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Opinión

TERRORISMO por VICTOR M,, OROZCO O.

VÍCTOR OROZCO

Mohamed Lahouaiej Bouhlel, el inmigrante tunecino que arrolló con un camión de carga a la multitud asistente a la celebración de la fiesta nacional francesa en Niza, exclamó: “Alá es grande”, al ser acribillado por la policía. Hasta hoy se cuentan 85 muertes y arriba de doscientos heridos. El homicida no registra entre sus antecedentes ningún vínculo con el Estado Islámico o alguna otra organización terrorista. Se trata de un individuo de 31 años de edad, divorciado, solitario, de talante depresivo, separado de sus tres hijos, de oficio repartidor y con apuros económicos. Creyente musulmán aunque no demasiado, con aficiones para nada usuales entre los de su religión, como la afición a las conquistas amorosas y al baile, empleados quizá como remedios o sustitutos, mas que como auténticos goces.
El entorno de este hombre indica que el terrorismo se despliega ahora bajos nuevos caminos y laberintos, muy difíciles de detectar. Los yihadistas, en su guerra total contra los enemigos del Alá en el que ellos creen, es decir el resto del mundo, no tienen que emplear ahora recursos humanos, ni tecnológicos, económicos o de alta inteligencia para provocar estos terribles atentados contra la población civil en decenas de países. Les basta hacer llamados en las redes sociales para que incontables tipos hundidos en el pozo de las frustraciones personales, decidan cambiar su vida por la de decenas o cientos de personas presentes en una estación del metro, un bar, un salón de baile, un estadio, un hotel o una concentración cívica como la de Niza.
Se trata de nuevos y quizá inéditos vínculos entre el fanatismo religioso y político, con los odios raciales, la desesperación social provocados por múltiples factores como la discriminación o la desesperanza en sociedades miserables u opulentas. No importa. Es un terrorismo que poco o nada tiene que ver con reivindicaciones políticas o culturales. Sus autores materiales no reclaman nada, no exigen nada. Si recordamos a los terroristas “tradicionales”, aquellos personajes ligados a células políticas generalmente anarquistas, pero también nacionalistas, separatistas, comunistas, los de hoy quedan fuera de cualquier clasificación. Los terroristas del pasado, combatían por una causa que los llevaba a buscar su triunfo mediante el ataque dirigido contra conspicuos representantes del enemigo. Lo más común es que fueran altos dignatarios del Estado: monarcas, presidentes, generales, funcionarios destacados. La muerte o lesiones de otras personas, para ellos eran consecuencias irremediables, imprevistas y por lo común indeseadas.
Por otra parte, debe decirse que siempre fue una táctica estéril. No tengo en la memoria ninguna acción de éstos, a veces heroicos individuos, que provocara el triunfo de sus banderas. Invariablemente trajeron consigo un fortalecimiento de los grupos partidarios del terror de Estado, es decir, del empleo de la violencia bruta, sin límites legales, por las instancias armadas oficiales y empleada indiscriminadamente en contra de las propias células terroristas, pero también contra muchas otras agrupaciones e individuos disidentes, en los partidos, sindicatos, universidades, etcétera. Cada intento de matar a un encumbrado dirigente político, exitoso o no, detonaba el pretexto para echar a caminar la máquina represiva. La vieja Rusia zarista, el imperio Austro-Húngaro, la Italia fascista, la Alemania hitleriana, la España franquista, las dictaduras militares latinoamericanas…proporcionan ejemplos a pasto de tales efectos, generados por los llamados magnicidios.
Otra diferencia estriba en los individuos. Los viejos terroristas eran individuos poseedores de una identidad inequívoca: militantes de causas sociales o políticas, con cierto grado de ilustración, poseedores de un discurso coherente, cuyos destinatarios no eran psicópatas, ignorantes o frustrados. Buscaba persuadir a los inteligentes, a los altruistas, a los caracteres dispuestos a sacrificar intereses personales o la vida misma, para beneficiar a la humanidad o a comunidades nacionales. Compárenseles con el autor de los crímenes de Orlando o éste de Niza y se advertirá la disparidad. Ninguno de ellos será registrado en los anales históricos como defensor de bandería alguna. Imposible hacer apología de terrorista alguno, así fuera de los viejos idealistas, pero el tipo actual, no despierta sino actitudes de repulsión y  profundo desprecio. Si acaso surgiera alguna idea comprensiva, sería tan sólo por el contexto social en el cual la mayoría han nacido y vivido.
Este vínculo entre el fanatismo –religioso y político- que, junto con los colosales intereses monetarios mueve a los estrategas del Estado Islámico y  a los cientos de miles de personalidades angustiadas y frustradas en todo el mundo, se ha constituido en un formidable impulsor del terrorismo. Durante la etapa de la guerra fría, los aparatos de inteligencia norteamericanos y soviéticos “sembraban” agentes en el campo contrario, quienes permanecían “dormidos” durante años, hasta que bien integrados a la sociedad de destino, podían realizar complejas tareas de provocación y espionaje. En cambio a los yihadistas o a otros, les basta difundir sus llamados a la destrucción, con la seguridad de llegar a oídos sensibles. Tal parece que los actos terroristas, ni siquiera son planeados por los autores de la convocatoria al derramamiento de sangre, pues su concepción y ejecución corre a cargo de estos asesinos suicidas.
Así, el terrorismo moderno, en la era de las potencialidades infinitas alcanzadas por las comunicaciones, adquiere también posibilidades inconmensurables. Pensemos en cualquier individuo inconforme con su suerte, laborando a regañadientes, impedido por mil obstáculos para saltar el muro de las diferencias de clase, con lecturas superficiales de las guerras y de sus héroes, anidando odios y envidias a granel. El tipo,  es un candidato proclive al mensaje de los altos planificadores del terror, sobre todo cuando le ofrecen –esto sí, nada nuevo- un alto destino en el mas allá. Así opera el mensaje de líderes como Osama Bin Laden, -este Frankestein, como el ISIS, creado por la inteligencia norteamericana- cuando invocaba:  “Dios ha bendecido a un grupo de musulmanes para que destruyan América e imploramos a Alá que eleve su rango y les conceda un lugar en el cielo”. Estas prometidas moradas “de leche y miel”,- ya sea en la tierra o en el cielo- por un lado y el infierno por el otro, han sido a lo largo de los siglos, el mejor de los señuelos, para auspiciar en individuos o en grandes colectividades, actos de exterminio y esquizofrenia.
Este terrorismo, no les quita ni una migaja de poder a los poderosos,  antes los fortalece para continuar con mayor eficacia su tarea de expoliación. Pero, sí acaban o arruinan la vida de centenares de miles.  También, afectan la de otros tantos millones de personas en todo el mundo, quienes son presa del miedo y ven restringidas sus libertades, sobre todo la de movimiento ya sea en los países propios o en los extranjeros.

Opinión

La semilla. Por Raúl Saucedo

Libertad Dogmática

El 4 de diciembre de 1860 marcó un hito en la historia de México, un parteaguas en la relación entre el Estado Mexicano y la Iglesia. En medio de la de la “Guerra de Reforma», el gobierno liberal de Benito Juárez, refugiado en Veracruz, promulgó la Ley de Libertad de Cultos. Esta ley, piedra angular del Estado laico mexicano, estableció la libertad de conciencia y el derecho de cada individuo a practicar la religión de su elección sin interferencia del gobierno.

En aquel entonces, la Iglesia Católica ejercía un poder absoluto en la vida política y social del país. La Ley de Libertad de Cultos, junto con otras Leyes de Reforma, buscaba romper con ese dominio, arrebatándole privilegios y limitando su influencia en la esfera pública. No se trataba de un ataque a la religión en sí, sino de un esfuerzo por garantizar la libertad individual y la igualdad ante la ley, sin importar las creencias religiosas.
Esta ley pionera sentó las bases para la construcción de un México moderno y plural. Reconoció que la fe es un asunto privado y que el Estado no debe imponer una creencia particular. Se abrió así el camino para la tolerancia religiosa y la convivencia pacífica entre personas de diferentes confesiones.
El camino hacia la plena libertad religiosa en México ha sido largo y sinuoso. A pesar de los avances logrados en el lejano 1860, la Iglesia Católica mantuvo una fuerte influencia en la sociedad mexicana durante gran parte del siglo XX. Las tensiones entre el Estado y la Iglesia persistieron, y la aplicación de la Ley de Libertad de Cultos no siempre fue consistente.
Fue hasta la reforma constitucional de 1992 que se consolidó el Estado laico en México. Se reconoció plenamente la personalidad jurídica de las iglesias, se les otorgó el derecho a poseer bienes y se les permitió participar en la educación, aunque con ciertas restricciones. Estas modificaciones, lejos de debilitar la laicidad, la fortalecieron al establecer un marco legal claro para la relación entre el Estado y las iglesias.
Hoy en día, México es un país diverso en materia religiosa. Si bien la mayoría de la población se identifica como católica, existen importantes minorías que profesan otras religiones, como el protestantismo, el judaísmo, el islam y diversas creencias indígenas. La Ley de Libertad de Cultos, en su versión actual, garantiza el derecho de todos estos grupos a practicar su fe sin temor a la persecución o la discriminación.
No obstante, aún persisten desafíos en la construcción de una sociedad plenamente tolerante en materia religiosa. La discriminación y la intolerancia siguen presentes en algunos sectores de la sociedad, y es necesario seguir trabajando para garantizar que la libertad religiosa sea una realidad para todos los mexicanos.

La Ley de Libertad de Cultos de 1860 fue un paso fundamental en la construcción de un México más justo y libre. A 163 años de su promulgación, su legado sigue vigente y nos recuerda la importancia de defender la libertad de conciencia y la tolerancia religiosa como pilares de una sociedad democrática y plural.
Es importante recordar que la libertad religiosa no es un derecho absoluto. Existen límites establecidos por la ley para proteger los derechos de terceros y el orden público. Por ejemplo, ninguna religión puede promover la violencia, la discriminación o la comisión de delitos.
El deseo de escribir esta columna más allá de conmemorar la fecha, me viene a deseo dado que este último mes del año y sus fechas finales serán el marco de celebraciones espirituales en donde la mayoría de la población tendrá una fecha en particular, pero usted apreciable lector a sabiendas de esta ley en mención, sepa que es libre de conmemorar esa fecha a conciencia espiritual y Libertad Dogmática.

@Raul_Saucedo
rsaucedo@uach.mx

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