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Opinión

Un milagro millonario para AMLO. Por Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez T.

Con profunda devoción, la cabeza del presidente se suele inclinar ante la oración de un tercero. Ya sea que interceda por él un evangélico, un chamán o le dé la bendición un padre católico. Andrés Manuel no esconde su espiritualidad.

La fe o religiosidad del Ejecutivo ha sido un tema trascendente en el debate nacional. Cómo olvidar esa postal histórica cuando le mostró al país cuál era su defensa contra el amenazante coronavirus; era apenas el 18 de marzo de este fatídico año, cuando López Obrador levantaba sus amuletos de la suerte, un par de imágenes impresas del “corazón de Jesús”, un par de “escudos protectores”, como los llama. Esos talismanes, les llama los “detentes” y los guarda celosamente en su cartera.

Pero el devoto no es propiedad de la religión católica, con un ánimo ecuménico, también dijo tener fetiches no sólo católicos, sino también de la religión evangélica y de librepensadores, los cuales aseguró son sus “guardaespaldas”.

López Obrador cumplió dos años al frente del gobierno que ha titulado de la “cuarta transformación”. Tendríamos que invertir miles de palabras, suficientes para redactar libros completos y así hacer un recuento de sus claroscuros al frente de la Presidencia.

Sin embargo, lamentablemente, pareciera que sus amuletos no le han traído la suerte que él y sus seguidores hubieran querido.

Entre la adoración y el oprobio

No hay día que el presidente no polemice un tema, buscando posicionarlo en la discusión social.

Para hacer un análisis mas o menos equilibrado, sin filias y fobias, se requiere ponerse en los zapatos de aquellos que lo defienden a capa y espada, al punto del amor ciego y fiel. Luego, tendríamos que ponernos, en la piel de aquellos que le critican y que rayan en el odio. Ambos lados tienen sus porqués.

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Opinión

KAFKIANO. Por Raúl Saucedo

ECOS DOMINICALES

En el laberinto de la política contemporánea, a menudo podríamos considerar  que nos encontramos deambulando por pasillos de las obras de Franz Kafka. Esa sensación de absurdo, opresión y burocracia incomprensible que caracterizan lo «Kafkiano» no es exclusiva de la ficción; es una realidad palpable en el día a día de millones de ciudadanos alrededor del mundo.

A nivel global, la política parece haberse transformado en un sistema gigantesco, deshumanizado y a menudo ilógico. Las decisiones se toman en esferas lejanas, por personajes que parecen habitar otro universo, mientras que las consecuencias recaen directamente sobre los ciudadanos de a pie. ¿Cuántas veces hemos visto acuerdos internacionales o normativas supranacionales que, a pesar de sus buenas intenciones, terminan generando más confusión y restricciones que soluciones? Es la burocracia global, un monstruo de muchas cabezas que opera bajo sus propias reglas, ajeno a las realidades individuales. Los ciudadanos se sienten como los personajes de Kafka, constantemente a la espera de un veredicto o una explicación que nunca llega, o que llega demasiado tarde y de forma incomprensible.

En América Latina, la esencia Kafkiana de la política se magnifica. La historia de la región está plagada de sistemas que parecen laberintos, donde los procesos se estancan por años, las acusaciones no tienen fundamento claro y la justicia parece un privilegio, no un derecho. La corrupción es otro elemento profundamente Kafkiano: actos inexplicables de desvío de recursos o favores políticos que operan en las sombras, imposibles de rastrear o de exigir responsabilidades. Los ciudadanos se enfrentan a un estado omnipresente pero ineficiente, que promete soluciones pero solo entrega más papeleo y trámites sin fin. Las promesas electorales se desvanecen en el aire como niebla, dejando un rastro de desilusión y cinismo. La sensación de desamparo es palpable, pues la maquinaria política y administrativa, en lugar de servir, parece diseñada para agobiar y confundir.

Existen países que para interactuar con dependencias gubernamentales puede ser una auténtica Odisea Kafkiana. Solicitar un permiso, registrar una propiedad o incluso tramitar una simple credencial puede convertirse en una misión imposible, llena de requisitos ambiguos, ventanillas equivocadas y funcionarios que ofrecen respuestas contradictorias. La burocracia, en muchos casos, no solo es lenta, sino que parece tener una lógica interna ajena a la razón, diseñada para agotar la paciencia del ciudadano. A esto se suma la impunidad, un fenómeno profundamente Kafkiano, donde crímenes y actos de corrupción permanecen sin castigo, generando una sensación de injusticia y resignación. Las narrativas oficiales a menudo carecen de la transparencia necesaria, dejando a la población en un estado de perpetua incertidumbre y desconfianza, buscando desesperadamente una explicación que nunca llega, o que es inaceptable.

En este panorama, la política se percibe como un ente ajeno, una fuerza opresiva que opera bajo un código indescifrable. Para muchos, participar activamente se siente como un esfuerzo en vano contra un sistema que parece inmune al cambio. La resignación es un peligro real, y la apatía se convierte en una respuesta lógica a la frustración persistente.

Sin embargo, como en las obras de Kafka, donde los protagonistas, a pesar de su desorientación, siguen buscando una salida o una explicación, nuestra sociedad no debe rendirse. Entender la naturaleza Kafkiana de nuestra política es el primer paso para exigir transparencia, simplificación y, sobre todo, una humanización de los sistemas que nos rigen. Solo así podremos, quizás, encontrar la puerta de salida de este interminable laberinto.

Esta reflexión viene de mensajes en grupos, cafés en mesas y observaciones del pasado domingo, donde lo kafkiano quizá no es la situación, si no nosotros mismos.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

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