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«SI NO LLEVABA PUESTA LA SOTANA» por VICTOR OROZCO

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SI NO LLEVABA PUESTA LA SOTANA

 

“Yo, César Duarte Jáquez, me consagro a mí mismo, a mi familia, a mi servicio público en la sociedad. Pido al Sagrado Corazón de Jesús que escuche y acepte mi consagración, que me ayude a la intercesión del Inmaculado Corazón de María. Le entrego a Dios y a su divina voluntad todo lo que somos, todo lo que tenemos en el estado de Chihuahua. Le pido perdón a Dios por todo lo que ha sucedido en el estado de Chihuahua en el pasado, le pido que nos ayude a cambiar todo lo que no sea de él. Yo, César Duarte, declaro mi voluntad delante de Dios, delante de los señores obispos y de mi pueblo. Amén”.

 

Palabras del gobernador del estado el 20 de abril pasado, pronunciadas ante cinco obispos, decenas de sacerdotes y miles de fieles católicos, acompañado por representantes de los tres poderes del gobierno y el rector de la Universidad Autónoma de Chihuahua.

 

 

Víctor Orozco

 

Tal vez los embates en contra del laicismo estatal que ha emprendido entre otros y de manera prominente el gobernador del estado de Chihuahua tengan a la postre la virtud de generar una resistencia en cadena a este grave retroceso que conduce infaliblemente a la cancelación de libertades. En los inicios del siglo pasado, cuando la jerarquía de la iglesia católica y el gobierno del general Porfirio Díaz vivían una luna de miel, prodigándose toda clase de cuidados y concesiones, uno de los altos prelados declaró que finalmente las leyes de reforma eran “leños muertos”. Sus palabras fueron el detonante para el surgimiento de cientos de clubes liberales en todo el país, integrados por personas a quienes les quedaba muy clara la regresión a las épocas de oscurantismo e intolerancia ideológica y por ende religiosa. De estos clubes emergerían luego varios de los precursores y protagonistas de la revolución de 1910. Las condiciones son evidentemente distintas, desde luego. Sin embargo, la violación a un principio histórico toral de la sociedad y del estado mexicanos, como es el laicismo, habrá de generar respuestas sin duda. Veremos también si los órganos estatales encargados de cuidar el cumplimiento de la Constitución por parte de las autoridades se ponen a la altura de sus deberes.

Desde que el gobierno de Benito Juárez expidiera las leyes que dieron cima a la separación de estado e iglesia, los mexicanos pudimos gozar de libertad de conciencia. Nos libramos, -aunque no del todo-, también del pesado aparato eclesiástico que controlaba cada momento de las vidas, imponiendo reglas, acumulando riquezas sin pagar impuestos, censurando escritos y palabras, coludiéndose con tiranos y opresores nacionales o extranjeros, monopolizando la educación y aherrojándola bajo los dogmas, valiéndose de la coerción estatal para enclaustrar de por vida a jóvenes en los conventos, agravando la pobreza de los pueblos con cargas económicas sin fin, conspirando y actuando contra la independencia nacional, defendiendo privilegios, usando la fe religiosa como instrumento político. Todo esto representó el viejo sistema en el cual trono y altar formaban una entidad unificada.

De este pasado ominoso ¿Qué podrían hacer regresar quienes ahora buscan acabar con el Estado laico y constituir uno confesional? De la misma forma habría que preguntarse ¿Qué no se ha ido?. En este breve espacio podemos sólo tocar algunos de los temas. Empecemos por el último.

Las creencias de la gente, han sido usualmente un botín para ciertos políticos, siempre dispuestos a engañar y confundir, tratando identificar a su persona, a sus discursos, a sus actuaciones, con la fe de los creyentes. De esta manera, buscan que los electores abandonen el campo de la racionalidad, se abstengan de exigir cuentas y estén dispuestos a pasar por alto incompetencias y hasta fechorías. El objetivo es  que los votantes no vean en el funcionario  –o en el partido político- al  encargado de ejercer una función pública de manera eficaz y en interés del pueblo, sino al devoto adorador de imágenes y deidades. Si se alcanza el propósito de enredar a los profesantes de la fe, el resultado es funesto desde muy diversos ángulos. La primera víctima es la dignidad de las personas, que se ve burlada y convertida en objeto de un brutal tráfico político. Por eso, son los propios creyentes quienes resienten el mayor agravio cuando ven a sus imágenes sagradas, a sus ritos, utilizados como instrumentos para alcanzar o conservar el poder estatal. Los campesinos-sirvientes de siglos anteriores difícilmente podían alcanzar a comprender este mecanismo, formados por generaciones en la idea que equiparaba al rey o al señor con la divinidad. Pero, los católicos modernos a quienes se dirigen con mayor frecuencia estas imposturas, sí están en condiciones de distinguir la afrenta. Gracias a esta capacidad de discernimiento es que pudieron hacerse las reformas liberales.

Sobre el punto queda por explicar la conducta de los altos jerarcas católicos. Las razones no varían demasiado. Cuando se asocian –y siempre lo hacen, de hecho están ávidos de esta coparticipación- con los mandos del gobierno, para promover acciones en donde se mezclan la religión y la política, actúan netamente como jugadores políticos. ¿Acaso uno de los obispos que asistió a la consagración del estado de Chihuahua al  sagrado corazón de Jesús por el gobernador César Duarte, estaba haciendo otra cosa diferente a la lisa y llana puja política cuando dijo a los feligreses que los mexicanos deben elegir a gobernantes que tengan sintonía con Dios, “porque si no, nos van a destruir”? Ante catorce mil fieles, con los tres poderes del estado representados allí, con el gobernador ungido como oferente  “…a Dios y a su divina voluntad todo lo que somos, todo lo que tenemos en el estado de Chihuahua”, el prelado no hacía sino decir a su rebaño, “ya saben por quien votar”. Esta nefasta alianza para promover sus propios intereses, entre dirigentes de los dos aparatos, la iglesia y el estado, constituye el más formidable enemigo de las libertades públicas.

No en balde, entre juristas y estudiosos de las relaciones entre religión y política, existe una opinión casi unánime en el sentido de que la laicidad de la entidad política es una condición indispensable para garantizar a su vez la libertad ideológica y en consecuencia la libertad religiosa, que es una de las concreciones de la primera. El principio de laicidad, se dice, constituye una garantía institucional de la libertad de religión, a su vez correspondiente con el pluralismo religioso, característico de las sociedades actuales. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos por vía de ejemplo ha dictado una y otra vez sentencias en el mismo sentido: el estado no puede involucrarse en actos religiosos de ninguna índole, so pena de violentar esta libertad religiosa, merced a la cual los individuos tienen el derecho de profesar y practicar el credo de su preferencia o abstenerse de tener alguno, en un plano de igualdad con todos los demás. Por ello ha considerado contrarios a los instrumentos internacionales que consignan los derechos humanos, actos tan simples como colocar crucifijos en las aulas de escuelas públicas, toda vez que implican una intromisión del Estado en asuntos que sólo conciernen a la conciencia de las personas. De manera similar han opinado diversas instancias protectoras y promotoras de los derechos humanos en Estados Unidos y en América Latina.

En México, una reciente reforma constitucional incluyó el concepto de laica para caracterizar a la república. En realidad no hizo sino enfatizar un distintivo del estado mexicano presente desde 1859. Aún así, funcionarios y prelados insisten en montar de nuevo un gobierno confesional. Hasta hoy la respuesta a estos intentos ha sido débil y ha venido sobre todo de ámbitos universitarios y periodísticos. En Chihuahua, ningún partido político ha salido en defensa del estado laico. De los funcionarios públicos y legisladores, sólo el senador panista Javier Corral actuó en congruencia con el mandato legal. Es sorprendente que el representante de la masonería, organización que en el pasado se caracterizó por su compromiso con las libertades, ahora abdique de sus principios. Esperemos que la claudicación no comprenda a todos los masones. Leí su apoyo a la actuación del gobernador con un argumento pueril: “Según lo que yo he visto en la reproducción de los videos y la transcripción del párrafo que tanto se le ha cuestionado al gobernador, no veo que lo haga en calidad del jefe del Ejecutivo, sino como César Duarte Jáquez, no dice ‘yo, César Duarte Jáquez, gobernador del estado de Chihuahua”. Estas razones me recuerdan una anécdota que contaba el profesor Raúl Gómez: había por los años cincuenta un joven cura pueblerino muy enamoradizo, apasionado de las vírgenes de carne y hueso. Los padres de la última seducida, acudieron en queja ante el obispo, quien mandó llamar al acusado para leerle la cartilla de sus deberes como hombre de Dios.  El avispado y fogoso curita de inmediato arguyó en su defensa: “Pero señor obispo, si cuando la llevé a la sacristía no llevaba puesta la sotana”.

 


VÍCTOR OROZCO

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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