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Sedena pagará casi 22 mdp por escultura de Felipe Ángeles para nuevo aeropuerto

La Secretaría de Defensa Nacional (Sedena) pagará cerca de 22 millones de pesos por la escultura monumental del general Felipe Ángeles que se instalará en la entrada del nuevo Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA).

De acuerdo con el diario El Universal, en el contrato se detalla que para esta obra, de más de 10 metros de altura y 20 toneladas de peso que se ubicará a la entrada del aeropuerto, el Ejército Mexicano pagará a la escultora Edysa Ponzanelli 21 millones 983 mil 577 pesos.

Dicho monto se liquidará en cuatro pagos realizados entre 2021 y 2022 con un anticipo del 35% del monto total adjudicado, es decir, 7 millones 694 mil 252.16 pesos.

Edysa Ponzanelli le ha creado esculturas gobierno federal y para diversas administraciones locales; algunas de sus obras son la escultura del cantautor Juan Gabriel en el puerto de Acapulco, y la del expresidente Miguel Alemán que se encuentra en el Calzada de los Presidentes, en la antigua Residencia Oficial de Los Pinos.

Se prevé que el aeropuerto sea inaugurado el 21 de marzo de 2022.

En el contrato SDN/DN8/AIFA/12920-F11/2021-AD-001 se detalla que la escultura del general revolucionario será de bronce fundido y que el autor entregará la obra con un revestimiento de poliuretano transparente para protegerla y preservar el efecto de pátina de la estatua.

“El proveedor debe entregar la escultura colocada en la rotonda que comunica las vías externas de la terminal de pasajeros desde el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, con fecha límite del 9 de marzo de 2022, junto con cualquier otra documentación que se haya generado con motivo de la firma de este contrato”, detalla el convenio.

El documento firmado indica que “todos los gastos, impuestos, derechos, seguro, el embalaje, transporte, carga, descarga, izado, montaje, colocación y/o cualquier otro gasto adicional derivado de la entrega de la escultura al domicilio de la obra corre por cuenta y riesgo del artista”.

Ponzanelli, señalado en el acuerdo, también tendrá la escultura terminada el 9 de marzo de 2022 como fecha límite para la entrega, unas semanas antes de que el presidente inaugure el nuevo aeropuerto.

Cabe recordar que en 2020, el escultor Pedro Ramírez Ponzanelli pagó sus impuestos en especie al Servicio de Administración Tributaria (SAT) con una escultura y un busto del presidente Andrés Manuel López Obrador, elaborado en bronce y granito.

Y que otro miembro de la familia, Óscar Ponzanelli, anunció que a través de la asociación de músicos, locutores y artistas “Realidades en mi Mundo Mágico, A.C.” realizaría una estatua de bronce del presidente Andrés Manuel López Obrador.

Fuente: Proceso

Opinión

Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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