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¿Qué es la “bombogénesis? fenómeno meteorológico que azota Estados Unidos

Una tormenta “bombogénesis” afecta el noreste de Estados Unidos con fuertes vientos, cortes de energía y precipitación que podría ser histórica.

Cerca de 75 millones de personas estarán en el camino del ciclón, amenaza que fue tomada seriamente por los gobiernos de los estados que serán golpeados.

“Podría poner en peligro la vida”, dijo este sábado la gobernadora de Nueva York, Kathy Hochul, quien sugirió a la población quedarse en casa “con un empaque de seis cervezas mientras esperan”.

Los meteorólogos afirman que la tormenta, también conocida como nor’easter, puede cubrir el área de Boston con hasta 61 cm (2 pies) de nieve. Mientras, ya se registraron 30 cm (1 pie) de nieve en partes de Nueva York.

El récord actual de acumulación es 70 cm (27,6 pulgadas) en 24 horas y se estableció en 2003.

Además, los expertos pronosticaron ráfagas de 96 a120 km/h ( 60-75 mph) a lo largo de la costa. Ante esto, más de 5,000 vuelos estadounidenses fueron cancelados para el fin de semana.

La “bombogénesis” se da cuando una tormenta se intensifica de manera rápida, algo que sucede en las latitudes medias de la atmósfera, de acuerdo con la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica de EE.UU. (NOAA).

Ocurre cuando la presión atmosférica en el ciclón cae al menos 24 milibares en un período de 24 horas.

“Esto puede suceder cuando una masa de aire frío choca con una masa de aire cálido, como el aire sobre las aguas cálidas del océano”, explica la agencia gubernamental en su página web.

La costa este de EE. UU. es una de las regiones donde la bombogénesis es común, dijo a The Conversation la meteoróloga Esther Mullens.

“Esto se debe a que las tormentas en las latitudes medias, una zona templada al norte de los trópicos que incluye todo el territorio continental de EE. UU., extraen su energía de los grandes contrastes de temperatura”, detalló la experta.

El término es muy popular entre los meteorólogos, quienes en ocasiones también usan “ciclón bomba”, aunque algunos consideran que es “alarmista”.

Estos fenómenos naturales pueden adquirir características parecidas a un huracán, como vientos fuertes, precipitación y hasta un centro que podría parecer un “ojo”.

Las condiciones del tiempo estarán deterioradas durante la noche del sábado, dijo a The New York Times el meteorólogo Bryce Williams.

“Si no tiene que estar fuera de casa, quédese hasta el domingo”, le indicó al periódico.

Se espera que los vientos se fortalezcan y que posiblemente alcancen fuerzas parecidas a las de un huracán, según el Servicio Nacional de Meteorología del país.

Ante esto, toda la costa este está bajo advertencia de tormenta de nieve, la primera desde 2018.

Los gobernadores de Nueva York, Nueva Jersey, Maryland, Rhode Island y Virginia declararon estados de emergencia y pidieron a los residentes que se mantuvieran alejados de las carreteras.

El alcalde de la ciudad Nueva York, Eric Adams, canceló las cenas al aire libre para el sábado, así como las citas para vacunas.

La policía de Atlantic City en Nueva Jersey suplicó a los residentes que no “hagan las cosas más difíciles para nuestros socorristas al aventurarse a salir”.

En Connecticut, las operaciones de autobuses quedaron suspendidas hasta el domingo, mientras que el gobernador de Rhode Island, Dan McKee, anunció el cierre de varios puentes debido a “condiciones peligrosas”.

También se espera que Florida experimente algunas de sus temperaturas más frías en años. Ciudades como Orlando podrían experimentar 0°C durante la noche y Miami hasta 10°C., según The Weather Channel.

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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