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Opinión

Ser mujer y menonita. Por Itali Heide

Itali Heide

El pasado 8 de marzo chocaron dos aspectos importantes de mi identidad. La comunidad menonita celebró 100 años de su llegada a México y se conmemoró el Día Internacional de la Mujer. Como alguien que se aferra apasionadamente a estas dos vertientes de mi identidad, pude reflexionar realmente lo que significa ser una mujer menonita en México.

De niña, cuestionaba lo que me rodeaba. ¿Por qué los niños podían hacer cosas que yo no podía? ¿Por qué todas las niñas que me rodeaban soñaban con el matrimonio y no con otros ámbitos de la vida? ¿Por qué yo no podía ir por la vida en shorts y los chicos podían andar sin playera? ¿Por qué a los chicos se les permitía ir a fiestas pero a las chicas se las demonizaba por hacer lo mismo?

En mi burbuja menonita, estas cosas no tenían sentido. Mirando hacia atrás, puedo ver lo limitado que era mi alcance hacia el mundo exterior. Toda mi vida social estaba vinculada exclusivamente a la iglesia, y aunque le guardo un gran respeto, ahora veo que también me convirtió en una niña muy deprimida que quería mucho más pero no sabía dónde encontrarlo.

Sin embargo, también tuve mucha suerte de crecer con una madre que me permitió cuestionar, soñar y alzar la voz. A diferencia de muchas otras, me animó a centrarme en mis sueños más que en el matrimonio, a forjar mi propio camino en el mundo y me apoyó en todos mis deseos, por muy locos que fueran. En lugar de diluir mis ideas, me hizo creer que cualquier sueño sería afortunado de tenerme. Por esta misma razón, pude hacer muchas cosas en mi adolescencia que me permitieron salir de mi burbuja menonita, desde cantar en la televisión nacional, mudarme al otro lado del país para seguir mis sueños, estudiar lo que quería donde quería y probar diferentes ámbitos de la vida.

A medida que crecía, me di cuenta de que mi experiencia como mujer menonita era muy diferente a la de muchas otras en mi entorno, especialmente las menonitas más tradicionales. En lugar de ser vistas como personas que viven, respiran, sueñan, piensan y desean, la gran mayoría son vistas como una extensión de sus propias madres. Se espera que estudien sólo lo esencial antes de convertirse en amas de casa y que centren toda su identidad en ser esposas y madres.

La opresión sistemática es un arma de doble filo: por un lado, ha permitido preservar la cultura menonita. Por otro lado, ha hecho imposible que muchas niñas y niños puedan siquiera imaginar una vida fuera de lo que se espera de ellas. Decir que los menonitas son sistemáticamente oprimidos por sus propias iglesias será polémico, pero sé que es cierto.

Comienza con la ignorancia forzada: en la educación menonita tradicional, se les quita el derecho de aprender sobre el mundo que les rodea. No aprenden el idioma del país en el que viven, no tienen ni idea de las maravillas que guardan sus propios cuerpos, son fuertemente adoctrinados por la iglesia y no aprenden habilidades que son necesarias fuera de su comunidad.

La mayoría de los hombres eventualmente aprenden español para hacer negocios, pero a muchas mujeres no se les permite hacerlo. Esto las atrapa en sus comunidades, lo que significa que tienen dificultades incluso para hacer las cosas más sencillas sin la presencia de un hombre. No pueden ir al médico solas porque no entenderán, no pueden encontrar un trabajo en un lugar donde se habla español (si por algún milagro sus padres o maridos les permiten trabajar), no pueden mantener una conversación con personas de otras culturas y no pueden ser independientes. Ojo: sólo hablo de las miles de personas que todavía se adhieren estrictamente al modo de vida menonita tradicional.

En cuanto a las muchas otras mujeres que existen en todo el espectro de la tradición y la modernidad menonita: hay más forjando sus propios caminos que nunca antes. Muchas apuestan por su educación, aprenden a hablar español, encuentran sus pasiones y siguen sus sueños. Por eso ahora las mujeres menonitas son más diversas que nunca: hay artistas, empresarias, cantantes, enfermeras, profesoras, fotógrafas, abogadas, emprendedoras, personalidades de Internet y muchas más.

Ser una mujer menonita en el mundo moderno tiene mucho que ver con la suerte. Si tienen la suerte de nacer en una familia que las apoya, la vida puede ser lo que quieran. Las que eligen la maternidad, pueden hacerlo. Las que sueñan con una carrera, la persiguen. Las que quieren abrir un negocio tienen la posibilidad de intentarlo. La vida está en la palma de sus manos, y me enorgullece ver que las mujeres que me rodean viven la vida a su manera y rompen con la tradición al tiempo que conservan el amor por su cultura.

Entonces, ¿qué significa ser una mujer menonita en un mundo moderno?

Cuestionamos lo que nuestros antepasados aceptaron.

Rompemos con la tradición sin perder nuestras raíces.

Nos permitimos ser parte del mundo.

Soñamos con un mundo mejor.

Apreciamos las maravillas culturales de nuestros antepasados.

Llevamos nuestras tradiciones a espacios que controlamos en lugar de ser controlados por nuestras tradiciones.

Conservamos las costumbres que nos hacen sentir orgullosas de nuestra identidad.

Nos reímos del absurdo de los extremos de nuestros amados antepasados.

Sobre todo, somos auténticas y dejamos que nuestra voz se escuche hasta la montaña más alta y el valle más profundo.

Muchas mujeres y niñas menonitas no tienen la libertad que tenemos nosotros, pero esperamos ser para ellas un faro de luz, una inspiración y una prueba de que el mundo exterior no es tan malo como se lo pintan.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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