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Opinión

Que muera la normalidad. Por Itali Heide

A lo largo de la vida se nos enseña a ser ‘normal’. Dentro del espectro de la normalidad, hay una determinada manera de comportarse, hablar y presentarse que se considera correcta en los ojos de la sociedad. Desde una muy temprana edad, los niños ya reconocen a otros niños fuera de estos parámetros de ‘normalidad’: quienes no se conformen con el comportamiento o aspecto físico estándar, frecuentemente se convierten en objeto de burla.

¿Quién no recuerda haber sido testigo de la humillación, la deshumanización o la burla de alguien más? Y si no recuerda ser testigo, es probable que ellos mismos fueron humillados, deshumanizados o burlados. Las historias abundan desde todas las perspectivas: los bullys, las víctimas, los héroes, los cómplices y los que simplemente decidieron quedarse callados. De cierto modo, absolutamente todos compartimos algo de culpa en la epidemia de odio que ha traumatizado a niños y afectado a adultos durante siglos. Por alguna razón, muchos niños y jóvenes encuentran humor en la degradación de las personas por su condición económica, color de piel, peso, religión, neurodivergencia, género y demás.

¿Será porque los adultos se comportan de la misma manera? Si es cierto que el mejor maestro es el ejemplo, podríamos argumentar que los niños simplemente están siguiendo la ruta que la sociedad les ha allanado. Las aspiraciones son estrechas: el poder y el dinero se consideran el mayor logro del éxito. Para llegar a ser poderosos y tener dinero, los niños deben sentarse erguidos, jugar bien, olvidarse de manchar la ropa de lodo, obedecer a sus mayores, hacer la tarea, sacar buenas calificaciones y, finalmente, integrarse a la máquina mundial de la empleabilidad.

Así ha sido siempre, ¿no? Quienes temen el cambio argumentan que si ha funcionado durante los últimos siglos, debería seguir funcionando. Sin embargo, esta es la dirección equivocada en la que hay que correr. La globalización ha permitido a la gente explorar todas las vías para encontrar la plenitud en sus vidas, incluso cuando no está a la altura de nuestros estándares. La sociedad dicta que las vacaciones soñadas son las que esperan en alguna playa exótica con una piña colada, pero hay quienes prefieren ir a un Comic-Con para disfrazarse de su personaje favorito. Los trajes para los hombres y los vestidos para las mujeres son elegantes y esperados, pero un vestidazo verde neón con botas rosas y el cabello amarillo brillante merece la misma validez de expresión. Hay quienes sueñan con una mansión de lujo, mientras otros desean vivir en una cabañita a orillas de un lago solitario. ¿Por qué nos importa tanto que los demás vivan a nuestro nivel de confort?

Después de años de intentar encasillar a las personas, creando instintos sociales enraizados en problemas sistémicos, ¿no es hora de dejar de compararnos? Tal vez, sólo tal vez, el mundo sería un lugar más pacífico si aceptáramos y abrazáramos las millones de formas en que podemos vivir nuestras vidas y expresarnos, por dentro y por fuera.

Por primera vez en la historia de la humanidad, los niños que no encajan en la norma pueden encontrar consuelo en comunidades que comparten sus peculiaridades, sus gustos, sus miedos, sus preocupaciones y sus diferencias. Ahora, es tiempo de que esa cultura de aceptación virtual llegue al primer plano de la vida real. La normalidad está cambiando todos los días, y esperemos que nosotros lo hagamos con ella. El mundo tiene que normalizar la vida sin disculpas, rompiendo sus lazos con el materialismo absoluto y abriendo el panorama de la supuesta ‘normalidad’. Es bonito ser lo que todos quieren ser, pero es más valioso ser quien eres.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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