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Opinión

Tiempos positivos. Por Itali Heide

Itali Heide

Parece que todo el mundo conoce a alguien (o a muchos alguiens) que ha dado positivo en las pruebas de COVID desde el inicio del año. No es terriblemente sorprendente, teniendo en cuenta que los días festivos estuvieron llenos de familias y amigos pasando tiempo juntos, lo que es todo menos una queja.

Mientras muchos a nuestro alrededor parecen dar positivo a la variante que se cierna sobre nosotros, yo fui una de los desafortunados. Es cierto que pasé tiempo con gente querida durante las fiestas, así que no me sorprendió mucho, pero en cuanto el dolor de cabeza se hizo presente supe que en algo la había regado y que estaría encerrada por un tiempo.

Empezó con un picor de garganta que no me dejaba dormir. Hice varios viajes madrugaderos a la cocina a por té y una medicina para la tos, pensando que era sólo un síntoma de mi insomnio. Después de dar vueltas incómodas en la cama toda la noche, me desperté en la mañana con un dolor de cabeza cegador y dolores corporales que me hicieron darme cuenta inmediatamente de lo que probablemente estaba pasando. Pasé el día con un cansancio inamovible, apenas encontrando fuerzas para arrastrarme hasta el botiquín en busca de algún alivio.

El día se pasó en una niebla cerebral, escuchando el tic toc del reloj y esperando alguna forma de alivio, echando siestas improvisadas y forzándome a comer algo de sopa incluso a pesar de las náuseas. Podía sentir el ataque de la fiebre, convirtiendo mi cuerpo en un campo de batalla para un virus que se apoderaba de cada momento de tranquilidad.

Aunque pasé unos días de profundo malestar, otra parte de mí se sentía agradecida. Agradecida de estar en casa, en mi cómoda cama, con un té caliente en la mano y viendo series todo el día. Agradecida por haberme vacunado, lo que sin duda ha hecho que el virus sea menos peligroso y definitivamente está evitando que los hospitales estén totalmente inundados, a pesar del pico de casos. Agradecida de poder hacerme la prueba y asegurarme de que era COVID para que la gente de mi entorno lo supiera y tomara precauciones.

También traté de mantenerme positiva, a pesar de dar positivo. Aunque la idea de estar encerrada durante dos semanas es, como mínimo, una mega, súper, rete lata, me siento afortunada. Qué suerte tengo de tener un hogar cómodo en el que estar, suerte de poder mantener a mis abuelos y otros abuelos a salvo, suerte de tener unos días libres en el trabajo, suerte de tener gente alrededor que se preocupa por cómo estoy, suerte de que me dejen comida y bocadillos en la puerta, suerte de ser joven y estar sana, limitando los riesgos que supone el virus.

Más que nada, en estos días me he quedado una lección muy importante: no bajar la guardia. Aunque es cierto que no podemos mantenernos encerrados en todo momento, quizás nos hemos permitido olvidar en ocasiones que seguimos viviendo una peligrosa pandemia mundial, que ha cobrado la vida de más de cinco millones de personas en todo el mundo y ha dejado a otras con problemas de salud de por vida.

No se puede esperar que no vivamos la vida, pero debemos estar dolorosamente conscientes de que podemos ayudar al mundo a superar esto tomando todas las precauciones posibles, o empeorarlo pretendiendo que el COVID es cosa del pasado. Debemos vivir, pero también debemos vivir con precaución.

No le deseo el virus a nadie, pero a estas alturas, es inevitable para muchas personas, algo que queda demostrado por el sorprendente aumento de casos que debería preocupar a cualquiera. Sin embargo, deseo que quienes lo contraigan hagan lo correcto: hacerse la prueba, informar a las personas de su entorno de que tiene COVID, cuidarse y monitorearse, aislarse durante el tiempo necesario y volver a aparecer en la sociedad con un estado de ánimo renovado y un enfoque más consciente de la socialización en tiempos positivos. En mi caso, prometo que así será.

Caleb Ordoñez T.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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