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luchas por el maiz y vacios de poder por VICTIR M. QUINTANA S.

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LUCHAS POR EL MAIZ Y VACIOS DE PODER

Por: Víctor M. Quintana S.

 

Se sigue sirviendo con la cuchara  grande la partidocracia. Lo hacen con la Reforma Política, lo harán con la Reforma Energética: entregar los recursos de la Nación, sean petróleo o dinero para aumentar su poder económico y político. Podrán seguir con su pacto, , pero las calles no pactan. La inconformidad con el gobierno de Peña Nieto bulle otra vez  en las carreteras,  los campos y las plazas de este país.

 

Porque las cúpulas políticas, que hablan a nombre de quienes no representan, rehúyen el pacto más básico, el que debería ser la piedra angular de un gran acuerdo nacional:  el pacto para reconocer   y hacer efectivo el verdadero valor de la fuerza de trabajo. El que reivindique el salario de los trabajadores urbanos y el precio de sus productos a los hombres y mujeres del campo.

 

Las protestas de los maiceros cunden en Chihuahua, Campeche, Nayarit,  Jalisco,  Michoacán, Chiapas… En este último, la semana pasada fueron gaseados y golpeados los productores de maíz que se manifestaban en dos puntos carreteros desde el 19 de noviembre. Más de tres mil  maiceros de la zona centro y la Frailesca demandan se les pague a cinco mil pesos la tonelada de la gramínea, que el gobierno del estado compre 300 mil toneladas de maíz producido por las comunidades pobres y se les entregue la costalera necesaria para el empaque.

 

Es la misma canción de la protesta rural en todo el país.  Los campesinos piden que se acabe con la única ley que no se puede reformar y que se les aplica con todo rigor: la ley de San Garabato: comprar caro y vender barato. El precio de su grano se precipita arrastrado por los precios internacionales: de 5 mil pesos la tonelada hace dos años, a cuatro mil 300 el año pasado y ahora, a tan sólo poco más de tres mil. Por el contrario, el precio de los fertilizantes, de los agroquímicos, de los combustibles, de los alimentos que adquieren de fuera sigue aumentando.  En los últimos tres años los precios del maíz, sorgo y frijol se han reducido en un 60%,  en tanto el de  los insumos se ha incrementado en la misma proporción.

 

Así, de poco servirá el aumento arrancado por la lucha de los productores chiapanecos al lograr que con varias partidas se les pague a tres mil 700 pesos la tonelada. Porque ni aun así no se  les cubren sus costos de producción y siguen por la pendiente de la quiebra. Ellos mismos apuntan que con estos precios “ni los muy productivos agricultores del noreste son viables”.

 

Los personeros de los diferentes gobiernos argumentan que todo se debe al descenso del precio del maíz en los mercados internacionales, a la excelente cosecha del grano en la Unión Americana, luego de un año de sequía; a la también buena cosecha en México. Así son las leyes del mercado, dicen. Sin embargo, esas poderosas e ineluctables leyes del mercado no se aplican parejo. Porque, si bien,  van dos años que el maíz se paga más barato a los productores, la tortilla y la harina de maíz se siguen encareciendo para los consumidores.

 

¿Por qué? Porque el reformismo convenenciero de Peña Nieto no toca lo más mínimo la política agroalimentaria y de comercio internacional, cuya inercia la hace ver como si estuviéramos en el vigésimo quinto año del gobierno de Salinas o en el séptimo de Calderón. Peor de lo mismo: sigue vigente el decreto expedido por Calderón en 2008, en el contexto de la crisis alimentaria, para que se importen alimentos básicos sin cuotas ni aranceles, provenientes  de cualquier país, así México no tenga tratado de Libre Comercio con él.  A cinco años de pasada la emergencia, un puñado de empresas oligopólicas y oligopsómicas siguen importando maíz blanco y amarillo de donde se les pega la gana y de donde pueden obtener más ganancias: de los Estados Unidos de Brasil, de Sudáfrica…Si Irán o Corea del Norte lo tuvieran, de ahí lo traerían porque lucro mata ideología.

 

Lógicamente, el maíz importado por empresas como Gruma, Bachoco o Bimbo,  constituye una reserva en manos privadas y empuja hacia abajo el precio que se paga a los productores. Cuando estos quieren vender su grano de calidad, blanco, nativo, los importadores e industriales  sacan sus existencias, adquiridas  a bajos precios internacionales y derrumban el precio del maíz producido en México. Pero, de nuevo, esto no significa de ninguna manera una baja de precio para el consumidor de harina de maíz o de tortilla.

 

Vacíos de poder por todos lados por parte del gobierno: en la fijación de precios, en el control de las importaciones,  en la compra del grano para regular el mercado,  falta de control de  la especulación y omisión de constituir una reserva de alimentos básicos  y de calidad para el pueblo,

 

Como señala magistralmente Edgardo Buscaglia, eso vacíos de Estado,  ese desdén por fortalecer a los grupos sociales, en este caso de productores,  esas graves fallas regulatorias, propician el desarrollo de una clase parasitaria, de ese puñado de empresas plutócratas que controlan el mercado de granos básicos, que no han sido capaces de alimentar adecuadamente a la población, que impiden el desarrollo de un sólido sistema alimentario nacional y contribuyen a la grave crisis de seguridad humana que sufrimos ya por décadas. Seguir por ese camino es no alimentar más que las violencias.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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