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Opinión

Las luchas por la libertad por VICTOR OROZCO

LAS LUCHAS POR LA LIBERTAD

 

Víctor Orozco

En el mundo de los últimos dos siglos por lo menos, se han venido labrando un conjunto de principios con las cuales se ha identificado a la civilización. Tales son aquellos representados en las ideas de libertad, igualdad, democracia, justicia, educación, primacía de la razón, defensa de los recursos naturales, progreso. Son valores históricos universales, imbricados entre sí, de suerte tal que en nuestros tiempos no se pueden concebir por separado. Como tales, son cuestionados sólo por lunáticos y fundamentalistas religiosos o políticos.

Fraguados en la implacable e incesante lucha con sus contrapuestos, estos ideales han conseguido imponerse en el ámbito de las conciencias y de allí en el de las leyes. Su victoria plena, en la esfera de la realidad, sin embargo, permanecerá siempre como una utopía. No obstante la certidumbre de su condición de quimeras, -o quizá por ello- estas “grandes causas” constituyen las guías o referentes en el curso de las vidas individuales y colectivas. Sin el compromiso asumido con ellas por unas minorías y en diferentes grados, la existencia humana se tornaría más oscura todavía de lo que es hoy para los millones de seres que forman la mayoría de habitantes en la tierra.

Cada época -y según el espacio social en el cual se desarrollan los procesos históricos-, edifica su propia concepción de estos valores. Pensemos en el de la libertad. Un indígena nómada, habitante de las praderas en el Norte de México, carecía de cualquier rudimento sobre derechos personales, pero tendría muy claro que su libertad consistía en la posibilidad de moverse sin coacción alguna. En sus comunidades eran desconocidas las cárceles, que trocaban su capacidad de desplazamiento por una miserable existencia tras muros y rejas. Tampoco tenían noticia de los territorios acotados. De allí que los apaches, por ejemplo, defendieran hasta el último aliento las praderas y los bosques abiertos, sin dueños.

Dentro de la cultura occidental, el concepto de hombre libre, en el sentido que hoy lo usamos, es una herencia del Renacimiento y de la Ilustración. Implica una condición en la cual cada individuo puede hacer todo aquello que no lesione a su semejante, frontera establecida en una norma preexistente. En el viejo sistema, cada hombre estaba confinado en un estatus o casillero, en cuyo espacio sólo podía actuar de acuerdo con reglas prescritas, por la ley o la costumbre. A un campesino alemán o español, jamás se le podría ocurrir que frente a la potestad del jerarca religioso o del señor de la tierra, podía reclamar algo así como una no interferencia en su vida privada. De igual manera pensaba un peón o sirviente en México.

Primero la breve pero intensa tormenta que representó el Renacimiento y luego el llamado Siglo de las Luces, demolieron el viejo edificio alzado piedra por piedra en el curso de los mil años del medioevo. El hombre nace libre, proclamó Juan Jacobo Rousseau y en todas partes está cargado de cadenas. La conclusión práctica de este razonamiento fue la necesidad de la revolución para romper los grilletes. Éstos eran materiales y también intangibles. Los constituían las pesadas cargas feudales, las exacciones, los diezmos, lo servicios personales obligatorios, etcétera. Fueron comunes en toda Europa y en las colonias americanas, donde los pueblos indios cubrían gravosos tributos en especie o en mano de obra a los encomenderos, a los hacendados y a las misiones, conventos y obispados.  Pero no solo estaban las ataduras corpóreas. Quizá más fuertes, operaban las culturales o intelectuales. ¿Cómo atreverse a poner en duda los dogmas sacralizados?. Claro que hubo quien lo hiciera, a riesgo de ser achicharrado o machacado hasta morir en manos del verdugo. Y no sólo eminentes y cultivadas inteligencias como las de Bruno o Galileo. También, aunque fueren garbanzos de libra, hubo modestos campesinos o artesanos que albergaron y dieron curso a ideas perturbadoras. Cómo aquel molinero descubierto por Carlo Ginzburg, llamado Menochio quien en el siglo XVI murió en la hoguera por haber cuestionado el galimatías del corpus cristiano.

Esta ruptura emancipadora, disoció a la razón de la fe, disolviendo mitos y fantasías. Pero fue más allá. Disputó y trastocó las bases de todo el sistema de privilegios y disparidades. Negó, por irracional, el derecho divino de los reyes, dando pie a los gobiernos electos. Rechazó la superioridad esgrimida por aristócratas y clérigos con base en supuestas diferencias de sangre, abriendo paso a la igualdad jurídica. Y luego, cuando las nuevas ideas prosperaron entre los hombres y mujeres de la calle, de los que hacían su vida cotidiana en el taller o en la parcela, la chispa se saltó a la “cuestión social” como se conoció hasta los inicios del siglo XX al cúmulo de problemáticas derivadas de la expoliación del trabajo. La libertad, se concluyó, para ser acabada tenía que abarcar también la supresión de las inequidades. De allí las frases-síntesis consignadas en uno de los versos de La Internacional, el himno de los obreros: “Ningún derecho sin deber, ningún deber sin derecho”.

La polémica abierta dura hasta nuestros días. Pero, son escasos los que todavía reclaman formal o teóricamente distinciones ajenas al mérito de las personas. Hoy, sería imposible encontrar un filósofo reaccionario como Joseph De Maistre, aquel famoso saboyano que comprendió muy bien hasta dónde llevarían las demandas libertarias iniciales, por lo cual se empeñó a fondo en atajarlas antes de su despliegue. Sostenedor recalcitrante de las viejas instituciones y modos de pensar, no se anduvo con medias tintas: dijo que en efecto eran irracionales y justamente por ello habían perdurado por casi dos milenios en su tiempo. El hombre es básicamente irracional y así debe tratársele afirmaba. Es la única forma de garantizar la prevalencia de un orden determinado: mediante la fuerza física y de los dogmas. Por ello, en la historia,  las dos instituciones pilares que explican este triunfo sobre el tiempo, son la esclavitud y la organización de la iglesia católica. Siendo imposible ya mantener la primera, entonces queda la segunda. Como corolario postulaba la hegemonía y dominio de la autoridad del papado por encima de todos los poderes. Estas ideas de regreso, sonaron desde luego fantásticas e irrealizables. Sin embargo, a lo largo del siglo XIX, el Vaticano las aplicó allí donde encontró entidades estatales débiles como las emergidas en Latinoamérica a la caída del imperio español. Incluso provocó confrontaciones sangrientas en algunos de ellos, cuando se propuso a toda costa subordinar a la autoridad civil. Tal fue el caso de la guerra de reforma en México entre 1857 y 1860.

En la siguiente centuria, la esencia de las ideas arcaicas de De Maistre fue recuperada en los regímenes autoritarios y absolutistas, con sus devociones por el poder y su irracionalismo. No sería ya el Papa el supremo decidor, sino el caudillo que encarnaba en su persona al Estado y a la Nación, junto con las verdades indiscutibles: purezas de sangre, supremacía racial, pueblos predestinados para el dominio o la sumisión. En otra vertiente, el llamado socialismo real, (antagónico en apariencia con el fascismo), que se reclamaba heredero de las libertades, terminó igual con la cancelación de las mismas, valiéndose de otros dogmas.

En estos días, la libertad sigue librando batallas en nuevos campos o defendiendo los conquistados. Nadie verá con seguridad su imperio pleno, pero cada batalla hace más fuertes a sus defensores.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


VÍCTOR OROZCO

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Opinión

Fotografías. Por Raúl Saucedo

Las Políticas por hacer

El quehacer político moderno, a menudo toma en cuenta a los sectores de la sociedad que ostentan poder o influencia visible dentro de la comunidad:  Los adultos votan, las empresas influyen y los medios de comunicación amplifican sus voces. Sin embargo, en el complicado juego de poder, la niñez, un grupo vital pero silencioso, suelen quedarse en el margen.

La Niñez representa el futuro; es el cimiento sobre el que se construirán las próximas generaciones. Su bienestar, educación y salud son indicadores clave no solo de su calidad de vida individual, sino también del progreso y la salud de una sociedad en su conjunto. A pesar de esto, los gobiernos frecuentemente pasan por alto  la creación de políticas públicas enfocadas en este sector, principalmente porque esta parte de la sociedad no votan ni tienen voz directa en los procesos políticos.

Este “descuido” puede atribuirse a varios factores. Primero, la falta de representación política directa. La niñez depende completamente de los adultos para que sus intereses sean representados en el gobierno. Sin embargo, las agendas políticas suelen estar más influenciadas por las preocupaciones inmediatas de los votantes adultos —empleo, economía, seguridad— relegando a un segundo plano temas como la educación de calidad o la protección contra el abuso y la negligencia.

Además, la falta de datos específicos sobre los problemas que afectan a la niñez impide formular políticas bien informadas. A menudo, las estadísticas y estudios disponibles no desglosan la información por edad de manera que refleje las realidades específicas de este grupo. Esto conduce a un entendimiento incompleto de sus verdaderas necesidades y desafíos.

Es más, los problemas que afectan a la niñez suelen ser transversales y requieren una política integrada. Por ejemplo, la pobreza infantil no solo afecta la nutrición; impacta también en el acceso a la educación, la salud y las oportunidades de desarrollo social y emocional. Sin un enfoque especifico que contemple la complejidad de estos asuntos, las políticas resultantes pueden ser ineficaces o incluso contraproducentes.

La Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada en 1989 por las Naciones Unidas (ONU), establece en teoría un marco internacional para la protección de los derechos de la niñez, incluyendo el derecho a la educación, la salud y la protección contra la explotación infantil. Sin embargo, la aplicación de estos derechos en políticas concretas sigue siendo un desafío global.

Por lo tanto, es fundamental que los gobiernos reconozcan la importancia de la niñez en el desarrollo social y económico de un país. Invertir en este sector no es solo una cuestión de cumplir con obligaciones morales o internacionales, sino una estrategia prudente para fomentar sociedades más educadas, saludables y equitativas. Los niños y niñas de hoy son los adultos del mañana; sus problemas y necesidades deben ser una prioridad, no una reflexión tardía.

Para abordar esta cuestión sistémica, es necesario promover una mayor participación de los expertos en infancia en los procesos de toma de decisiones y asegurar que las políticas públicas sean evaluadas también en función de su impacto en la población infantil. Las voces de los infantes, aunque no se expresen en las urnas, deben resonar en los corredores del poder a través de quienes aboguen por su bienestar y futuro.

Ignorar las necesidades de este sector en la formulación de políticas públicas no solo es un fracaso en proteger a los más vulnerables, sino también una miopía estratégica que compromete el desarrollo sostenible y la justicia social a largo plazo. Es hora de que los gobiernos ajusten sus lentes y enfoquen claramente en el bienestar y los derechos de los niños, garantizando así un futuro mejor para todos.

Este planteamiento personal y profesional surge en reflexión del pasado 30 de abril, donde la mayoría de mis amigos publicaron historias sobre festivales infantiles en compañía de sus hijos, mientras yo daba un clavado al baúl de los recuerdos encontrando fotografías olvidadas de una etapa fundamental de mi vida, todo esto con aquella canción de fondo del Maestro Sabina donde protestamos contra el misterio del mes de abril.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

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