parte de la realeza, alejada de los representados.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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