La vanidad superlativa suele rayar en lo zoológico; le ha convencido a sí mismo de que es un buen gallo, por tanto, piensa que el sol sale todos los días con la estricta finalidad de oírlo cantar. Hablo de Patricio Martínez García, un personaje que medra de las que estima glorias del pasado. Casi convierte el día 17 de enero en el punto cronológico de un antes y un después en la historia de Chihuahua. Cuando era el mandamás pretendió –y casi lo logra– convertir el palacio de gobierno en su propia pirámide egipcia, alcanzando sólo a colocar una ridícula placa en la escalinata donde se fija para la eternidad que ahí, en ese sitio, cayó mortalmente herido. En reciente entrevista al periodista Alejandro Salmón vuelve al tema, como lo hace cada año, públicamente, para recordar la efeméride. En privado, sus aduladores brindan por la prodigiosa providencia que cobijó al hombre para que lo preservara, casi como semilla semental de una nueva raza, valerosa, abnegada y colmada de trofeos, entre ellos su curul en el Senado. En la realidad todo este culebrón no pasa más allá de la moraleja popular que dicta que el crimen sí le paga a sus protagonistas.
Hay quienes sostienen, conociendo al histriónico excacique, que la historia del 17 de enero de 2001 conjuga a un mismo tiempo el catsup, una pistola Taurus .38, que de haberla usado León Toral no habría fulminado a Álvaro Obregón; y desde luego la escenografía de la escalinata y el palacio. Discrepo de esta narrativa, pero reconozco que algún buen novelista del género policiaco tiene más que elementos para brindarnos un texto en el que ficción y realidad se mezclan, en favor de la primera, para prodigar buena literatura.
Martínez García repite ahora lo que ya sabemos: que fue advertido de que un atentado llegaría a algún gobernador e insinúa su vulnerabilidad, pues, a decir de él, continuó su vida política de manera ordinaria. Pero es sugerente al recordarnos la circunstancia de que pudo haber una pretensión de mayor envergadura que rebasaría la de la agresora solitaria que le asestó el balazo en su cráneo, a saber, digno de coronas de laurel. Por eso se queja de que la presidencia de la república no le dio la importancia al hecho, aunque recordemos que Fox, con su habitual frivolidad, reconoció que los malosos le habían metido un gol, aunque nunca nos aclaró la naturaleza de ese gol, dejándonos sin explicación alguna posterior, a diferencia del famoso gol de Dios, que todos saben que contó, aunque fue mano de Maradona.
Patricio Martínez esperó cortesía presidencial, inmerecidamente, porque se dedicó de manera permanente y sistemática a insultar, denostar a Fox Quesada. En su oportunidad le mentó la madre con todas sus letras a Ernesto Zedillo, no obstante que lo hizo gobernador defenestrando a Artemio Iglesias Miramontes. Te insulto –parece decir– pero trátame bien y con respeto. Una desmesura. A tal grado llega la megalomanía del señorcito que cataloga la agresión de que fue objeto como un ataque a las instituciones nacionales. ¡Hágame usted el favor! Pero bien dicen los costumbristas españoles, para la servidumbre no hay hombres grandes. Y aquí servidumbre es la caterva gobiernista que lo siguió y que sabían de su pequeñez, porque lo veían todos los días de carne y hueso, con su sed de riqueza, con sus desplantes, sus chiripiorcas, sus ridículas declamaciones y sus sueños de grandeza que un día lo llevaron a compararse con Julio César. En artículo mortis tuvo la hombrada de declamarnos “La rosa blanca” de José Martí. La mortecina voz se oía escalofriante por la radio: “Cultivo una rosa blanca en julio como en enero para el amigo… más para el cruel que me arranca el corazón con que vivo…”.
Se queja de que el gobierno federal no lo atendió, pero pasa por alto que cientos de personas, y sobre todos mujeres, sufrieron su desprecio, su intolerancia, su persecución. Él sí se autoconcibe como digno de todas las atenciones, pero padres y madres de mujeres asesinadas jamás fueron escuchadas y mucho menos destinatarias de una justicia de calidad. Recuerdo la noche en que sus agentes policiacos, encapuchados y con armas largas, asaltaron la planta de Aceros de Chihuahua para destruir los trabajos de confección de una cruz de clavos destinada a establecerse en Ciudad Juárez. Recuerdo también sus crímenes y su afición a la maldad de la corrupción. Pero estos hechos, para él, no están en su biografía. Piensa que un balazo en la cabeza lo hace héroe y lo exonera de todo. Sostiene, insisto, que el sol sale porque desea oírlo cantar. Un poquito de pudor (inútil pedirle estas conductas) lo haría afecto a la enseñanzas que Dumas padre nos legó en una de sus obras: “Para toda clase de males hay dos remedios: el tiempo y el silencio”.
Agregaría la justicia, por una sola razón: el poder Judicial que dirigió Pablo Zapata Zubiaga en su momento procesó las investigaciones y las acusaciones realizadas por el propio Ministerio Público dependiente del agredido y encontró penalmente responsable por la tentativa de homicidio a Victoria Loya; dos sentencias así lo dicen, en particular la dictada por una sala penal del Supremo Tribunal de Justicia que jamás fue objetada y que tiene, como dicen los abogados cursis, la santidad de la cosa juzgada. Hoy Victoria Loya está compurgando su pena en el CERESO de Aquiles Serdán. Las apreciaciones de los juzgadores no hablan de mayores complicaciones: un complot, un magnicidio orquestado (aunque aquí lo de “magni” sólo recuerda un convencionalismo lingüístico) y sí de un hecho aislado cometido por una persona con trastornos psicológicos. Esta justicia fue dictada por un poder Judicial y una procuraduría que le fue abyectamente fiel. ¿Quiere más?
Siendo así las cosas, ¿a qué viene todo este recordatorio de que si Fox, si Creel, si Macedo? Si hay algo más, que lo diga, porque podríamos pensar en lo injusto que es que sólo una pobre mujer se pudre en la cárcel cuando otros gozan de libertad y no han pagado sus crímenes. Él tiene recursos, un cargo senatorial, como para incoar una esclarecedora investigación, pero no lo hace porque eso le afectaría, más cuando es evidente que su deseo es vanagloriarse, fincar la fama en una solicitud de apiádense de mí todos los que me ven las corrugas de mis heridas mostradas al periodista para que de fe de las mismas y nos enteremos de que existen. Para él la entrevista anual basta.
Cómo estarán las cosas que mientras en Chihuahua se padeció la injusticia, la persecución a las mujeres, la barbarie, el desprecio por los derechos humanos durante los seis años de Martínez García, ahora nos venga con la leyenda de que le dijo al presidente Fox y a todo el consejo de seguridad al ofrecérsele la disculpa federal por la desatención a su asunto que contestó: “¡Chingao!, gracias, las acepto”. Aquí no se le podía tocar a él ni con el pétalo de una rosa, por una parte, pero es una convención social más que reconocida la que dicta que cuando uno acepta la disculpa ya no volver con la jactancia que transpira en las palabras de Patricio Martínez por la oportunidad que le dio un balazo para estar resucitando cada mes de enero. Pienso que en la intimidad y después de secuelas con las que se puede vivir perfectamente, está agradecido con la vida por el suceso del que medra, y bastante.
No quiero terminar estas notas en torno al farsante sin hacer esta aclaración: hay quienes en los círculos priístas creen que soy una especie de patriciólogo y que el día que me falte –qué horror– ya no tendré tema que abordar. Están más que equivocados: en uno de mis libros, “Persistencia de la memoria”, para noticia de mis lectores, analizo o hago referencia a alrededor de 1 mil personajes de aquí, allá y acuyá.
Pero ante la deformación de la historia, no queda más que levantar la palabra. No otra cosa hago con the little Patrick.
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