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Socios y vecinos por Lilia Merodio

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El 12 de Diciembre los coordinadores parlamentarios e integrantes de las comisiones de Asuntos Fronterizos y Relaciones Exteriores del Senado de la República nos reunimos con el embajador de los Estados Unidos de América, Anthony Wayne, para tratar aspectos bilaterales respecto de los 3 mil kilómetros de franja fronteriza que compartimos.

Una frontera que del lado estadounidense pasa por los estados de California, Arizona, Nuevo México y Texas; mientras por el lado mexicano, los estados que integran la frontera norte son Baja California, Sonora, Chihuahua, Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas. Tenemos ciudades muy grandes, como Tijuana y Ciudad Juárez, con cerca de millón y medio de habitantes; y otras más pequeñas, como Colombia en Nuevo León, cuya población no rebasa los mil habitantes.

Sabemos que por estas fronteras ocurre el flujo migratorio legal e ilegal más grande del mundo, además del muy conocido contrabando de mercancías, sustancias prohibidas, dinero y armas por parte del crimen organizado. Pero también nuestra frontera norte es la puerta hacia el mercado más grande que tenemos para nuestros productos agrícolas e industriales, por lo que muchas empresas manufactureras instalan sus plantas maquiladoras, generando empleos para miles de compatriotas que ahí nacieron o que al ir de paso hacia los EU, decidieron quedarse a trabajar de este lado.

A lo largo de la frontera norte existen diferencias en la manera que interactúan sus habitantes en ambos lados de la línea. Si usted hace una llamada desde Ciudad Juárez para reservar en algún restaurante o un hotel de El Paso para ir de compras, es común que si le hablamos a la telefonista en español, ella muy atenta de inmediato utilice un perfecto español para atendernos; pero si nos encontramos en Nogales y queremos ir de compras a Phoenix, aunque la recepcionista del hotel o el dependiente de la tienda de ropa tengan aspecto de mexicanos, nunca te responderán en español y fingirán que no te entienden tu imperfecto inglés, así les digas tan sólo que la medida de tus zapatos es la sencillísima palabra “ten” (10 en inglés).

Lilia Merodio RezaUna vez un amigo estaba tan enojado porque el vendedor no le entendía, que el encargado de la tienda, también de aspecto latino, le dijo que disculpara a su compañero, pues todo se debía a que el muchacho era “indú”, a lo que mi amigo respondió que eso no era posible pues el muchacho parecía más mexicano que el pulque. Terminamos muertos de risa cuando le aclaramos que en la frontera se les dice “indú” a los indocumentados.

Y hablando de entendimientos, el encuentro que tuvimos con el embajador Wayne nos viene a confirmar las buenas expectativas que se generaron con las primeras conversaciones entre los presidentes Peña Nieto y Barack Obama. Eso de la buena química cuenta mucho en el aspecto diplomático, pero creo que además de las simpatías que pudieron darse entre los dos Presidentes, o el trato amable y respetuoso del encuentro de ayer con el embajador, lo que debemos conseguir es afianzar nuestros respectivos intereses frente a los retos del nuevo orden económico, cuya característica principal es la incertidumbre por el llamado precipicio fiscal estadounidense, la crisis europea y la cada vez mayor capacidad económica de los países de Asia.

Estamos frente a la gran oportunidad de madurar la relación entre ambos países para llevarla a un terreno que trascienda lo policiaco, pues el desafío real es multiplicar las oportunidades económicas de la región, ya que habiendo crecimiento y desarrollo se eliminan los factores criminógenos como son el desempleo, la pobreza y la falta de oportunidades. Los grandes capitales requieren de certeza y seguridad jurídica para instalarse, no hay negocio que se pueda lograr si al interior de cada parte no existen indicios de estabilidad y armonía que ofrezcan un mínimo de garantías.

Hoy tenemos un Pacto por México, y si lo hacemos realidad recuperaremos la credibilidad y confianza de nuestros socios en el mundo. Es momento de dejar de pensar en las políticas románticas del buen vecino, para elevarlas a la categoría de buenos socios regionales.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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