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Opinión

Vivir sin sentido. Por Itali Heide

Itali Heide

«¿Por qué estamos aquí?» es una pregunta que ha asolado a la humanidad desde sus inicios. Desde los antiguos cavernícolas que reflexionaban sobre la existencia y los filósofos clásicos que se sentaban en círculo a discutir sobre la vida, hasta los adolescentes que escriben entradas torturadas en sus diarios y los adultos que atraviesan crisis existenciales, todos parecen preguntárselo en algún momento.

¿Estamos aquí para trabajar? ¿Para dejar un mundo mejor? ¿Para disfrutar sin pensar en las consecuencias? ¿Para sufrir? ¿Para no hacer nada más que existir? Muchos han tratado de encontrar la respuesta correcta y han fracasado, pero yo sostengo que es una pregunta imposible de resolver porque, sencillamente, no hay una respuesta satisfactoria.

Si estamos destinados a disfrutar de la vida, ¿por qué sufrimos? Si estamos destinados a trabajar, no hay razón para ver tanta belleza a nuestro alrededor para disfrutar. Si estamos destinados a vivir sin consecuencias, ¿por qué tenemos que sufrir las consecuencias de las generaciones pasadas? Hay una hipocresía infinita en el sentido mismo de la existencia, que hace imposible ver la vida en términos de blanco y negro.

Si la vida fuera justa, todo el mundo nacería con las mismas oportunidades, retos y premios. No habría una brecha de riqueza increíblemente grande entre el porcentaje más alto y la enormidad de los que sufren económicamente. No habría ninguna razón para que un niño naciera en un hogar abusivo y otro en un hogar forjado de amor. La educación estaría disponible al mismo nivel para todos, y nadie se preocuparía por su próxima comida ni sufriría noches de frío. ¿Para qué traer una vida al mundo si no es para poder ofrecerle la mejor vida? La pregunta se vuelve más dolorosa: «¿por qué estamos aquí?»

Aunque sea difícil de admitir, creo que la respuesta se inclina más hacia el sufrimiento que hacia el disfrute: estamos aquí para vivir la vida que también vivieron todos nuestros antepasados. Una vida sin facilidad, sin felicidad eterna, sin pasar por encima de los problemas, sin satisfacción total. Claro que la calidad de vida ha mejorado exponencialmente con las revoluciones de la humanidad, ya sean industriales, científicas o tecnológicas. Pero incluso con todas estas cosas que facilitan la vida, el sufrimiento es una constante en la vida de todo ser humano.

Algunos sufren más que otros, eso está claro. Mientras algunos sufren problemas de salud mental que asolan su existencia, otros sufren para sobrevivir al día. ¿Quiénes somos nosotros para decir a quién se le permite sentir dolor por encima de los demás? Como todo, el sufrimiento se encuentra en un espectro tan amplio que es imposible de definir. Alguien con muchas menos facilidades en la vida puede ser mucho más feliz que alguien que conduce un coche de un millón de dólares. Por otra parte, es totalmente posible que un Ricky Ricón sonría por la vida mientras alguien sin dinero sufre cada día.

La respuesta a la pregunta planteada cambia no sólo de persona a persona, sino día a día. Un día, estamos aquí para echar al viento toda preocupación y disfrutar del aire fresco y de la puesta de sol que ilumina el cielo. Otro día, estamos aquí para lamentar las vidas y los sueños perdidos por la inevitabilidad del cambio. Otro día, estamos para hacer las cosas que hemos estado posponiendo para mejorar nuestras vidas. Algunos días son para filosofar, otros para llorar, otros para reír, otros para sonreír. A veces no sentiremos nada, de repente nos sentiremos en la cima del mundo y en ocasión desearemos que la tierra nos trague enteros.

¿Y si el sentido de la vida es vivir sin sentido? Tal vez seríamos más felices si dejáramos de intentar encontrar una razón para todo, y simplemente dejáramos que la vida siguiera su curso. No siempre lo tendremos todo, pero siempre nos tendremos a nosotros mismos y a los que tenemos cerca, tanto si están aquí físicamente como si viven en nuestros corazones. Si dejáramos de dar tanto peso a lo material, nos daríamos cuenta del verdadero significado de vivir al máximo: aceptar cada emoción y ocasión tal y como vienen y hacer lo posible por vivir a pesar de los sinsabores y el sufrimiento, sin ignorarlos. En pocas palabras: debemos abrazar cada sentimiento que venga, y sólo así encontraremos la razón de la existencia.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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