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Opinión

UN LIBRO PARA MI AMIGO POR FRANCISCO RODRIGUEZ PEREZ

Por Francisco Rodríguez Pérez

“Las existencias vegetativas no tienen biografía”, se afirma en uno de los libros favoritos que tenía mi gran amigo José Socorro Salcido Gómez (†). Precisamente porque el fundador de la Gran Cabalgata Villista, el Precursor de las Jornadas Villistas, el Chihuahuense Distinguido, dejó rastros en las cosas o en los espíritus, por tanto merece que se compendie su existencia en un libro biográfico.

Esa es una tarea en la que recientemente me he embarcado para dejar constancia de la trayectoria del principal promotor del villismo no sólo en Chihuahua, sino en México y en el mundo.

Expongo esta propuesta en el contexto del Segundo Aniversario del nombramiento como Chihuahuense Distinguido, el 14 de noviembre, cuando en Cuchillo Parado sean colocadas las LETRAS DE ORO en honor del Licenciado José Socorro Salcido, vehemente defensor de Chihuahua como “Cuna de la Revolución”, precisamente por la acción de Toribio Ortega y el grupo de coyamenses que se adelantaron a las indicaciones de Francisco I. Madero.

Creo que un libro, pues, será una forma digna de conmemorar la productiva existencia de este entrañable personaje que pasará a la historia ligado al villismo.

El catedrático, escritor y crítico bonaerense José Ingenieros (1877-1925), escribió el notable libro “El hombre  mediocre”, obra en la que reprodujo sus lecciones orales sobre la psicología del carácter como maestro en la Facultad de Filosofía del curso de 1910. Esta era una de las obras preferidas de Don José Socorro, el Senador, el Coronel como yo lo trataba siempre.

Ofreceré enseguida un fragmento acerca de la versión escolar sobre la personalidad ofrecida por José Ingenieros. Espero que sirva al usufructo intelectual de mis lectores.

“La personalidad individual comienza en el punto preciso donde cada uno se diferencia de los demás. Por ese motivo, al clasificar los caracteres humanos ha habido necesidad de separar a los que carecen de rasgos característicos: productos adventicios de medio, de las circunstancias, de la educación, de las personas que los tutelan, de las cosas que los rodean. ‘Indiferentes’ ha llamado Ribot a los que viven sin que se advierta su existencia. La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen voz, sino eco. No hay líneas definidas ni en su propia sombra, que es apenas una penumbra.

“Aunque los hombres carecemos de misión trascendente sobre la tierra, viviendo tan naturalmente como la rosa y el gusano, nuestra vida no es digna de ser vivida sino cuando la ennoblece algún ideal. Las existencias vegetativas no tienen biografía: en la historia de su sociedad sólo vive el que deja rastros en las cosas o en los espíritus. La vida vale por las obras que realizamos. La medida social del hombre está en la utilidad y duración de sus obras. La inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivir en el curso de los siglos.

“Muchos nacen; pocos viven. Sin personalidad, se moldean como cera fundida en el cuño social.”

La vida de José Socorro Salcido vale por las diversas obras que realizó.  La de él fue una vida digna de ser vivida porque la cruzó con el ideal villista; porque trajo esos ideales en las alforjas, porque hasta el último día de su existencia supo preocuparse de sus grandes ideales.

“Los idealistas somos una raza aparte” solía decir.

Sostenía, también, que la personalidad se forja en los primeros años de la vida de las personas, por eso la de él se fraguó en el almacén de su papá en medio de las pláticas y las discusiones que, a favor o en contra, tenían a Pancho Villa y al Villismo como protagonistas.

En fin, son muchas las cosas que hay que decir acerca de mi gran amigo.

Por eso, en el marco del Homenaje In Memoriam, les reitero la esperanza de que pronto pueda ofrecerles la presentación de la obra “Una vida dedicada al villismo. José Socorro Salcido Gómez”.

Espero también que esta obra pueda ser publicada a corto o mediano plazos y que no vaya a resultar como con “Práxedis G. Guerrero.Antología del Benemérito del Estado de Chihuahua”, que prometió el Ichicult desde hace cinco años y que todavía no es capaz de hacerlo realidad.

En fin, seguiré trabajando en la producción de un libro para quien fuera mi gran amigo, mi hermano, de quien aprendí que en la vida hay que pasar dejando huellas, jamás cicatrices. ¡Hasta siempre”.

Reportero:  Redacción 1

 

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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