Estar despierto en Chihuahua un viernes antes de las 06:00 horas, me habría significado encuadrar en uno de dos supuestos:
a) Venir regresando de mi muy amada tertulia de los jueves y comenzar la faena para emprender la marcha al trabajo, o
b) Haberme caído de la cama después de una (rara) noche completa de sueño para comenzar la faena y emprender la marcha al trabajo.
Como suele suceder, cada uno de estos escenarios estaría enmarcado por una relativa calma en una ciudad que poco atractivo ofrece a sus habitantes, salvo para aquellos chihuahuenses como mi padre y no pocos amigos fieles de esta nueva ola de salud y fitness —usuarios todos de los bellos parques y espacios recreativos en los que se promueve la práctica del deporte—, pero poco para los bohemios burócratas y de profesión que comienzan sus fines de semana con veinticuatro horas de antelación.
Para este selecto sector de la sociedad, rondar por las calles semi-vacantes de la ciudad es también motivo y oportunidad de visita cuasireligiosa a alguno de los parques… o al menos de sus banquetas, para degustar sabrosos manjares callejeros como unas afamadas gorditas que tientan con sus aromas a los habituales de la Ciudad Deportiva o las deliciosa barbacoa que por otra avenida aledaña a esta mecca del deporte chihuahuense suele ocupar madrugadoramente una acera más.
Pues bien, en el Distrito Federal la experiencia no es sustancialmente distinta. Para el capitalino tempranero de ocasión, el trabajador, el deportista consuetudinario o el trasnochado la sinfonía de aromas, manjares y sonidos matinales es siempre similar; variante sólo en cantidad de oferta y el particular volumen de la orquesta que ocupe los espacios designados para el tránsito peatonal circundante al área que se habite. El ensamble omnipresente: la sección de jugos curativos, tacos, tlayudas, tortas y otros virtuosos de la culinaria defeña.
Hoy, justo en punto de las 05:30 horas una sutil línea harmónica, de vigorizante sonoridad hizo las veces de coro de querubines para este cronista: las potentes licuadoras y extractoras de jugos que se ubican en las cercanías, pusieron un cítrico final a mis plácidas tres horas de sueño. Pensé en levantarme a caminar, enamorarme de los aromas de la ciudad. Tal vez, desayunar uno de esos brebajes revitalizantes, tonificantes, desintoxicantes, alcalinizantes. Opté por un café cargado y dos rebanadas de pan integral con mantequilla y una pizca de sal, acompañantes perfectos de el ordenador que recibe estas líneas. Esto obedeció a motivos egoístas e incluso, algo injustos que a continuación detallo. La tremenda belleza que distingue a la Colonia del Valle, con sus parques y jardines (plenos de ardillas y ciudadanos canófilos) se ve opacada solamente por la presencia del delicioso pero informal comercio que se ha adueñado literalmente de cuadras enteras para servir a los comensales de ruta.
No son pocas las quejas de los ciudadanos que le exigen casi a diario al Delegado retire a estos invasores de la vía pública. Los locatarios cuya utilidad diaria se ve mermada por las rentas y los costos fijos de operar un negocio se alzan también en este clamor. Claro, todos disfrutamos del folclor aderezante a unos buenos tacos callejeros —a cualquier hora del día, en esta ciudad— como unos que son mis favoritos y que de las 19:00 a las 06:00 puede uno degustar en lo que de 07:00 a 18:00 es formalmente una refaccionaria y taller mecánico. No estoy hablando del pequeño taller familiar ni de una calle escondida. Este negocio incluso factura a través del restaurante ubicado enfrente, de mismo propietario y se ubica en una principal y concurrida avenida de la Delegación Benito Juárez. Casi cada fin de semana si las circunstancias lo permiten, mi hermano y yo visitamos este lugar para comer ‘los de pastor’ a la par de una o dos micheladas que son también una delicia.
Surge aquí, salivante y paciente lector, mi interrogante del día:
¿Cómo hace un taller mecánico adaptado para operar como restaurante y tener incluso permitida la venta de alcoholes?
No es que quiera yo cuestionar la integridad de los funcionarios públicos ni mucho menos qué tan laxa sea la normativa en la Delegación como para permitir esto. De las cantidades que en los bajos mundos se especula pagan este y otros empresarios mejor ni hablar.
El punto a mano no es el desentrañar el evidente contubernio que existe entre el comercio informal y las autoridades (pasadas o presentes) en la Ciudad de México. Lo lascerante de este jugoso y delicioso tema, es que se lastima la propiedad pública en beneficio de unos cuantos. Sufre también, la propiedad privada puesto en ejemplos tan palpables como los desechos producidos por estos expendios de comidas, de aromáticas tanto como grasosas propiedades. Es por todos palpable que esta situación no es de reciente aparición y sus orígenes se pueden entrelazar con las raíces mismas de la gran Tenochtitlan: «siempre ha existido comercio callejero en nuestra cultura», dicen muchos. Podrían arguir algunos defensores de estos oficios, que es costumbre y trazo idiosincrásico del mexicano y que la costumbre es fuente del derecho por lo que indiscutiblemente estos comerciantes tienen un derecho cuasi-originario a ocupar la vía pública para expender sus mercancías.
Yo difiero.
Aplaudo que los ciudadanos se organicen para tratar de organizar el caos que la vida urbana generalmente representa. Esto se vuelve un standing ovation si es iniciativa secundada, apoyada y practicada por gobiernos sin deudas políticas a las asociaciones de comerciantes informales. Queda claro que soy un fanático de las viandas, pócimas y platillos que la ciudad me ofrece en sus calles, pero mi fanatismo por el orden y la legalidad son aún mayores. Sí, aún cuando esto significara la pérdida (sentidísima) de manjares matutinos como los tacos ubicados fuera del metro Chapultepec.
Podemos adjudicar cualquier cantidad de eufemismos a la práctica del comercio informal o bien, tratar de justificar su existencia con pseudo-teoría económica. La realidad es que no es correcto y que por muy entrañable que nos resulte comer un bocadillo callejero, asociándolo con memorias de la infancia, los efectos secundarios y secuelas del ambulantaje son solventados por todos nosotros.
Dejando al Distrito Federal de lado, me remonto de nuevo en nosstálgica remembranza a mi ciudad natal: Chihuahua. El debate sobre la remoción y reubicación de los comerciantes informales (nótese mi predilección por este adjetivo, puesto que ya de ambulantes poco tienen) enraizados principalmente en el primer cuadro de la ciudad. Muchos acusan de esnob la política asumida por la autoridad municipal y han esgrimido defensas que rayan en lo absurdo para intentar sustentar la intención de permanencia de estos mercaderes en el centro histórico. Personalmente, concuerdo y doy la razón a la administración encabezada por el Alcalde Marco Adán Quezada. No sólo porque en mi óptica el comercio informal abuse de la propiedad pública, sino porque al igual que él, creo en la formación de una mejor ciudadanía.
Decía mi abuelito que “la educación se mama”. Hay qué dar un ejemplo de civilidad y respeto por el espacio público a las generaciones que hoy transcurren su infancia o juventud en la capital del Estado más bonito del país. Y así en toda la nación. La enseñanza que cuesta tanto dar, para identificar que algo no es correcto comienza así. Comprobado está que como humanos aprendemos más en la infancia de las conductas de nuestros pares que de la doctrina. Nuestro cerebro está diseñado para ello. Así entonces, hay qué educar con el ejemplo. Entre los planes de la administración municipal, se ha manejado la ayuda para la reubicación y la capacitación de los comerciantes para la obtención de créditos y su incorporación al mercado formal. Esto también es educar y fomentar el orden, lo que me es más sabroso que un taco callejero, además de claro ejemplo de intención de progreso.
Continúa, breve y fresca la mañana en el Distrito Federal con un viernes que huele a garnacha tempranera. Ya el tráfico comienza a llenar el Eje 7 Sur — Félix Cuevas—, así como Amores y Gabriel Mancera. La marcha de la capital no se detiene y una semana más concluye como tantas otras terminan: con tres de suadero y dos de longaniza.
– Héctor Adolfo Ituarte
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