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XV AÑOS Por Luis Villegas

Sí, lo sé: Quince años tenía Martina cuando empezó de vaguita, pero no es mi intención recodar tan malhadado acontecimiento -que terminó con ella de rodillas y seis tiros en su tierna humanidad-, no señor; mi intención es hablar de la fiesta de XV Años a la que fui el fin de semana pasado. A Fernando, el papá de Karen, la cumpleañera, tenía más de 25 años que no lo veía; resulta que meses atrás le di clase a su hijo, Juan Pablo, quien resultó ser amigo de mi hijo el soldado (porque es mi hijo el mayor), Luis Abraham; total, entre ambos ataron cabos y se forjó un reencuentro a la distancia entre dos viejos amigos -que jamás hemos estado en Mapimí, por cierto, ni menos robamos Guanaceví-, de donde era inevitable la consiguiente invitación y más inevitable que yo fuera y fui.

 

A mí los XV Años no me gustan y punto. Pero creo que es un asunto más bien que yace en mi tortuoso subconsciente. Me explico: Tenía yo 15 años cuando Gloria, a quien conocía de vista y por razones escolares, me invitó a sus quince en calidad de “chambelán”, junto a otros 14 perfectos desconocidos. Yo acepté no sé porqué. Bien a bien, ni conocía a la festejada; no había compromisos de índole personal, familiar o de negocios, ni amigos éramos y lo más cerca que estuve en el ánimo de Gloria fue a causa de Eslí -quien estuvo enamorado de ella como unos, otros, 15 años- sin ningún resultado práctico; pero esa es otra historia y no me corresponde a mí contarla. Como sea, dije que “sí” y ese fue el primer error; el segundo, fue aceptar la proposición de ir a “ensayar el vals” una vez por semana. Yo debí haberme barruntado algo sobre la seriedad del asunto porque cada miércoles nos dábamos cita en la casa de una amiga de la futura festejada -en su casa no había espacio-, treinta mocosos y mocosas desconocidos entre sí en su mayor parte, lo que da cuenta de que nos “pepenaron” como se pudo y de donde cayéramos. Ahí debí decir que “no” o simple y sencillamente “hacer mutis”, pero no. Perseveré. El tercer aviso llegó de la mano de la rolliza doncella que me tocó de “pareja” (que de pareja no teníamos nada porque ella era alta, robusta, blanca y sonriente; y yo, chaparro, enteco, prieto y malencarado); a mí me gustaba una morena -hermana de otra compañera de la escuela, que ya ni me acuerdo cómo se llamaba- pero, pues a mí me tocó la otra y apechugué. Debí declinar, por supuesto. La cuarta advertencia llegó con la perentoria exigencia de que nosotros debíamos pagar el alquiler de los “trajes” (cosa que si me hubieran avisado desde el principio habría constituido un factor decisivo para no aceptar), pero ya estaba yo demasiado involucrado y la celebración del baile era inminente; mis desde entonces precarias finanzas se vieron fieramente mermadas con la renta de una cosa que, todavía no sé, si era uniforme o disfraz. Pero ahí estaba yo: Enfundado en un atuendo color negro, con entorchados dorados, vivos color rojo quemado, gorro con una escobita parada encajado hasta las orejas -porque de mi tamaño ya no había-, zapatos de charol y sudando como un condenado de tal modo que los guantes blancos me quedaron del asco quince minutos después de someterme a aquella tortura. Me sentía ridículo, el bochorno me llevó al despiste, de tal suerte que en el mero baile se me olvidó la coreografía y mi acompañante y yo dábamos la impresión de que yo era un extraño turista, entre niño héroe y escolta de bandera congoleño, dándole vueltas a una glorieta de la que yo no podía salir. Debut y despedida, huelga decirlo. Por eso soy escéptico tratándose de bailes de XV Años.

 

¡Ah! Pero los del sábado fueron maravillosos. Ni tíos borrachos -hermanos de los papás, quiero decir, no se vaya a pensar que me dio un aire español o que dentro de poco empezaré a zacear, ¡Jolines!-, ni discursos rimbombantes, ni lágrimas a destiempo, ni desfiguros. Sabrosos canapés, brindis solemne y ceremonioso, todo orden y concierto. Quizá, lo mejor de todo fue el vals que bailaron Karen y mi viejo amigo. En los ojos de él relucía tanta satisfacción, tanto amor, tanta devoción, tanta ternura, que el gesto sirvió para alumbrar la noche y, espero, el corazón de ella por muchos, muchos años, todos, los que restan por venir. Su vestido, como ella misma, era en verdad muy hermoso, y chambelanes y damas de honor se comportaron con una dignidad envidiable (no hubo extraviados dándole vueltas a una glorieta).

 

La música es otra cosa. Yo, antes, solía bailar toda la noche. Ahora, dado que la mitad del público asistente por obvias razones rondaba los 15, no bailé mucho; quiero decir que hubo algunos lapsos en que el caos y el disgusto se hicieron presentes entre el “punchis punchis” y ese otro engendro al que llaman “tribal”. En ese instante, entre uno y otro, me di cuenta que me estaba haciendo viejo. No bastó ver a Fernando tan distinto del joven que había sido ni recapacitar en que el semestre pasado, a su hijo mayor, precisamente yo le había dado clase en nivel licenciatura. No, señor; tuve que llegar al “punchis punchis” y a esa otra aberración para darme cuenta que han ocurrido cosas en el transcurso de los últimos 15 años que me son ajenas y que, para horror y azoro míos, escapan del todo a mi comprensión. Entre estos XV y aquellos otros, remotos, que me hallaron vestido de soldadito de plomo derretido, media un abismo.

 

Me horripila pensar en qué voy a quedar o a dónde voy a ir a parar en otros, digamos, 15 años. Me imagino que de baile ni hablar y María, mi María, no me obligará a ir a ese que, más que pista de baile, parecía anfiteatro -pues no solo se asesinaba a la música sino también a la danza y al buen gusto-, entretenida con algún galancete o, gulp, emparejada ya con algún individuo de infame futura memoria que junto con ella ronde la treintena.

 

Lo triste es que, en otros aspectos, estos 15 años tan distintos a aquellos otros de mi mocedad, hallaron a México, mi México, nuestro México, igual al México de hace diez, veinte, treinta años, sumido en el pasmo y el desconcierto electorales. Y no, no, no, no es solo que el Presidente de la República se haya apresurado a declarar ganador a Enrique Peña Nieto para luego, a los días, desdecirse en los hechos; ni que Josefina se haya adelantado en exceso para reconocer su derrota, ni que “El Peje” haya puesto en duda los resultados de la elección, ni que el IFE haya hecho alarde de unas elecciones excepcionalmente limpias o transparentes sin fundamento alguno para ello; no, nada de eso; lo cierto es que el País continúa postrado frente a manipuleos antidemocráticos a cargo de los grandes consorcios; de las mentiras de algunos medios de comunicación; de los yerros “estratégicos” de las encuestadoras; de los dispendios multimillonarios absolutamente ilegales; y millones de electores continúan siendo sinónimo de millones de conciudadanos, literalmente, muertos de hambre, necesitados de vender su voto por un poquito de dinero o una despensa, capaces de paliar su hambre por unas horas. Eso es lo triste.

 

Por otro lado, felices XV a Karen y a sus papás; que Dios la guarde y la cuide por muchos, muchos años.

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Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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