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¿ Y SI DONALD TRUMP FUERA PRESIDENTE? POR VICTOR OROZCO O.

Pues, jura que durante los primeros cien días de su mandato estaría diseñado el muro que dividiría la frontera con México, pagado por los mexicanos. Si esto pareció al principio de su campaña una fanfarronada, es ahora una posibilidad real. Imaginémonos en mayo de 2017, justo dentro de un año. El presidente Trump tiene cuatro meses de haber asumido el poder y montado en la ola de nacionalismo que ha desatado en Estados Unidos, comienza las redadas de indocumentados y llena las ciudades fronterizas de México con los expulsados. Además, contra viento y marea, violentando reglas básicas del derecho internacional, prohíbe las remesas de dinero a otros países o les impone gravámenes insoportables. A menos que México consienta en pagarle su muro. Con estas acciones encima, estaríamos en presencia de una enconada confrontación internacional. Allá, atizado desde la Casa Blanca, el fuego crecería incontenible, convirtiendo a México en el país enemigo. Quizá en un nuevo “imperio del mal”, como descubrió Ronald Reagan que era la ex Unión Soviética. Se exacerbaría la discriminación contra los latinoamericanos, bajo la especie de que su presencia en Estados Unidos impide que éste “sea grande otra vez”, como lo ofrece el slogan de campaña de Trump.

En México, pasarían muchas cosas más. La pretensión de que seamos los mismos mexicanos quienes sellemos la frontera de los Estados Unidos, cubriendo los costos del famoso muro, constituye una humillación en sí misma. Impedir que los trabajadores mexicanos dispongan de su dinero para enviarlo a sus familias o para hacer compras e inversiones en México, no sólo atropella la ley, sino el más elemental sentido de convivencia. Tales agresiones, aunadas a la campaña antimexicana desplegada en el territorio de los Estados Unidos, es seguro que despertarían los viejos demonios del antiyanquismo subyacente en el país. A diferencia de otras experiencias históricas, México no es una nación de quince millones de habitantes como lo era en los tiempos de la Revolución, sino una de ciento veinte millones, con una economía imbricada a la de Estados Unidos hasta el punto de estar entre sus clientes mayores. Dentro de sus límites, hay unos treinta y cinco millones de personas cuyos ancestros son mexicanos. En otras palabras, ya no se trata del “viejo y lejano México” como decían los norteamericanos en 1847, que venían en la invasión, sino de una nación entrelazada con Estados Unidos por un tejido de vínculos económicos, familiares, demográficos y culturales indestructibles. Tratar de eliminarlos, implica efectuar desgarramientos inútiles y sangrientos en ambos lados de la frontera.
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El choque sería de imprevisibles consecuencias. A Trump, hombre de inversiones hoteleras y avezado en concursos de belleza, le gustan los juegos de la guerra. Piensa que si los mexicanos van muy lejos, puede ponerlos quietos con dos o tres golpes militares. Sin embargo, una vez comenzada la aventura, como lo revelan casi todas las experiencias históricas de este tipo, el conflicto va escalando hasta el punto en el cual nadie puede controlarlo y tampoco salir ileso del mismo. En 1972, Estados Unidos tuvo que poner fin a la guerra contra Viet Nam, porque estaba envenenándose internamente. Una hipotética conflagración con México, haría parecer a la intoxicación derivada del ataque al país asiático, apenas un dolor de estómago. El precio a pagar en el mediano plazo sería tocar los linderos de una guerra civil, sin que en ello y por supuesto caigan en la cuenta los ultras nacionalistas aplaudidores de las bravatas acostumbradas por el posible presidente Trump.

¿Y, quien encabezaría la resistencia en México?. Dependería del nivel alcanzado por el choque. Es probable que el poco previsible magnate, una vez en la Casa Blanca, se percate del despropósito y recule. En ese caso, el gobierno de Peña Nieto podría sortear la crisis con medidas diplomáticas y declaraciones de amistad. Pero, si la amenaza va en serio, esto es, si comienza a ponerse en acto con medidas concretas, se requerirá mucho más que la acción de un presidente con escaso prestigio. Se requerirá un gobierno de salvación nacional, como se estila decir, cuando se hace necesario llamar a la unión de todas las fuerzas posibles, bajo un liderazgo con suficiente credibilidad y capacidad para concertar esta alianza firme y para poner tras de sí la voluntad de todo el pueblo. Es probable que el año y medio entre el hipotético triunfo de Trump y el término de la administración de Peña Nieto, se vaya en dimes y diretes, esperando las elecciones de 2018. Pero, también es probable que la Casa Blanca busque aplicar toda la presión antes de los comicios, aprovechando la debilidad del régimen mexicano.

¿Se antoja éste dibujo un escenario fantástico?. Es probable y quisiera, por obvias razones, que así sea. Pero, hace unos cuantos meses, ¿Quién apostaría un céntimo al triunfo de Trump en el seno de los electores republicanos?. Sin embargo, su discurso xenófobo, la exaltación de la grandeza de los Estados Unidos, hoy puesta en duda y desgastada por el gobierno de Obama, a juicio de una vasta franja de los ciudadanos, a quienes se les tocan las fibras del irracionalismo, de la prepotencia y de la intolerancia, pegaron con tal fuerza que pusieron a Trump en el camino hacia Washington.

Puede considerarse que cualquiera de los candidatos demócratas, Hillary Clinton y Bernie Sanders, mandarán a la lona al millonario empeñado en comprar el puesto de mayor poder político y militar en el mundo, pero ya sabemos la veleidad de las encuestas. Nada está dicho y la moneda se mantendrá en el aire hasta el día de las urnas. Por sí o por no, los mexicanos debemos considerar la factibilidad de una arremetida de grandes proporciones por parte del gobierno de los Estados Unidos.

Si atendemos a experiencias recientes como las de Cuba y Venezuela, es inevitable pensar en la gigantesca magnitud de la disputa entre EEUU y México. Con el gobierno cubano, la diferencia en las últimas décadas, el menos desde los años noventa, era más un artificio creado para consumo interno de ciertos influyentes círculos políticos norteamericanos y una concesión al obsoleto anticomunismo aún actuante. Con Venezuela, el asunto tenía y tiene mucho de retórica. En cambio, si aquí buscan obligar a México a construir un muro, por la fuerza, equivale a una guerra no declarada pero real en sus devastadores efectos.

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Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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