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Opinión

¿Vivir sin hacer sufrir? Por Itali Heide

Antes de poder despedir el 2020, una capa de polvorienta nieve cae en diferentes regiones de Chihuahua. Después de un año que se ha sentido más como una mala montaña rusa que el tan esperado comienzo de una nueva década, ver a la naturaleza hacer lo suyo es conmovedor y emocionante. Las imágenes de familias disfrutando de la nieve están por todas partes, y olvidamos, aunque sea por un momento, lo que hemos perdido en los últimos meses.

Por más bonito paisaje que nos regala la nevada, hay un sentimiento de culpa subyacente. Mientras bailamos, hacemos muñecos de nieve y tomamos café para luchar contra el frío, muchos mexicanos no cuentan con esa suerte. Lo que uno disfruta, otro sufre. Hogares sin calefacción y personas que viven en una situación de calle y abandono social son los más afectados por el clima extremo, una consecuencia desgarradora de la pobreza sistémica y un país que demuestra día tras día que no quiere cuidar a sus más vulnerables.

Solamente el 6.3% de las viviendas en México cuentan con calefacción. (Imagen: Puni Charana)

La culpa está ahí, pero de alguna manera no vemos el patrón detrás de ella. Verán, repetimos estas tendencias en nuestro día a día sin siquiera darnos cuenta. Cuando compramos algo de una empresa con condiciones de trabajo injustas en su producción, contribuimos (sin querer queriendo) al sufrimiento de los trabajadores en los almacenes. Vemos la política ejecutada como un juego de ajedrez, empeñando sectores vulnerables para subir en poder y nadar en dinero. Pareciera que no podemos hacer nada sin ser parte de la cadena de sufrimiento que crece alrededor del mundo.

No importa cómo nos beneficie o perjudique la red que sostiene el tejido del país, independientemente formamos parte de él. Somos los pioneros de un mundo totalmente globalizado, poniendo a prueba los límites del sistema de libre empresa. A medida que la realidad de esa responsabilidad se establece, la culpa crece más.

¿Es posible vivir sin hacer sufrir? En el tiempo de la historia en la que nos tocó vivir, aparentemente no. Por ello, disfrutemos de la nieve a medida que nos concienticemos. Seamos también, pioneros de la evolución hacia un mundo que rompe las barreras sistémicas manteniendo como rehenes a millones de personas en el mundo. Actualizamos todo, ahora toca actualizar la mentalidad colectiva de la humanidad. Mientras hacemos eso, podemos armar unos muñecos de nieve.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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