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Opinión

¿Valió la pena que nos valiera? Por Itali Heide

Itali Heide

Tras el preocupante pico de casos y la creciente ocupación hospitalaria en el estado de Chihuahua, el semáforo estatal regresó a rojo. Mientras que el estado se prepara para recibir el apoyo del Gobierno Federal con el fin de aumentar la capacidad hospitalaria, los chihuahuenses anticipan el regreso de restricciones. Ante estas circunstancias, oí a alguien decir: «¿Nosotros qué hicimos para merecer el semáforo rojo? Salió de la nada.»

De la nada, salen nada más 20 pesos olvidados en un pantalón, los mensajes de UNOTV.COM y el ocasional moretón misterioso. Ante el inevitable rebrote de COVID-19, cargamos una obligación enorme: asumir nuestra responsabilidad colectiva e individual de cuidarnos más. No sólo debemos tomar la decisión consciente de darle importancia al tema, sino también analizar las decisiones del día a día para poder implementar rutinas que nos ayuden a cuidarnos todos.

Desde el inicio de la pandemia, 1,805 personas han muerto a causa de coronavirus en Chihuahua.

En los hospitales, la saturación en camas generales alcanzó 75% y el uso de ventiladores subió a 63%. Al cruce de la puerta, vemos hospitales llenos al tope, lágrimas derramadas por la pérdida de un negocio y familias en duelo con huecos irremplazables.

De los 25 hospitales tratando a pacientes de COVID en Chihuahua, 18 se encuentran por arriba del 50% de ocupación. (Imagen: Cuartoscuro)

¿Valió la pena que nos valiera? El duelo de Chihuahua cuelga en el aire, el dolor de quienes no pudieron despedirse se siente palpable en los espacios donde la pandemia ha hecho de las suyas. No es culpa de alguien en particular. Quizás sea inercia, un valor adquirido generacional, o simplemente una costumbre nuestra tendencia al exceso.

No se trata de que si vimos o no a un amigo, tomamos un café, una cerveza, fuimos al gimnasio o volvimos a cenar en un restaurante. No podemos cegarnos ante la realidad: el peor de los casos es el semáforo rojo. La crisis económica ha golpeado duramente a familias mexicanas, y las nuevas restricciones podrían significar que se queden sin comida, hogar, seguridad o salud. Necesitamos mantener los números bajos para proteger el patrimonio de quienes se encuentran en riesgo de perderlo todo.

El incremento de defunciones se mantiene con un 5%, con la gran mayoría de las muertes registradas en Chihuahua, indicó el director de Epidemiología José Luis Alomía. (Imagen: Reporte Indigo)

Fiestas excesivas, eventos clandestinos, salidas desmesuradas, el olvido de las medidas sanitarias, ¿a cambio de qué? De una situación que nos ruega cambiar. Nos dejamos llevar por el anhelo de regresar a una realidad que ya no existe, difuminando las líneas entre la libertad y el libertinaje. México confió en nosotros. ‘Es que no podemos cerrar todo’, dijimos, ‘la gente tiene que comer’. Con tal de salvar la economía de los chihuahuenses, se tomó el riesgo. ¿Y saben qué? Demasiados recurrimos al valemadrismo.

Si le preguntaras a cualquier mexicano los valores que construyen la identidad de su cultura, probablemente hablaría sobre la muy mexicana pasión por la vida, el sentido de comunidad, la valentía y el amor, recorriendo una larga lista de virtudes antes de llegar a cualquier error. Por el bien de Chihuahua y de México, quizás deberíamos adoptar un nuevo valor colectivo: la cordura. En voz del Chapulín Colorado: «¡Síganme los buenos!

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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