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Opinión

Yo también, como todas. Por Itali Heide

Itali Heide

Recuerdo la sensación como si fuera ayer. Antes, por la mañana, acompañé a mi madre a comprar unos zapatos. Mientras ella se tomaba su tiempo para probarse un par tras otro, mis ojos las descubrieron: un par de botas de lluvia rositas pastel que olían a chicle. Eran perfectas y supe que tenía que tenerlas. Sólo quedaba un par, y me pareció el destino cuando me las probé y me quedaron perfectas. Le rogué a mi madre que me las comprara y me sentí la más afortunada del universo cuando me dijo que sí.

No podía esperar a que volviera a llover, y para mi suerte, el verano fue especialmente lluvioso. En cuanto las calles de los alrededores de mi casa se inundaban lo suficiente como para que el agua corriera por ellas, corrí a lucir mis botas de lluvia olor a chicle. Caminé por la calle justo delante de mi casa, asegurándome de no alejarme demasiado de ella. Mientras me sentaba en la banqueta y chapoteaba con mis botas en la alcantarilla, oí el sonido de una troca en la distancia.

A medida que se acercaba, oí el sonido de risas. Sin pensar en ello, seguí jugando en la alcantarilla frente a mi casa. Cuando la troca llena de hombres jóvenes pasó junto a mí, oí el sonido que toda niña teme: silbidos, comentarios groseros y piropos. Inmediatamente, me sentí avergonzada. Mirando hacia atrás, no debí haberme sentido apenada, pero todo lo que había aprendido hasta ese momento me decía que era mi culpa. ¿Hice algo mal? ¿Lo había provocado yo? ¿Debí haberme puesto algo más modesto que un vestido hecho para un niñita y unas botas de lluvia con olor a chicle?

Sólo tenía diez años la primera vez que me sentí objetivada. Aunque era sólo una niña, sabía lo que significaba. Significaba que había hecho algo mal, que lo había provocado, que lo había merecido. Además, conocía a estos jóvenes. Yo estaba en la primaria y ellos en la preparatoria de la misma escuela. Seguiría viéndolos todos los días durante años y me sentía avergonzada cada vez que me echaban la mirada.

Suelo tener una memoria horrible. No recuerdo muchas de las cosas maravillosas que viví cuando era niña. Sin embargo, recuerdo el momento y la sensación de esto como si hubiera ocurrido ayer. La vergüenza, las lágrimas, la forma en que nunca más me atreví a ponerme las botas de lluvia. Recuerdo a los hombres que iban en esa horrible troca, las caras que pusieron, las palabras que dijeron, los silbidos.

Con el paso de los años, intenté ignorar el acoso que me perseguía. Cuando sólo me querían por lo físico que podía dar, pensaba que era lo único que me daba valor. Cuando alguien no respetaba mis límites, culpaba a mis propias acciones. Cuando fui violada por alguien en quien confiaba plenamente, decidí que había sido culpa mía. Todo lo malo que me ocurría volvía a mí, aunque nunca lo había pedido, nunca lo había deseado, nunca lo había querido, nunca lo había deseado.

Esta es la cosa: esta es sólo mi historia. Hay millones como la mía, algunas mejores, muchas peores. La forma en que mi yo de 10 años se sintió cuando fue objetivada por primera vez, es la forma en que todas las niñas y mujeres se han sentido en algún momento.

Cuando me seguían piropeando a cada edad de la juventud, sentí que algo estaba haciendo mal. Cuando me violaron a los 21, me convencí de que me lo merecía. Dicen que las chicas maduran más rápido que los chicos, pero ¿podría ser que a las niñas se les da más responsabilidad, mientras que a los niños se les apoye en su irresponsabilidad porque «así son los hombres»?

Cualquier cosa que una mujer se atreva a hacer es satanizada.

Si una mujer se atreve a ponerse algo que muestre sus pechos, es culpa suya que la violen. Si los hombres cortan el césped sin camisa, es que hace demasiado calor afuera.

Si una mujer se atreve a poner sus límites en cuestiones profesionales, es una perra. Cuando los hombres lo hacen, son asertivos.

Si una mujer decide tener sexo, es una puta. Cuando los hombres lo hacen, son alabados y respetados.

Si una mujer permanece en una relación abusiva, no tiene respeto por sí misma. Cuando un hombre abusa de su pareja, se olvida rápidamente.

Si una mujer se emborracha demasiado, está “buscándolo”. Cuando los hombres lo hacen, es sólo una parte de su juventud.

Si una mujer comete un error, se arruina su reputación. Cuando los hombres lo hacen, es sólo cosa del pasado.

Hay mil ejemplos que podría poner, pero al final se reduce a una cosa: las mujeres son juzgadas por las mismas cosas que los hombres son alabados. Desde que nacen, se les enseña que su existencia es una amenaza para el autocontrol de los hombres. No importa lo que lleven, cómo actúen, cuál sea su edad, cuánto beban, están destinadas a ser culpables de lo que venga.

Una de cada cuatro mujeres es víctima del acoso personal o de la violencia sexual en México. Si eres hombre y tienes una madre, una hermana, una prima y una amiga, puedes estar seguro de que al menos una de ellas ha sido víctima. Esta es la realidad de las mujeres, que viven en un mundo en el que su existencia es marginada, sexualizada, cosificada y considerada menospreciada.

No es sólo que las mujeres son abusadas en México, sino también el hecho de quién las cosifica: en la mayoría de los casos de abuso infantil, es alguien de la familia. Un padre, un hermano, un tío, un abuelo. En cuanto a las relaciones de pareja, son demasiadas las mujeres que han sufrido de una pareja abusiva que nunca se hace responsable de sus actos. Además, cuando caminan por la calle, pueden estar seguras de que al menos un hombre les faltará al respeto. Esto es simplemente la realidad, y aunque parezca difícil de entender, merece la pena reflexionar de verdad.

Cada día, las mujeres sufren. Muchos quieren creer que el hecho aumentado de las redes sociales ha hecho que las mujeres «exageren», pero nuestras palabras son más ciertas que nada. Somos acosadas, acechadas, menospreciadas, violadas y, en el peor de los casos, asesinadas. Nuestra existencia parece estar destinada al dolor, y quienes reconocen y trabajan en ello son los únicos verdaderos aliados de las mujeres mexicanas.

Opinión

Diálogos. Por Raúl Saucedo

El Eco de la Paz

En el crisol de la historia, las disputas bélicas han dejado cicatrices profundas en el tejido de
la humanidad. Sin embargo, en medio del estruendo de los cañones y las balas metrallas, ha
persistido un susurro: El Diálogo. A lo largo de los siglos, las mesas de negociación han
emergido como esperanza, ofreciendo una vía para la resolución de conflictos y el cese de
hostilidades entre grupos, ideas y naciones.
Desde la antigüedad, encontramos ejemplos donde el diálogo ha prevalecido sobre la espada.
Las guerras médicas entre griegos y persas culminaron en la Paz de Calias, un acuerdo
negociado que marcó el fin de décadas de conflicto. En la Edad Media, los tratados de paz
entre reinos enfrentados, como el Tratado de Verdún, establecieron las bases para una nueva
configuración política en Europa.
En tiempos más recientes, la Primera Guerra Mundial, un conflicto de proporciones
colosales, finalmente encontró su conclusión en el Tratado de Versalles. Aunque
controvertido, este acuerdo buscó sentar las bases para una paz duradera. La Segunda Guerra
Mundial, con su devastación sin precedentes en el mundo moderno, también llegó a su fin a
través de negociaciones y acuerdos entre las potencias.
La Guerra Fría, un enfrentamiento ideológico que amenazó con sumir al mundo en un
conflicto nuclear, también encontró su resolución a través del diálogo. Las cumbres entre los
líderes nucleares, los acuerdos de limitación de armas y los canales de comunicación abiertos
permitieron evitar una posible catástrofe global.
En conflictos más recientes, y su incipiente camino en las mesa de negociación ha sido un
instrumento crucial para lograr el cese de hostilidades de momento, esta semana se ha
caracterizado por aquellas realizadas en Arabia Saudita y París.
Estos ejemplos históricos subrayan la importancia del diálogo como herramienta para la
resolución de conflictos. Aunque las guerras pudieran parecer inevitables e interminables en
ocasiones, la historia nos muestra que siempre existe la posibilidad de encontrar una vía
pacífica. Las mesas de negociación ofrecen un espacio para que las partes en conflicto
puedan expresar sus preocupaciones, encontrar puntos en común y llegar a acuerdos que
permitan poner fin.
Sin embargo, el diálogo no es una tarea fácil. Requiere voluntad política, compromiso y la
disposición de todas las partes para ceder en ciertos puntos. También requiere la participación
de mediadores imparciales que puedan facilitar las conversaciones y ayudar a encontrar
soluciones mutuamente aceptables.
En un mundo cada vez más complejo e interconectado, el diálogo se vuelve aún más crucial.
Los conflictos actuales, ya sean guerras civiles, disputas territoriales o enfrentamientos
ideológicos, exigen un enfoque pacífico y negociado. La historia nos enseña que la guerra
deja cicatrices profundas y duraderas, mientras que el diálogo ofrece la posibilidad de
construir un futuro más pacífico y próspero para todos.
Los diálogos siempre serán una vía, aunque el diálogo más importante será con uno mismo
para tener la paz anhelada.
@RaulSaucedo
rsaucedo@uach.mx

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