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En San Luis Potosí, la misma incongruencia que en el país Por Aquiles Córdova Morán

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Los antorchistas potosinos, igual que los de Hidalgo, Tamaulipas, Sinaloa y Baja California Sur (ante las sedes de sus respectivos gobiernos), llevan varios días acampados frente al despacho del Dr. Fernando Toranzo Fernández en demanda de soluciones a varias y añejas necesidades de algunos de los grupos más pobres de la entidad. Y exactamente igual que en los otros estados citados, la protesta no es gratuita ni nació de la falta de paciencia, racionalidad y respeto a las vías institucionales para encauzar este tipo de demandas, sino del hecho cierto y comprobable de que han agotado todos los plazos, todas las instancias, todos los argumentos y toda la modestia y paciencia que cabe en estos casos, sin que nadie les haya dado, hasta hoy, ni siquiera una explicación comedida.

Pero las autoridades agazapadas tras la indiferencia, ahora que finalmente los pobres de San Luis han decidido hacer pública su inconformidad, se muestran ofendidas e irritadas por ello y responden, igual que en los estados enumerados, con una guerra de desprestigio e intimidación en vez de soluciones. Para la campaña de desprestigio, han puesto en movimiento a sus gorilas de la pluma que, desde las páginas de algunos medios escritos (o desde las cabinas de ciertos noticiarios de radio y estudios de televisión), han comenzado a disparar lodo siguiendo la muy vista “estrategia” de no manejar argumentos coherentes ni hechos comprobables, sino sólo repetir, una y otra vez, la misma acusación sin sustento, escueta y sin adornos, hasta fijarla con fuego en la mente del público: los “antorchos” son “chantajistas” y “extorsionadores”, sus protestas son un “chantaje” contra el débil e indefenso gobierno para forzarlo a conceder sus “abusivas” e “injustificadas” peticiones. Aplican, pues, la conocida receta de Goebbels, el jefe nazi de la propaganda de Hitler: “una mentira repetida mil veces, acaba por convertirse en verdad”.

La guerrita intimidatoria, por su parte, tampoco se distingue por su sutileza o su novedad. Primero se apersonó un jefe policíaco en las oficinas del Comité Estatal Antorchista, con la encomienda de “explicarle” a los dirigentes que el plantón causa molestias a la población, ensucia el centro histórico y contamina visual y auditivamente. Conclusión salomónica: deben levantarlo a la mayor brevedad. Enseguida, frente al plantón y a pocos metros de la gente, se montó un alarde policíaco con cientos de hombres blindados con cascos, escudos y máscaras y armados de todas armas, lo que les daba un aspecto realmente espantable. La gente comenzó a aglutinarse, atraída por tan inusual despliegue de fuerza armada, preguntándose si por acaso no habría estallado la tercera guerra mundial sin que se diera cuenta. La tercera medida, la más inesperada por absurda, fueron las tronantes declaraciones de una señora diputada, de cuyo nombre no vale la pena acordarse, incitando al gobierno a “no tener miedo” y reprimir con mano dura a los antorchistas, puesto que éstos causan diversos daños a la ciudad y a la población sin ninguna causa ni motivo. Y remató su “brillante” faena con este capotazo: ellos tienen derecho a manifestarse, pero sin atropellar derechos de terceros.

Visto todo esto a la luz de la sana razón, no tiene coherencia ni valor alguno; es basura mediática y rastrerismo político de la más baja especie. En efecto, no se puede llamar “chantaje” a la protesta pública, del tipo que sea, sin responder antes una cuestión obvia: ¿por qué, entonces, ese “chantaje” está estatuido y amparado por la Constitución General de la República? ¿Es acaso nuestra Carta fundamental un documento redactado por delincuentes para proteger a delincuentes? Y en caso de que así fuera, ¿por qué se ataca a quienes la ejercen y se deja intocada la fuente del mal? ¿Por qué no se exige la derogación de los artículos octavo y noveno constitucionales y se constriñen a denigrar a quienes se amparan en ellos? Sobre el supuesto de que la protesta pública es un “chantaje”, es decir, un delito, se pide represión y cárcel para los antorchistas; pero si, en términos generales, delincuente es quien viola la ley, entonces los delincuentes no son los antorchistas que se amparan en ella, sino quienes la violan flagrantemente negando de facto el derecho a la protesta pública y desconociendo su obligación de atender y resolver las peticiones justas y legítimas de los gobernados. Delincuentes son, pues, los funcionarios morosos y los medios venales que les hacen coro.

¿Y qué diremos de la señora diputada, un miembro del Honorable Poder Legislativo cuya responsabilidad esencial es hacer las leyes y procurar su recto y justo cumplimiento? ¿Conoce esa señora la Constitución; sabe de qué está hablando? Si no la conoce ¿qué hace en el poder legislativo? Y si la conoce, ¿cómo se atreve a pisotear de modo tan indigno, y por simple servilismo rastrero, la ley fundamental de los mexicanos que ella es la más obligada a cumplir? ¿Y qué decir de esa muletilla absurda y desgastada de respetar el derecho de manifestación pública “pero siempre que no afecte derechos de terceros”? ¿No se da cuenta la diputada que está repitiendo un evidente y vulgar sofisma, que sólo pueden dar por bueno los retrasados mentales? Derecho de manifestación, sí, dice ella, pero sin obstaculizar el tránsito de nadie, sin hacer ruido, sin contaminar visualmente ni dar mal aspecto al centro histórico. No cuelguen mantas ni carteles ni griten consigna alguna. En resumen: “jueguen al toro, pero sentaditos”. ¿Por qué no organiza ella una manifestación así, para demostrarnos cómo se logra semejante milagro?

Todo esto es así, como dije, visto como ejercicio de la sana inteligencia. Pero desde el ángulo social la cosa es mucho más seria, pues tanto lo que pasa en San Luis Potosí como en Tamaulipas, Hidalgo, Sinaloa o Baja California Sur, es un síntoma alarmante de la misma causa de fondo: una visión reaccionaria y antipopular del quehacer político que no registra, o le importa un bledo, la terrible pobreza y desigualdad en que se debaten las mayorías trabajadoras del país y, que, en consecuencia, ni cree necesario hacer algo para paliar el problema, ni tampoco está dispuesta a respetar el derecho de las víctimas a defenderse de modo organizado y ejerciendo sus derechos constitucionales. Pero si la lógica política y la experiencia histórica no mienten, éste es el coctel explosivo más eficaz y seguro para detonar un conflicto social de grandes proporciones, que ya asoma las orejas, por cierto, en los conflictos poselectorales que todos sabemos. Dr. Toranzo, señores gobernadores de Hidalgo, Tamaulipas, Sinaloa y Baja California Sur: su desazón por las protestas antorchistas tiene un remedio fácil y bueno para todos: apliquen una pequeña dosis de justicia social y de una política de más altura y resuelvan. La patria se los agradecerá.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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