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YO TENÍA UN HIJO Por Luis Villegas

Adolfo no es muy blanco, que digamos; de ojos negros soñadores, más bien enteco (con eso de que está en pleno crecimiento); y en lugar de cabello tienen unas cosas negras y en punta que le salen de la cabeza, de modo que si le ve la coronilla, Usted piensa que es un puercoespín hecho bolita. Pues bien, yo tenía un hijo que se llamaba Adolfo y el regreso a clases me lo convirtió en el “Pípila”. Ahí estaba, el pobre, parado en el vano de la puerta, cargando una losa en su esmirriada espalda. Me imagino que Adolfo fue feliz hasta hace poco; desde la primaria estuvo en una escuela en la que no debía llevar uniforme, podía traer el pelo hasta la cintura sin que nadie lo mirara feo, se la pasaba en shorts (rotos) y camiseta (aunque fuera enero y llegara más azul) y vivía un estado de beatitud e indiferencia muy parecido al nirvana que afanosa -e inútilmente al parecer, en la mayoría de los casos-, buscan los budistas. Próximo a entrar a la preparatoria, dado que habrá de ir a la escuela a la que asiste su hermana, decidimos que su tercer año lo cursara en el mismo colegio para que se fuera enterando de los rigores del mundo. Mirándolo doblegado bajo el peso del bulto a sus espaldas, ahí nomás, parar variar, empecé a escribir estos párrafos.

 

Juro solemnemente que yo jamás terminé un libro escolar. Ni de mate, ni de química, ni de biología, ni de español, vamos, ni los de historia. Nunca, nunca, nunca, llegué a la parte donde dice: “Fin” (suponiendo que así terminen).

 

De ese modo, al ver la de bártulos, cuadernos y libros que les piden a mis hijos me dije, rotundo, a mi mismo: “Esto es un crimen. Un total, absoluto e inmisericorde despropósito”. Procedo a explicar algunos porqués.

 

No le voy a referir a usted, amable lector, gentil lectora, los pormenores de “comprar los útiles” de sus hijos; usted ya sabe más o menos de qué va esa tortura. El absurdo, son esos listados de objetos inútiles, carísimos además, que piden las escuelas para avituallar a nuestros retoños. Para centrar el punto le voy a citar tres casos concretos:

 

1.      El libro de biología que le piden a María, por ejemplo, es un mamotreto que no es que parezca tomo de enciclopedia, no señor; es que lo es. Ya lo quisiera Charles Darwin para gastar sus días en las Galápagos o de perdida para usarlo de almohada a la hora de echarse una pestañita pensando en su teoría de la evolución por selección natural; con ese ladrillo bajo la sesera, lo más seguro es que no habría conseguido gran cosa, excepto una insolación. Lo triste del caso es que es un libro que, los sé por experiencias propias y ajenas, María no va a terminar de leer ni en este ni en el curso por venir y ni, probablemente, jamás en la vida (porque lo que sea de cada quién, a María se le ven ganas de cualquier cosa menos de llegar a ser bióloga).

 

2.      Los 15 cuadernos que le pidieron a Adolfo; si cursa, digamos, ocho materias por año, ¿no sería más sensato pedirle un cuaderno por cada una? Si al final resulta que un cuaderno es insuficiente pues se compra otro y ya; pero así, quince de un jalón, ¿por qué o para qué? Digo, eso es tan irracional, tan estúpido, que no distingue entre quien tiene “letra grande” y “letra chiquita”, por ejemplo; de tal modo que habrá quien tenga necesidad solamente de ocho y habrá quien necesite veinte. ¿O no?

 

3.      El diccionario que les piden a los dos; ¿para qué demonios -me pregunto yo- necesita mi descendencia un utensilio de esa laya en pleno Siglo XXI? Existiendo una y mil herramientas que la tecnología pone a nuestro servicio, Ipad, Google, Wikipedia y miles de libros electrónicos (fáciles de “bajar”, leer o consultar), en acervos lícitos además, no comprendo la razón de pedir un diccionario de papel, de casi 400 pesos -como de a 50 centavos la página, oiga-; y menos aún cuando la casa, mi casa, la casa de ustedes, está llena de diccionarios: De consulta, de inglés, de italiano, de portugués, de etimologías, de antónimos, de ortografía y un etcétera que no más de pensarlo me entran unas ganas de comerme un edredón (pero no lo hago, porque recién terminé por comprender el asunto de los ácaros).

 

Otra de las imbecilidades que no termino de comprender (ni de digerir), es eso de que las versiones de algunos libros se deban ir sustituyendo año tras año. En Química o Física podría entenderlo; “ciencias exactas” como son, es cosa de que lo sean más cada día (eso fue una ironía); pero ¿en historia? Digo, en alguna de esas versiones -de historia patria por ejemplo- ¿Villa gana en Celaya? Por pura casualidad, ¿no habrá una en donde al que le queman los pies sea a Cortés y luego se lo coman en pipián?

 

La libertad de enseñanza debería tener sus límites; básicamente, para impedir abusos y excesos de parte de las instituciones públicas y privadas -y en todos los niveles-. Y no me refiero a la memez que proponía el Partido Verde, para nada. Lo que hace falta, es una auténtica reforma educativa que empiece por educar a los docentes y luego de allí pos ya veríamos. No generalizo, que conste: Algunos de los peores individuos que he conocido a lo largo de mi vida son profes; pero algunas de las personas más maravillosas, inteligentes, cultas, lúcidas y generosas que he tenido el placer de tratar, también lo son.

 

El colmo fue el asunto de la Biblia -Antes de continuar hagamos una aclaración: Sí, mis hijos van a una escuela católica-; prosigo: Decía que está el asunto de la Biblia. Yo no entiendo porqué, cada año, les piden a mis hijos una. Si en el asunto de la enseñanza de la historia lo de cambiar de texto a cada rato es discutible, ¿qué podemos decir de la Palabra de Dios? Insisto, habrá alguna que consigne que fue Abel el que le partió su mandarina en gajos a Caín? ¿En alguna otra, es Jonás el que se come a la ballena aunque después se muera de indigestión?

 

No creo -ni lo creeré jamás- que las escuelas puedan enseñar, ni promover, ni infundir valores ni cívico, ni éticos, ni de cualquier otra índole, si el ejemplo cotidiano es el del dispendio y el derroche; el del burocratismo obtuso y funesto; el de la falta de sentido común; el del exceso y el desperdicio. A la larga, creo, eso cala más hondo que cualquier otra enseñanza. Ah y por cierto -conste que lo sé porque yo estuve ahí- en las escuelas públicas la cosa no marcha mejor.

 

Luis Villegas Montes.

luvimo6608@gmail.com, luvimo6609@gmail.com, luvimo66_@hotmail.com, luvimo662003@yahoo.com

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La hora más vulnerable de Nicolás Maduro. Por Caleb Ordóñez T.

Imagina el Caribe venezolano en plena calma, sus aguas azules extendiéndose hasta donde la vista alcanza. Ahora rompe esa postal idílica con la silueta gris de tres destructores estadounidenses que avanzan hacia la región con radares encendidos y misiles listos. No es un ejercicio rutinario: es un mensaje directo al Palacio de Miraflores. Nicolás Maduro, el hombre que ha resistido sanciones, aislamiento internacional, protestas internas y hasta un intento fallido de magnicidio, vuelve a sentir el peso de Washington sobre su espalda. Y esta vez, el juego luce más peligroso que nunca.

Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordoñez Talavera

La Casa Blanca, en voz del propio Donald Trump, elevó la apuesta a un nivel sin precedentes: una recompensa de 50 millones de dólares por la captura de Maduro, sumada a un caso penal por narcoterrorismo que ya lo persigue desde hace años. Al mismo tiempo, envía barcos de guerra bajo la bandera de “operaciones antinarcóticos”. La mezcla es explosiva: derecho internacional, despliegue militar y política interna estadounidense se encuentran en un mismo tablero.

La figura de Maduro, que durante más de una década se ha aferrado al poder en medio de un país en crisis, se convierte así en el centro de una trama que recuerda a las novelas de espionaje y guerra fría. El lenguaje de Washington es claro: no basta con sancionar, ahora hay que demostrar músculo militar y judicial. Pero ¿qué tan lejos están dispuestos a llegar?

¿Derrocamiento real o un juego electoral?

¿Realmente buscan derrocarlo? La respuesta no es sencilla. Arrestar a un jefe de Estado en funciones sería un acto de guerra abierto, con consecuencias imprevisibles. El precedente de Manuel Noriega en Panamá en 1989 ronda inevitablemente la conversación: entonces, Estados Unidos invadió y lo capturó, exhibiéndolo ante el mundo como trofeo de justicia. Sin embargo, Venezuela no es Panamá. Es un país con más del doble de territorio, con una geografía selvática y montañosa que complica cualquier incursión, y con una red de alianzas internacionales que vuelven inviable una operación militar semejante.

Lo que persigue Washington no es tanto entrar a Caracas con marines, sino aumentar el costo de cada movimiento de Maduro, cerrar los espacios de maniobra de sus aliados y, sobre todo, mandar un mensaje claro a quienes lo rodean: quedarse con él puede salir muy caro. La recompensa multimillonaria y el despliegue naval apuntan más a erosionar la confianza dentro de la cúpula chavista que a preparar una invasión.

La vulnerabilidad del régimen es evidente. Aunque Caracas presume haber activado más de cuatro millones de milicianos como respuesta al avance de los buques estadounidenses, la realidad muestra otra cara: una economía raquítica que apenas produce alrededor de 900 mil barriles diarios de petróleo, cuando alguna vez fue un gigante de 3 millones. Las exportaciones, aunque sostenidas por compradores en Asia y licencias limitadas otorgadas a Chevron en Estados Unidos, no alcanzan para sostener a un país colapsado.

El éxodo es la prueba más clara del fracaso. Casi ocho millones de venezolanos han abandonado el territorio en la última década. Familias enteras se han dispersado por Colombia, Perú, Chile, México y Estados Unidos, formando la mayor diáspora del continente. Esa fuga no solo refleja la crisis interna, también genera presión internacional: los países receptores exigen soluciones, y la paciencia se agota.

Los aliados que sostienen a Maduro

Y sin embargo, Maduro sigue ahí. Su fuerza descansa en un triángulo que ha sabido consolidar: control férreo de las Fuerzas Armadas y los cuerpos de inteligencia; oxígeno económico de potencias aliadas; y un discurso de resistencia que vende al chavismo como la última trinchera contra el “imperialismo”.

Rusia lo respalda con asesoría militar y acuerdos estratégicos, presentándose como un socio confiable en tiempos de aislamiento. China, aunque más cautelosa, ha preferido mantener acuerdos productivos, reestructurar deudas y participar en proyectos de infraestructura, sin abrir la chequera como antes. Irán se ha convertido en socio energético clave, suministrando condensado y recibiendo crudo a cambio, mientras Turquía y Emiratos Árabes se han vuelto canales de comercio de oro y divisas. Cuba, por su parte, sigue siendo la columna vertebral del aparato de seguridad, con asesores que se mueven como sombra alrededor de Miraflores.

Pero quizás lo más delicado para Estados Unidos es que el tablero regional no es uniforme. Brasil y Colombia, dos gigantes sudamericanos, prefieren evitar un estallido armado. Ninguno de los dos gobiernos quiere tropas norteamericanas operando en su vecindario, porque entienden que una chispa en Caracas puede incendiar toda Sudamérica. Optan por la diplomacia, la contención y la presión por elecciones creíbles, pero rechazan cualquier escenario de intervención directa.

En esta misma línea se mueven actores europeos, que apuestan por negociaciones y transiciones pactadas. Pero a cada intento de mediación se impone la desconfianza: la oposición acusa al chavismo de manipular acuerdos, mientras Miraflores denuncia conspiraciones extranjeras. La consecuencia es un estancamiento crónico, donde el único beneficiado es Maduro, maestro en alargar los tiempos y sobrevivir a cada ola de presión.

Tres futuros posibles

¿Qué pasaría si cae? Tres escenarios se abren paso.

El primero sería una transición pactada: amnistías parciales, elecciones supervisadas y reincorporación de Venezuela a la economía global. Sería el camino menos traumático, el más ordenado para contener la crisis humanitaria y el éxodo migratorio. Pero también es el más improbable en el corto plazo: el chavismo no quiere soltar el poder sin garantías, y la oposición teme pactar con quienes han sido responsables de violaciones sistemáticas a los derechos humanos.

El segundo escenario es un quiebre interno. Sectores militares o figuras del chavismo podrían empujar la salida de Maduro para preservar la estructura del régimen, ofreciendo apenas un cambio de fachada. Una jugada pragmática: “sacrificar” al líder para salvar el sistema. Este escenario gana fuerza conforme aumenta la presión estadounidense y se multiplican las sanciones, pero requiere un acuerdo silencioso entre facciones que hoy desconfían unas de otras.

El tercero, el más temido, es el del colapso abrupto. Una caída desordenada del régimen que detone violencia en las calles, un nuevo éxodo masivo y un impacto directo en los mercados petroleros. El precio del crudo podría dispararse, golpeando economías ya frágiles y empujando a Estados Unidos y a la Unión Europea a tomar decisiones desesperadas.

Por ahora, Maduro parece sostenerse más por la fatiga del mundo que por la fuerza real de su régimen. Washington juega al filo: aprieta con sanciones, despliega poder naval, ofrece recompensas millonarias, pero al mismo tiempo reabre discretamente la puerta al petróleo venezolano para no desestabilizar los precios. Es el clásico palo y zanahoria: aislar al caudillo, pero evitar que su caída provoque un terremoto energético global.

El dilema central es si esta nueva ofensiva norteamericana es un auténtico plan para desplazarlo o un movimiento electoral más de Trump, que busca mostrar firmeza ante la diáspora venezolana en Florida y ante un electorado que aplaude los gestos de mano dura. Lo cierto es que, aunque la narrativa se vista de “guerra contra los carteles”, el objetivo final sigue siendo el mismo: debilitar al hombre que convirtió a Venezuela en un enclave incómodo en el hemisferio.

México entre la prudencia y la diplomacia

En este ajedrez geopolítico, México ocupa un rol peculiar. Históricamente ha defendido el principio de no intervención y el respeto a la soberanía, pero también ha sido anfitrión de negociaciones entre la oposición y el chavismo. Hoy, el gobierno mexicano se mueve entre dos aguas: por un lado, condena cualquier acción militar extranjera en la región; por el otro, mantiene canales diplomáticos abiertos para no quedar aislado de la comunidad internacional que exige elecciones transparentes.

México ha mostrado disposición para servir como mediador, buscando posicionarse como un “puente” entre Washington y Caracas. Sin embargo, no es una tarea sencilla. Si se acerca demasiado a Maduro, arriesga tensiones con su principal socio comercial: Estados Unidos. Si se alinea demasiado a Washington, rompe con la tradición diplomática mexicana que desde la Doctrina Estrada ha evitado avalar intervenciones. Además, hay factores internos: México ya enfrenta su propia presión migratoria con miles de venezolanos que cruzan la frontera rumbo a Estados Unidos. Su interés humanitario y estratégico es contener la crisis antes de que se convierta en un problema mayor en sus propias fronteras.

En este sentido, México podría jugar un papel crucial si se abre un proceso de negociación real. Sería anfitrión natural de una mesa de diálogo, pero siempre desde una posición frágil: la de un país que intenta mantener su voz regional sin romper la delicada relación con Washington.

El Caribe venezolano ya no es la postal tranquila que imaginamos al inicio. Es un tablero en tensión, donde cada movimiento puede desatar un efecto dominó regional. Y allí, entre el rugido de los destructores y la resistencia de un régimen acorralado, se juega no solo el futuro de Nicolás Maduro, sino también la estabilidad de buena parte del continente.

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