Revista
Un pedófilo la raptó, la sometió durante 18 años y tuvieron dos hijas: la terrorífica historia del secuestro más largo de los Estados Unidos
Terry y Carl Probyn deseaban una vida más tranquila para sus hijas, con menos exposición a la violencia y con más seguridad en las calles. Fue así como, en septiembre de 1990, dejaron Arcadia, una ciudad ubicada en las cercanías de Los Ángeles, en California, Estados Unidos, y se mudaron a un plácido pueblo rural llamado Meyer, al sur de Lake Tahoe. En ese entorno apacible creían que iban a encontrar la felicidad. Por otro lado, era el momento ideal del año para hacerlo porque Jaycee, que tenía 10 años, empezaría quinto grado allí.
La tranquilidad les duró nueve meses.
Viaje al infierno
Jaycee Lee Dugard nació el 3 de mayo de 1980 y era hija biológica de la pareja anterior de Terry, Ken Slayton, de quien se separó en 1979 después de una brevísima relación. Terry nunca le dijo a Ken que estaba embarazada.
Jaycee creció siendo muy tímida y apegada a su madre. Tenía una gran sonrisa que desnudaba unos simpáticos incisivos superiores separados y una cara angelical repleta de pecas, enmarcada por una cascada de pelo dorado.
Pasado un tiempo, Terry se casó con Carl Probyn con quien, en 1990, tuvo otra hija: Shayna. Convertidos en una familia de cuatro empezaron a fantasear con vivir en un sitio más amigable y terminaron por desembarcar en el idílico poblado de Meyer.
El lunes 10 de junio de 1991, Terry Dugard, que trabajaba en una imprenta, se fue temprano y apurada. Se le hacía tarde y olvidó darle a su hija mayor el clásico beso de todas las mañanas.
Jaycee salió un poco después. Tenía que caminar hasta donde la recogería el colectivo escolar. Llevaba puesto su equipo de ropa favorito, en tonos rosados. Cerró la puerta y comenzó a subir la cuesta en dirección contraria al tráfico, como le había enseñado por seguridad su madre, para llegar a la parada.
Su perfecto mundo infantil se esfumaría en un par de segundos. Un auto gris, con una pareja dentro, aminoró su marcha y se le acercó. Ella creyó que estaban perdidos y que querían pedirle indicaciones. Se arrimó a la ventanilla. El hombre bajó el vidrio y, cuando Jaycee estuvo lo suficientemente cerca, sacó velozmente sus manos por la ventana y le disparó con una pistola paralizante. La descarga eléctrica la dejó aturdida. Jaycee tambaleó hacia unos pinos y cayó sobre las piñas. No entendía lo que estaba pasando y se hizo pis encima. Lo último que recuerda es que una de esas piñas se le incrustaba contra el cuerpo. Rápidamente la pareja la subió al asiento trasero del auto y la mujer se quedó atrás para ocuparse de mantenerla contra el piso. El hombre se ubicó frente al volante y se marcharon.
Carl Probyn, que estaba monitoreando a Jaycee desde la ventana del garaje, fue testigo del hecho. A la distancia vio a dos personas en un auto de mediano, posiblemente un Mercury Monarch, que se acercaron a Jaycee y llegó a ver que una mujer bajaba y la subía al vehículo que luego salió disparado haciendo un giro en U. Todo ocurrió muy cerca de la parada de ómnibus y ante la mirada atónita de otros chicos. Carl no lo pensó: se subió a su bicicleta e intentó perseguir al auto. Pedaleó con fuerza, pero le fue imposible alcanzarlo.
Cuando los pedófilos no son monitoreados
Apenas comenzada la investigación, como Jaycee no era muy cercana afectivamente a su padrastro, la policía puso a Carl Probyn en la mira. En la lista estaba, también, aquel padre biológico, Ken Slayton, quien no la había siquiera conocido. Probyn pasó todos los detectores de mentiras que le pusieron delante y Slayton rápidamente quedó descartado. A pesar de que la escena había sido presenciada por varios compañeros de Jaycee, que la policía tenía el modelo de auto y conocían con detalle la ropa que llevaba puesta la víctima, estaban con las manos vacías. No sabían por dónde empezar.
Se imprimieron carteles con la cara de la pequeña y la ciudad se llenó de cintas rosas, el color favorito de Jaycee. Sin embargo, el caso parecía estancado.
No intuían que el verdadero responsable estaba a poco más de dos horas de distancia y tenía frondosos antecedentes policiales por violación y secuestro. Las autoridades no fueron lo suficientemente agresivas con sus pesquisas.
En 1972, Phillip Greg Garrido (nacido en 1951) con solo 21 años abusó de una chica de 14. Tuvo la suerte de que la menor, muy asustada, no quisiera declarar en el juicio y terminó absuelto. Al año siguiente, Garrido se casó con Christine Murphy, una amiga de la universidad. Todo terminó cuando ella lo acusó de maltratarla. La mujer contó que cuando le planteó el divorcio, él optó por mantenerla secuestrada.
Sus agresiones continuaron. En 1976 se lo detuvo por el secuestro y violación de Katherine Callaway, una joven de 25 años que paró a recogerlo cuando él hacía dedo en la ruta. La obligó a dirigirse hasta un depósito en Reno, Nevada. En un galpón abandonado la violó durante ocho horas. Un oficial de policía notó el auto estacionado afuera del depósito y le llamó la atención ver que el candado de la puerta estaba roto. Bajó de su móvil y golpeó el portón. Le abrió, sorprendido, Phillip Garrido. Katherine reaccionó con rapidez y gritó desesperada pidiendo ayuda.
Garrido fue detenido.
En 1976 la corte ordenó su evaluación psiquiátrica. Fue diagnosticado con “conducta sexual desviada y adicción a las drogas”. En la corte Garrido reconoció que solía ir a la puerta de colegios primarios y secundarios para masturbarse en su auto mientras miraba a las chicas llegar o salir de los establecimientos educativos.
En 1977 fue declarado culpable y enviado a la cárcel de Leavenworth, en Kansas. Su sentencia fue a 50 años, pero cumpliría menos de un cuarto de la condena. En la cárcel conoció a Nancy Bocanegra, que era la sobrina de otro convicto. En una de las visitas de Nancy a su tío terminaron coqueteando y poniéndose de novios. Se casaron el 5 de octubre de 1981 en la misma prisión.
El 22 de enero de 1988 Phillip Garrido obtuvo la libertad provisional, mucho antes de lo que debería, y se le permitió vivir en la casa de su madre que padecía demencia senil. Se instaló en Antioch, en el área de San Francisco. Supuestamente era monitoreado con una tobillera con GPS y los oficiales tenían que pasar a verlo periódicamente.
Esa liberación anticipada y la falta de controles fueron responsables directos de lo que ocurriría con Jaycee.
Cuando tuvo lugar el secuestro, ningún detective puso a Phillip y a Nancy dentro de su radar. A pesar del auto, la descripción de los testigos y de que el convicto tenía un denso legajo de pedofilia.
Una pareja de pesadilla
Phillip Garrido era adicto a las metanfetaminas y era un fanático religioso que padecía delirios. Aseguraba ser “el elegido” para escuchar las voces de dioses y demonios en el mundo y proclamaba que salvaría al planeta. Al mismo tiempo, era un peligroso pederasta. Algunas de estas características eran sabidas por los psiquiatras de la prisión que lo habían medicado.
Nancy, también tenía sus perversiones y solo quería satisfacer a su marido. Era su amante y su cómplice. Lo ayudaba a acercarse a las víctimas. Iban a los parques donde Phillip tocaba la guitarra y Nancy simulaba filmarlo, pero lo que hacía en realidad era grabar a los niños de la zona para que él se deleitara después.
Según los psiquiatras que participaron de la investigación, Jaycee habría sido un “regalo” de Nancy a su esposo. El día del secuestro fue ella quien mantuvo a la niña sometida en el piso del coche. Jaycee se despertaba y volvía a caer en la inconsciencia. En esos momentos en los que estuvo despierta lo escuchó reírse y jactarse de lo que habían hecho. El viaje en auto hasta la casa de Phillip Garrido (40 años en ese entonces) en Antioch, a 240 kilómetros de allí, duró casi tres horas. Jaycee habló solo una vez: dijo que sus padres no tenían dinero para pagar un rescate.
Cuando llegaron al lugar Garrido la hizo bajar y caminar. Jaycee sintió el pasto bajo sus pies. Garrido le tiró una manta sobre la cabeza, no quería que nadie la viera. Una vez dentro fue obligada a desnudarse (Jaycee logró esconder un anillo con la forma de una mariposa que mantuvo con ella los 18 años que duró su cautiverio). Phillip le preguntó si había visto alguna vez a algún hombre desnudo y le mostró su pene. Insistió que lo sujetara con su mano. Luego, la obligó a ducharse con él.
Así, con la pequeña víctima esposada, empezaron los abusos. En la primera violación él le dijo que sería rápido y que iba a ser mejor que no se resistiera, sino se pondría agresivo. “Me abre las piernas con fuerza… siento como que me va a dividir en dos de tanto estirarme. Creo que eso me va a perforar el estómago…”, relató la víctima años después en sus memorias.
Phillip le advirtió que no gritara y que escapar no le serviría de nada porque afuera había varios perros Doberman, muy feroces, que la atacarían si lo intentaba.
Jaycee fue confinada en un espacio insonorizado, en el jardín trasero de la casa de los Garrido, donde había galpones, contenedores y un par de carpas. Ese primer día Jaycee sintió como Garrido cerró primero una puerta con llave y, luego, otra más. Intentó no llorar porque esposada no podría secarse las lágrimas. A lo lejos, escuchó un tren y pasar aviones. Se sentía tremendamente sola.
Durante toda la primera semana estuvo esposada. Phillip Garrido, su único contacto, la trasladó días después a una habitación con una cama y la esposó a los barrotes de la cabecera. Luego, le llevó una televisión, pero solo podía ver el canal QVC que no pasaba noticias.
Phillip Garrido se presentaba con frecuencia para violarla y contarle disparatadas historias. También le llevaba comida rápida y milkshakes. Dependía de él incluso para ir al baño… que no era un baño precisamente sino un balde. Tampoco tenía cepillo de dientes ni de pelo.
Jaycee desconocía lo que era un abuso sexual. Jamás había escuchado hablar del tema. Ahora su vida se había convertido en violaciones, abusos, amenazas y pedidos de disculpas. Era su nueva y espantosa existencia. ¡Y no sospechaba lo larga que resultaría! Jaycee estaba sumida en una profunda confusión. A tal punto que, en un momento, comenzó a pensar que ya nadie se acordaba de ella y que su familia había dejado de buscarla. Ese pensamiento la angustió de una manera terrible.
Vivir en cautiverio
Un tiempo después Garrido la mudó a un espacio más grande. Le decía que los demonios y ángeles lo dejaban tenerla y que ella debía ayudarlo con sus problemas sexuales porque la sociedad lo había ignorado. Le explicó que, si ella lo hacía, él no tendría que buscar a otras chicas. Jaycee estaba así salvando a esas jóvenes desconocidas. Hoy, está convencida de que fue realmente así.
Garrido tomaba anfetaminas y obligaba a Jaycee a maquillarse y a vestirse como una prostituta. Era una esclava sexual. También la obligaba a mirar revistas y películas pornográficas y le pedía que escuchara las voces que, él decía, salían de las paredes. Para que ella no intentara ninguna tontería, él solía dejar a la vista la pistola paralizante. Cuando se enojaba la amenazaba. Le gritaba que la vendería a una gente que la iba a poner dentro de una caja. Eso la aterraba. Pero luego Garrido le pedía perdón.
El escenario era enloquecedor para una chica que solo tenía 11 años y que había vivido protegida por su familia hasta el día del secuestro. Jaycee, encerrada, devoraba televisión. En el programa ¿Quién es el jefe?, descubrió a la actriz Alyssa Milano. Decidió tomar su nombre porque sus captores no le permitían usar el suyo. De ahora en más sería Alyssa.
Otra de sus series favoritas era La doctora Quinn, protagonizada por Jane Seymour. Irónicamente, fue gracias a esa serie que aprendió cómo eran los partos y la crianza de los bebés. Serían lecciones vitales para la próxima etapa de su vida.
Parir a solas
El 3 de abril de 1994, Domingo de Pascua, los Garrido le dieron por primera vez a Jaycee comida elaborada y le permitieron ver otros canales de televisión. Fue como una ceremonia para informarle que estaba embarazada. Con 13 años tenía un embarazo de cuatro meses y medio. Poco tiempo antes, Jaycee había entendido mirando televisión que el sexo y la concepción estaban interrelacionados.
Tuvo a su primera hija sin ayuda de nadie y con el único conocimiento que le había proporcionado la pantalla chica. El 18 de agosto de 1994, con 14 años entró en trabajo de parto. Fueron horas y horas de dolor. Cuando las cosas se complicaron, apareció Garrido que introdujo su mano y se las ingenió para desenrollar el cordón del cuello de la bebé en camino. Finalmente, nació y Jaycee la llamó Ángel. Por primera vez en su nueva vida, Jaycee no se sintió sola. “Era mía”, dijo llorando, en 2011, a la famosa periodista Diane Sawyer que la entrevistaba para su programa de la cadena ABC, “Sentí que, a partir de entonces, no volvería a estar sola nunca más”. La obligación de cuidar de otra persona fue lo que la mantuvo estable emocionalmente. Según Jaycee, Phillip Garrido le prometió que no le haría daño a la bebé.
Tres años después, el 13 de noviembre de 1997, nació su segunda hija a la que le puso de nombre Starlet. “En ocasiones pensaba que mientras estuviera yo allí, otras niñas estarían a salvo de los abusos de Garrido”, le manifestó a Sawyer.
Nancy, la celosa manipuladora; Phillip el carcelero confiado
Durante un tiempo del cautiverio de Jaycee, Phillip Garrido volvió a prisión por haber transgredido su libertad condicional consumiendo drogas. Nancy quedó a cargo de Jaycee, pero al mismo tiempo sentía horribles celos de la joven que le había dado dos hijas a su marido.
A la perversa mente de Phillip Garrido se le ocurrió algo para calmar los celos de Nancy: que Jaycee la llamara mamá y que Angel y Starlet pasaran, también, como hijas del matrimonio. Serían, entonces, una pareja con tres hijas. Nancy compró la idea feliz. Jaycee intentaba caerle bien a Nancy, sabía que si no las cosas se pondrían más difíciles. A Diane Sawyer le dijo en una de los reportajes que Nancy “era tan manipuladora como él, decía que deseaba haber tenido dolor de cabeza el día que él me secuestró… ella sabía todo. Era tan mala como él. Eran mentes perversas”.
Mientras estuvo secuestrada Jaycee jamás fue a un médico o a un dentista. Sus hijas tampoco. Y nunca, desde el secuestro, le habían permitido estar en el jardín al sol. Pero desde el nacimiento de las pequeñas Phillip suavizó un poco la reclusión de Jaycee. Abusó menos de ella, techó el patio trasero de la casa, construyó cercos más altos para que los vecinos no pudieran verlas desde la calle y les permitió que pasearan por allí. Pisar el pasto y estar al sol fue maravilloso. Entre los restos de basura de ese espacio trasero de la vivienda, logró plantar algunas flores y plantas. Eso le dio paz. También empezó a enseñarles a sus hijas a leer y escribir, como podía con sus pocos conocimientos. Ella misma se dispuso a escribir un diario que escondía de su captor.
Phillip se sentía seguro con la cárcel que había creado para “su familia”. Con el paso del tiempo adquiría más y más confianza. Incluso empezó a organizar paseos familiares fuera de la casa. Phillip estaba convencido de que ya nadie podría reconocer a Jaycee, ya no se parecía en nada a esa foto tan difundida. Además, el régimen de miedo instalado había sido eficaz.
Cuando Phillip abrió un pequeño negocio de imprenta y fotocopias decidió que fuera Jaycee quien se encargara del diseño gráfico de las tarjetas y de las invitaciones de casamiento. Le puso una línea de teléfono, Internet y una computadora para atender a los clientes.
Jaycee recordaría de esos tiempos: “Estaba a un click de localizar a mi madre”, pero no tenía la valentía para hacerlo. El temor que la joven sentía era mucho más poderoso que unos barrotes.
Un trío raro y una confesión
El lunes 24 de agosto de 2009, Phillip Garrido con sus hijas, Ángel y Starlet, se dirigió al campus de la Universidad de California, en Berkeley. Iban a repartir folletos con mensajes religiosos. Garrido le dijo a la gerente para eventos especiales de la universidad, Lisa Campbell, que tenía la intención de hacer una actividad en el campus que se llamaría “El deseo de Dios”. En su delirio grandilocuente le dijo que sería algo muy grande y que el gobierno iba a estar involucrado. Como su comportamiento parecía errático y las chicas demasiado sumisas y ariscas, Lisa decidió seguirle la corriente. Apuntó su nombre y le pidió que volviera al día siguiente a las dos de la tarde. Lo trató muy bien porque deseaba con concurriera a la cita.
Cuando Garrido se fue con las chicas, Lisa llamó a la policía del campus Ally Jacobs. Jacobs mandó a averiguar sobre este hombre y todo saltó enseguida: Garrido era un abusador infantil que estaba en libertad provisional. Las alarmas que se le habían disparado a Lisa habían sido acertadas.
Al día siguiente, 25 de agosto, el trío apareció a la hora concertada. Esta vez Lisa estaba con Ally. Las pequeñas llamaban la atención por su extrema palidez. Era como si no hubiesen estado expuestas a la luz solar con regularidad.
“La de 15 años se paró de una manera muy peculiar, con sus manos al frente y mirando hacia arriba. La menor, de 11 años, me miraba fijo con sus ojos azules, parecía estar indagando mi alma. Era perturbador”, confesó Ally sobre lo que sintió ese día. Su intuición de policía se unió a su intuición materna: había algo que no estaba bien.
Tratando de no despertar la atención de Garrido comenzaron a preguntarle cosas superficiales a las chicas… ¿A qué colegio iban? ¿En qué grado estaban? Ellas murmuraban respuestas. Una dijo que eran educadas en su casa. Cuando a la menor le preguntaron por un golpe que tenía sobre un ojo, ella respondió que era una marca de nacimiento. Las mujeres adultas se quedaron heladas.
Garrido, mientras tanto, seguía con su cháchara desorganizada. Les ofreció un libro que había escrito titulado La revelación sobre el origen de la esquizofrenia. Y, voluntariamente, dijo que 33 años atrás había sido un violador y secuestrador, pero que ahora estaba trabajando para Dios. Todo era disparatado. Se notaba que las chicas temían decir algo que disgustara a su padre. Al rato, se fueron.
Ally Jacobs se quedó intranquila y llamó al encargado de la libertad condicional de Garrido. Le contó que él se movía con dos menores de edad que aseguraba eran sus hijas. El oficial encargado de monitorearlo dijo que Garrido no tenía hijos. ¿Quién estaba equivocado?
La llamada de Ally Jacobs impulsó que se movieran con rapidez. La policía lo citó a la comisaría para el día siguiente. Phillip Garrido no se preocupó demasiado. Sentía que tenía todo bajo control. Fue con Nancy, Jaycee, Angel y Starlet.
Los agentes les fueron preguntando sus nombres. Curiosamente el mismo Garrido fue quien habló del secuestro de una menor. Los policías desconcertados empezaron a hablar con cada una de ellas. Cuando le tocó el turno a Jaycee, ella no manifestó como siempre llamarse Alyssa sino que dijo su verdadero nombre. Confundidos los policías se lo volvieron a preguntar, pero ella no pudo repetirlo. Pidió papel y lápiz y escribió: Jaycee Dugard.
A lo largo de los años, los agentes de control penitenciario habían visitado la casa de Garrido ¡sesenta veces!, pero jamás la habían registrado. Tampoco habían mirado su jardín trasero, su galpón o las carpas que allí tenía. A pesar de que, en 2006, había existido una denuncia al 911 de unos vecinos que aseguraban haber visto chicas que no eran de la familia en ese jardín.
De haber sido medianamente eficientes los agentes habrían encontrado a Jaycee mucho años antes. Pero eso no ocurrió. Fueron completamente ingenuos con un hombre que había demostrado ser un temible depredador.
Reaparecer… un día cualquiera
Su familia, a pesar de las fantasías de Jaycee que creía que habían dejado de buscarla, jamás bajó los brazos. Hicieron camisetas y buzos con su cara, imprimieron sellos de correo, grabaron cientos de cassettes con su canción preferida interpretada por el grupo Perfect Circle. Querían mantener el recuerdo vivo de Jaycee entre la gente para presionar a las autoridades a seguir buscándola.
Terry juntaba dinero para pagar a investigadores privados y llegó a distribuir hasta un millón de carteles a lo largo del país. Desde que su hija desapareció vivía en permanente angustia y sobresaltada por el sonido del teléfono. Temía tanto recibir una mala noticia como las bromas crueles o las continuas decepciones.
El miércoles 26 de agosto de 2009 sonó el teléfono una vez más en su casa. Cuando escuchó la voz del otro lado de la línea, enojada le respondió: “No es gracioso. No me hagas esto”. La voz de una mujer repitió: “Mamá, soy yo, Jaycee”.
Era cierto. Jaycee con 29 años había reaparecido, había sido encontrada por la policía de Concord, California. Estaba sana y tenía dos hijas.
¡Su hija estaba viva y ahora tenía dos nietas! Era un milagro. El reencuentro fue íntimo y muy cuidado en un hotel de San Francisco. Terry fue con Shayna, su hija menor, y con su hermana Tina; Jaycee acudió con sus dos hijas. Terry llevó un peine. Quería repetir aquel ritual que se había quebrado en el año 1991 cuando Jaycee tenía 11 años. Se abrazaron, se besaron y hablaron mucho.
Mientras ocurría ese maravilloso encuentro, en la casa de Garrido, ubicada en el número 1554 de la avenida Walnut de Antioch, se halló el auto que encajaba perfectamente con el descripto aquel día del secuestro.
La tía de Jaycee, Tina, reveló al medio Register después de pasar cinco días con ellas: “Reímos y lloramos juntas. También pasamos mucho tiempo sentadas, tranquilas, disfrutando la compañía de unas y otras”. Por su lado, Carl Probyn reconoció que había vivido un infierno por las sospechas que habían pesado sobre él.
Jaycee salió de su cautiverio dispuesta a cumplir todos sus sueños: conocer las pirámides de Belice, volar en globo, nadar con delfines, aprender a navegar un velero, andar a caballo, dar una vuelta en tren… Además, asistió a conciertos de Lady Gaga y Beyoncé y su hermana, Shayna Probyn, le enseñó a manejar. También creó la organización JAYC Foundation para ayudar a otros chicos a superar traumas severos.
Empezar una nueva vida fue maravilloso, pero también fue una tarea en extremo difícil. Poco a poco, Jaycee empezó a construir nuevos cimientos para ella y sus hijas.
Condena, catarsis y juicio millonario
La pareja conformada por Phillip (en ese momento con 60 años) y Nancy (56) fue acusada de secuestro y violación y se les imputaron 29 cargos. Quedaron detenidos sin posibilidad de ninguna fianza. El 2 de junio de 2011 Phillip Garrido fue sentenciado a 431 años de prisión; Nancy a 36 años. La comisaría del pueblo de California quedó expuesta ante la opinión pública por su pésimo desempeño.
Al cumplirse la primera década de su liberación, en 2019, Jaycee dijo que su objetivo era criar a sus hijas sin caer en la sobreprotección: “No les quiero inculcar temor hacia los otros o que les pueda suceder algo malo”. Las chicas crecieron pensando que Nancy y Phillip eran sus padres. Cuando Phillip fue preso se desesperaron. Que supieran la verdad a fondo fue un desafío.
Jaycee sabe que sus hijas podrían un día querer visitar a su padre, aunque espera que eso no suceda, asegura que respetará la decisión que tomen. También afirma no sentir odio contra Garrido. Su madre Terry, todo lo contrario, declaró: “Tranquila, yo tengo odio suficiente para las dos”.
En 2010, Jaycee le hizo juicio al estado de California y fue compensada por el mal desempeño de las autoridades con 20 millones de dólares. La catarsis de Jaycee incluyó un libro editado en 2011 al que tituló Una vida robada y otro, en 2016, que se llamó Libertad.
La traición de las autoridades
El primer error de la policía fue no conectar el caso de Jaycee Lee Dugard con el secuestro de Katherine Callaway, que ocurrió también al sur de Lake Tahoe, en 1976. Otra negligencia fue no haber prestado atención a la denuncia de los vecinos en 2006. Mandaron un policía que habló con Garrido, frente a la casa, durante 30 minutos y se fue sin revisar nada. Para colmo el reporte que hizo el agente de libertad condicional reconocía que había visto a una chica de 12 años en la casa, pero había aceptado la explicación de Garrido de que era la hija de un hermano suyo. Nadie verificó nada. Solo con llamar al hermano de Garrido hubieran sabido que no tenía hijos.
Hoy Jaycee tiene 41 años. Ya no es la chica ingenua de esa foto en la que pedían por su aparición. Porque durante 18 años fue abusada de manera brutal, anulada, le fue negada su identidad, parió a solas dos hijas y se convirtió en una mujer adulta.
En una de sus entrevistas con Diane Sawyer dijo que siempre pensó que tenía que sobrevivir y sostuvo, positiva: “Hay vida después de algo tan trágico”. Pero lo que no podrá imaginar jamás es la otra vida, aquella que le fue arrebatada.
Nunca sabrá cómo habría sido.
Revista
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