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Opinión

Primera Presidenta: Nuestro tiempo ha llegado. Por Sigrid Moctezuma

Hoy, un sueño que nació en mi niñez se ha hecho realidad: México tiene a su primera presidenta. Este momento histórico no lo celebro desde una perspectiva política, sino desde lo más profundo de lo que significa ser parte del sexo femenino. Claudia Sheinbaum ha roto una barrera que, durante mucho tiempo, parecía inquebrantable. Ver a una mujer liderando nuestro país trasciende partidos e ideologías; es un símbolo poderoso de la fuerza y la capacidad del género, un triunfo que habla de nuestra lucha constante por la igualdad.

Crecí con la esperanza de que algún día llegaría el momento en el que un cambio de dirección significara mucho más. Un instante de mayor visibilidad, empoderamiento y la confirmación de que podemos estar en cualquier lugar, incluso en el más alto puesto de poder. Durante décadas, hemos demostrado ser el pilar de nuestras comunidades, trabajando incansablemente en múltiples roles. Sin embargo, esos esfuerzos rara vez se reflejaban en los lugares donde se toman las decisiones más importantes. Siempre parecía que el control estaba reservado para los hombres.

Hoy, con una mujer en la presidencia, esa narrativa ha cambiado. Lo que celebramos de este momento es su significado para las niñas y las jóvenes, y para cada persona que alguna vez se vio relegada o limitada por su género. Este instante nos recuerda que no hay fronteras que no podamos cruzar y que los sueños que alguna vez se nos negaron ahora son posibles. Hemos demostrado que nuestras voces, experiencias y capacidades son esenciales para construir un país mejor.

La importancia de nuestra representante trasciende las agendas políticas. Es un símbolo de empoderamiento y un recordatorio de que podemos aspirar a ser cualquier cosa que deseemos; podemos soñar sin límites. Es una señal de que el futuro de México estará marcado por más mujeres en los ámbitos públicos y de toma de decisiones. Estamos motivadas a seguir empujando hacia adelante, a no conformarnos y a continuar rompiendo las barreras que aún persisten.

Este momento me llena de esperanza y orgullo, ya que abre la puerta a muchas pequeñas que sueñan con convertirse en líderes y en participar activamente en la política, la ciencia, la tecnología y en todos los ámbitos. La igualdad de género no es una meta inalcanzable, sino una realidad que estamos construyendo juntas, paso a paso.

Debemos asumir la responsabilidad de luchar por los derechos que tantas valientes defendieron antes que nosotras. Me llena de emoción ver que nuestras voces y capacidades han sido finalmente reconocidas. Este logro pertenece a todas, y hoy cada mujer se siente un poco más fuerte y más visible, esto es mucho más que tener una presidenta; representa un símbolo de esperanza y un cambio en la narrativa.

Es el tiempo de las mujeres. Un momento en el que nuestras aspiraciones y sueños no solo son válidos, sino que están al alcance de nuestras manos.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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