Itali Heide
Mientras pasa otro madrugón de cumplir con las fechas de entrega que parecen nunca cesar, intriga la cuestión de lo verdaderamente sobrecargada de trabajo que se ha vuelto la sociedad. No es que el trabajo sea algo malo -motiva, impulsa la creación, la imaginación y fomenta los logros-, pero es innegable que el ser humano moderno ha aceptado el hecho de trabajar horas y horas y horas y horas como parte de su existencia.
El problema a resolver no es sacar a la fuerza laboral para que todos puedan pasar los días acostados viendo la televisión, sin levantar ni siquiera la voz, sino las trampas que lleva consigo la inevitable explotación laboral que vive muchísima gente de día a día. Mientras que los salarios han bajado, el costo de la vida ha subido, y aquellos que no tienen la suerte de tener un apartamento extra en reserva, difícilmente encontrarán un trabajo que cubra el costo de vivir en uno, por no hablar de la salud, el entretenimiento y la seguridad que aporta tener de qué vivir.
Más allá de la evidente escasez de empleo que ha golpeado al mundo, mientras se sigue sobre poblando el planeta y nos aferramos a un sistema capitalista que no sirve para la existencia futura de la humanidad, los espacios que habitamos están plagados de gente sobrecargada de trabajo en máquilas, oficinas, salones, laboratorios, tiendas y fábricas. Muchos ganan solamente el salario mínimo (y con suerte), haciendo el trabajo máximo. ¿Cómo podemos respetar a un país que paga centavos por trabajos que provocan dolores de espalda, manos encallecidas, mentes insufribles y pies hinchados? Parece inhumano permitirlo, y sin embargo no es nada fuera de lo común en este país.
Estar sobrecargado de trabajo, mal pagado, sobreestimulado y excesivamente cansado son los elementos básicos de la existencia humana en este momento. Incluso las cosas destinadas a mantener a la gente feliz reflejan los fugaces momentos de emoción que el materialismo y el consumo les permiten. El dinero se ha convertido, sin duda, en la herramienta más poderosa del mundo para adquirir lo que se considera <felicidad>, aunque si miráramos en profundidad, ninguna compra podría llenar el hueco que se reserva para la autenticidad pura de cada persona.
Sin embargo, el dinero es un tema difícil de abarcar cuando se ve desde la perspectiva realista: realmente, sí puede contribuir a la felicidad de las personas. Comprarse un Ferrari no resolverá un hoyo existencial, pero poder pagar la renta, la luz, el internet, comida para el mes, un poco para ahorrar y lo suficiente para divertirse seguro que sí aporta un sentimiento de seguridad y paz que ninguna compra puede reemplazar. El dinero no es felicidad, pero es imposible alcanzar la paz sin ella (desafortunadamente).
Aunque la felicidad es una estrella fugaz que se va tan rápido como llega, imposible de atrapar y conservar durante mucho tiempo, la sociedad debe esforzarse por crear un país en el que estar contento, seguro y a salvo es la norma. Para que el capitalismo sobreviva, debe establecer la empatía como su motivador. Tiene que apartar el foco de atención del consumidor y dirigirlo hacia sus trabajadores, viendo a todos como seres humanos con necesidades, turbulencias, cambios y sueños incumplidos. Debe entonces darles las herramientas para que puedan hacer frente a las necesidades, tener tiempo para las turbulencias, adaptarse a los cambios y perseguir los sueños que van más allá de su trabajo diario.
En el mundo ideal, todos deberían tener tres cosas: tiempo, dinero y salud. Tiempo para jugar, descubrir, experimentar y reflexionar. Dinero para sobrevivir, comer, invertir y dormir. Salud para respirar, mirar y recordar que estamos vivos. Que todas las personas del mundo puedan acceder de alguna manera a estos tres derechos humanos parece una imposibilidad en un futuro próximo, debido a nuestra forma de consumo y a la destrucción activa del planeta, pero nunca está de más mantener la esperanza y planificar un futuro que sí ponga la empatía humana por encima de todo lo demás.