Mientras el país se recupera de la resaca de la elección judicial y se concentra en los pactos soterrados y los futurismos del 2030, algo más grave y, al mismo tiempo, más silencioso está ocurriendo: una reforma electoral ya está en marcha. No ha sido votada en el Congreso, ni debatida en foros públicos. No se imprimió en el Diario Oficial. Pero avanza con eficacia quirúrgica. Es la reforma que se ejecuta sin leyes nuevas, pero con efectos reales: un desmantelamiento al INE disfrazado de reforma.
No se trata de modernizar el sistema electoral, sino de desactivarlo desde dentro. El INE, que durante años fue ejemplo continental de autonomía y fortaleza técnica, hoy opera como un ente anestesiado. Ha dejado de fiscalizar con rigor, ha tolerado violaciones flagrantes a la equidad electoral y se ha convertido en un espectador más del proceso democrático. La omisión se volvió regla. La pasividad, estrategia.
La llegada de Guadalupe Taddei al instituto (cuyo perfil tiene vínculos más políticos que técnicos) no fue un accidente. Fue una señal clara de que el árbitro debía no solo alinearse, sino servir al oficialismo. La 4T comprendió que no hacía falta desaparecer al INE. Bastaba con volverlo irrelevante. ¿Para qué desgastarse en buscar una mayoría calificada para reformarlo, si era más sencillo desactivarlo desde sus entrañas?
El rol del INE fue reducido a organizar elecciones con un mero sentido logístico, dejando de lado su misión de garantizar condiciones equitativas y legales para la competencia política.
Pero el nuevo sexenio quiere ir más allá. La democracia que permitió la llegada de Morena al poder es la que hoy pretenden desaparecer para perpetuarse en el mismo.
Claudia Sheinbaum ha anunciado la instalación de un “Comité de análisis para la reforma electoral”, encabezado por Pablo Gómez y conformado por perfiles abiertamente identificados con el oficialismo, como Ernestina Godoy, Jesús Ramírez Cuevas, Arturo Zaldívar y Pepe Merino, entre otros. Una especie de “grupo de notables” que no incluye voces críticas, ni representación de la academia, ni diálogo con la sociedad civil. Un grupo que, más que analizar, parece haber sido creado para legitimar lo que ya está decidido.
Y lo más paradójico es que este comité se siente innecesario. Morena y sus aliados ya cuentan con mayoría en ambas cámaras. ¿Para qué simular consenso si se puede imponer por fuerza de votos?
La única duda importante es si esa mayoría resistirá intacta cuando se discutan temas como la eliminación de los legisladores plurinominales. Muchas de esas posiciones son las que mantienen con vida a los partidos satélite de la 4T: el Partido Verde y el Partido del Trabajo. Sin pluris, esos aliados quedarían reducidos a su verdadera dimensión, insuficiente para sobrevivir por sí mismos. ¿Estarán dispuestos a cavar su propia tumba? ¿O presenciaremos, por fin, una pequeña rebelión dentro del bloque hegemónico?
La historia electoral de México no es perfecta, pero es la que permitió que una oposición llegara al poder. Morena es producto de esas reglas. Si esas reglas desaparecen, también lo hará la posibilidad de alternancia real.
El desmantelamiento no es una hipótesis: ya está ocurriendo. El Congreso está listo para obedecer. La Corte ha sido alineada. El árbitro electoral se volvió testigo mudo. Y la oposición, cuando no está distraída en sus pleitos, permanece en silencio.
Mientras tanto, los ciudadanos siguen viendo el espectáculo en cámara lenta, sin advertir que la democracia mexicana no morirá con un golpe, sino con un bostezo.