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Opinión

Salud: un lujo inalcanzable. Por Itali Heide

La salud no es algo reservado al mundo moderno: puede que en la Antigüedad no existieran los conocimientos que han dado lugar a los médicos con guantes y hospitales brillando con mil luces LED, pero la necesidad de estar sano era la misma. Eran los dioses los responsables últimos de la buena salud, mientras que las comunidades hacían ofrendas, leían hechizos o llevaban amuletos para alejar la enfermedad (algo parecido al famoso discurso de cierto presidente y un amuleto).

Itali Heide Con el tiempo, la gente intervino donde los dioses no podían. En las esquinas del mundo entraron en juego filósofos, teólogos, boticarios y descubridores de la medicina, que crearon teorías sobre las causas, los síntomas y los remedios para curar desde las enfermedades cotidianas hasta las heridas de guerra. Con el tiempo, la ciencia daría la razón y nacería la medicina.

Si recordamos aquellos tiempos, podemos imaginar lo dura que era la vida (y lo mucho que trabajaba la gente para descifrar la ciencia que hay detrás del cuerpo). Tras miles de años de desarrollo médico, parecería que ahora lo tenemos todo: hospitales públicos, Farmacias Similares en cada esquina, medicamentos baratos y seguros médicos privados.

Sin embargo, hay un sinfin de regiones en las que la asistencia sanitaria no es accesible, a pesar de que vivimos en tiempos modernos en los que parece inconcebible no tener un médico a la mano. Por mucho que nos guste ignorar la dura realidad a la que se enfrentan los menos afortunados, el derecho humano básico a la salud es un lujo demasiado alejado de la realidad para millones de personas.

La infraestructura de atención médica en México, al igual que en muchas partes de Centro- y Sudamerica, enfrenta escasez de recursos, hospitales abarrotados y un acceso desigual a los servicios médicos. El acceso a las vacunas, una herramienta crítica para prevenir enfermedades infecciosas, debería ser universal. Sin embargo, las tasas de vacunación en México y en países similares se rezagan debido a la falta de recursos, infraestructura y distribución equitativa. En algunas regiones de Chiapas, donde Medical IMPACT llevó a cabo brigadas médicas, 94 de cada 100 niños no ni una vacuna puesta.

Aquí es donde entran en escena la sociedad civil: Medical IMPACT y The People’s Vaccine Alliance. Estas organizaciones, creadas por apasionados defensores de los derechos humanos, han estado trabajando incansablemente para cerrar estas brechas.

Su misión va más allá de los modelos de ayuda convencionales. Se trata de abogar por cambios estructurales que puedan redefinir la narrativa de la atención médica en México y en el mundo entero. Se trata de afirmar que la atención médica es un derecho humano fundamental, independientemente de dónde vivas.

Ahora en las Reuniones de Alto Nivel de las Naciones Unidas, Medical IMPACT y The People’s Vaccine Alliance iluminan un camino a seguir, abogando por declaraciones políticas que podrían generar cambios duraderos en materia de preparación prepandémica, acceso igualitario a la salud sanitaria, y la lucha contra la tuberculosis.

Al reflexionar sobre este compromiso, reconozcamos que su lucha no es simplemente contra la enfermedad; es contra la apatía, la burocracia y la inercia del statu quo. Luchan por un mundo donde el derecho a la atención médica no sea solo un sueño, sino una realidad tangible.

Las luchas en México son emblemáticas de un problema mucho más grande: una brecha en la salud global que necesita ser abordada con urgencia. Medical IMPACT y The People’s Vaccine Alliance luchan por derribar las barreras que nos separan de un mundo donde la salud y la vacunación universal no son solo ideales, sino experiencias vividas por todos.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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