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Opinión

Que serte no sea odiarte. Por Itali Heide

Itali Heide

¿Cuándo se volvió vergonzoso tener un cuerpo? A medida que se acerca el verano, la ansiedad corporal puede convertirse rápidamente en un problema después de un invierno lleno de suéteres calientes y capa tras capa. Las imágenes en vallas publicitarias, en revistas, anuncios y redes sociales parecen indicar una triste verdad: se espera perfección de nosotros. Evidentemente, las más afectadas por estas expectativas descabelladas son las mujeres y las niñas, quienes viven una extraña época entre el empoderamiento femenino y corazón latiente de la sexualización que sigue controlando nuestras expectativas físicas.

Hoy en día, la sexualización juega más disimuladamente. Mientras las generaciones más jóvenes se esfuerzan por lograr una cultura más inclusiva, siguen encontrándose con la abrumadora compulsión de fijarse en su imagen corporal. Los estándares inalcanzables de belleza son impulsados por una industria multimillonaria, que abarca el maquillaje, el cuidado de la piel y el cabello, el perfume, la cirugía estética, los gimnasios, la cultura de la dieta y la moda. La industria de la belleza nos presenta publicidad que utiliza sus recursos, su alcance y capacidad para manipular a la sociedad, haciendo algo que es frecuente: confundiendo la identificación de un problema con su solución.

Las empresas no son tontas, y al final del día, su objetivo principal es vender. El consumo sin límites y el amor propio suelen ser mutuamente exclusivos, haciendo que los modernos esquemas de marketing de la industria de la belleza tengan que encontrar formas más furtivas de hacer que la compra parezca un acto de amor propio. Se viste del supuesto <empoderamiento>, empaquetando los mismos rostros y cuerpos retocados y photoshopeados un 10% menos, con el pretexto de ser <body positive> para ganarse la simpatía de la clientela. No se trata solamente de la normalización de los cuerpos reales con celulitis, rollitos, estrías, manchas o granos: se trata de pasar a la acción para validar todos los cuerpos. El empoderamiento femenino en el mercado ha pasado de ser una herramienta importante para la deconstrucción del patriarcado, a ser un elemento que la cultura de consumo utiliza para vender más. La autoestima de las niñas ha surgido en las últimas generaciones como un elemento vital del mercado, convirtiéndola en un producto postfeminista que promete que el amor propio nace a partir de la adquisición de productos.

Hoy en día, algunas empresas están empezando a darse cuenta de la importancia de su papel en la cuestión de la normalización y la validación de todos los cuerpos. Una que otra está abrazando el inevitable y necesario cambio, mientras que otras siguen intentando luchar contra él. Independientemente de la autenticidad de las tácticas de marketing a través del movimiento de positividad corporal, hay que dejar espacio para aplaudir a las empresas que realmente buscan el cambio. Pocos y distantes, pero no inexistentes. Las primeras semillas hacia el cambio se han plantado en esta generación, y corresponde a los jóvenes asegurarse de que esperan verdaderos valores de los lugares en los que compran, y quizás incluso, que consuman menos y disfruten más de la vida.

Nos hemos convertido en la sociedad que compra para sobrevivir, en lugar de sobrevivir comprando. Y, sin exageraciones, hemos olvidado la lección más importante de todas: te veas como te veas, estás en lo correcto. No hay una forma incorrecta de existir, y los estándares imposibles que intentan correlacionar salud e imagen corporal son todos mentira. Absolutamente todas las personas tenemos un aspecto diferente, y eso no debería avergonzarnos. La altura, el peso, el color de los ojos, la textura del pelo, el color de la piel y la forma del cuerpo son las cosas menos interesantes de nosotros, y si nos hacemos cargo y tomamos mejores decisiones de consumo, podemos cambiar la forma en que el mercado juega con nuestro sustento, sin dejar espacio para la felicidad sin odiarnos a nosotros mismos en el proceso.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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