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Opinión

César Duarte: opulencia podrida. Por Caleb Ordóñez T.

Caleb Ordóñez T.

Exhibido, descubierto y decadente. Su rostro muestra el cansancio y la derrota; el hastío de ser un perseguido, en las manos del poder.

César Duarte fue capturado en un taller de autopartes usadas, un negocio que conoce bien, pues desde sus inicios como comerciante “chueco” se dedicó a la transa vendiendo autopartes y automóviles en lotes irregulares.

Es difícil imaginar cómo fue que de aquel “trono” que fue construyendo desde el gobierno de Chihuahua; su caída fue tan deprimente: como un fugitivo que se hacía pasar por empleado del humilde taller “Chávez auto parts” en Miami, Florida.

César Duarte y EPN.

Ese hombre antes humillaba a sus subalternos, amenazaba a sus adversarios, encarceló a sus críticos y ostentaba el poder de manera corrupta como pocos personajes se han conocido en la historia de aquel estado norteño.

Grandeza monstruosa

“Cuando sea gobernador subiré con mi caballo las escaleras del palacio de gobierno, como le hubiera gustado a mi general (Francisco) Villa”, lo escuché decir alguna vez.

No fue así, pero el día que asumió el poder, aquel 4 de octubre de 2010, el evento fue faraónico. Ahí estaban los gobernantes de distintos estados, de todos los partidos políticos, entre ellos el entonces gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto. Ahí también, líderes sindicales, como la maestra Elba Esther Gordillo.

Cuando Duarte tomó la palabra para protestar como gobernador aseguró que quería ser recordado como “el gobernador que puso orden en Chihuahua”. ¡El poder es para poder y no para no poder!, gritó el recién ungido, ocasionando que los miles de testigos en el centro histórico de la capital del Estado aplaudieran. Era una escena que asemejaba al coliseo romano. Apenas el “imperio” comenzaba.

Es importante recordar esa fecha, pues desde ese día, Duarte Jáquez ordenó a su secretario de Hacienda (su socio y delator) Jaime Herrera Corral que dispusiera en forma inmediata de un fondo especial de 100 millones de pesos para, supuestamente, apoyar las familias afectadas por el crimen organizado. Desde entonces las arcas del gobierno fueron mermando a través de múltiples endeudamientos.

Los antojos de Duarte eran pagados, todos y cada uno, con dinero público. Desde las varias botellas “Petrus” que firmaba, con un costo mayor a $97,000 pesos en un restaurante local, como denunció el portal Segundo a Segundo http://segundoasegundo.com/duarte/ , se fue desenmascarando un sexenio lleno de polémicas y corruptelas exageradas.

El entonces gobernador compraba el “mercedes Benz” de $858 mil pesos con dinero del gobierno.

Gracias a los esfuerzos periodísticos de Sergio Valles, las denuncias públicas y jurídicas por parte de Jaime García Chávez y la exigencia desde la tribuna legislativa en el Senado de Javier Corralse fue descubriendo cada uno de los terribles delitos desde el poder: decenas de ranchos comprados que representan miles de kilómetros cuadrados.

El nepotismo imperante, al colocar a varios (muchos) familiares en lugares estratégicos, a tal grado de imponer a su hermano mayor Ricardo Duarte Jáquez como rector de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez.

La caída del César fue forjándose a partir del 14 de septiembre del 2014 cuando el abogado García Chávez lo denunció penalmente ante la Procuraduría General de la República por los delitos de peculado, enriquecimiento ilícito, ejercicio abusivo de funciones y uso indebido de atribuciones y facultades. Todo ello a causa de un contrato de fideicomiso constituido por el gobernador y su esposa, Bertha Gómez, dicho contrato fue fondeado con recursos ilícitos, y que serviría, a su vez, como contrato de compra de acciones de lo que sería el Banco Progreso Chihuahua.

La embriagante avaricia de Duarte no cesaba. Ha sido denunciado de haber “comprado” diputados de todos los partidos políticos, para aprobar la bursatilización de bonos carreteros que condenaría a Chihuahua a tener una deuda de 55 mil millones de pesos al finalizar el sexenio duartista. Lo logró.

La justicia llega

Sin embargo, a pesar de todas las acusaciones y que el alfil de su partido, Enrique Serrano, perdiera la elección frente a Javier Corral, parecía que todo le salía bien al parralense, o eso intentaba aparentar, mientras pagaba para que se corrieran rumores que sería presidente del PRI o precandidato a la presidencia de la República. Mentira tras mentira.

Frente a la periodista Azucena Uresti, un soberbio y envalentado Duarte aseguraba: “Por ningún motivo me verán en la cárcel”.

Pasaron años para que César Duarte fuera finalmente aprehendido, en aquella histórica visita del presidente López Obrador al xenófobo y racista Donald Trump.

Duarte capturado.

Ese fatídico, 8 de julio para el exgobernador, su mayor enemigo y persecutor, Javier Corral señaló: “Mientras la memoria no se rinda y la voluntad política no se quiebre, la justicia llega”.

Lo de Duarte apenas empieza, pues de su juicio saldrá demasiada pus de corrupción imperante durante años y deberá devolver todo lo que se le acusa haber robado.

Es importante la reflexión de su hundimiento. De cómo la opulencia puede pudrirse cuando ésta es obtenida por los negocios a partir del poder; por la miseria moral y mezquindad presente en aquel que no solo comete corrupción, sino se sirve de su posición para corromper a otros.

La historia de Duarte Jáquez debe ser expuesta, sobre todo a las nuevas generaciones, con la moraleja que en este país tenemos que cambiar sí o sí, que debemos abandonar los ensueños de riqueza emanada de la transa y el saqueo del dinero público.

Porque la corrupción no solo empobrece a las comunidades. Esos miles de millones embolsados destruyeron vidas, sometieron a la violencia a los ciudadanos, a la adicción y la desesperanza.

Por eso y mucho más, la historia decadente del gobernador que se creyó invencible, debe de ser contada una y otra vez.

Nota: Esta opinión fue publicada en Expansión Política.

Opinión

La urna. Por Raúl Saucedo

Lo que se viene

La próxima semana, México se adentra en un territorio inexplorado en su historia democrática: la elección directa de jueces, magistrados y ministros. Un experimento audaz que, aunque revestido de buenas intenciones, plantea desafíos logísticos y políticos de magnitudes considerables. La promesa de un poder judicial más cercano al pueblo, más transparente y menos susceptible a las influencias partidistas, choca de frente con la complejidad inherente a un proceso electoral de esta naturaleza.

La idea de que los ciudadanos elijan a quienes impartirán justicia resuena con fuerza en un país donde la desconfianza hacia las instituciones es palpable. Sin embargo, transformar esa aspiración en realidad práctica exige superar obstáculos que van desde la logística hasta la información. ¿Cómo garantizar que millones de votantes conozcan a fondo los perfiles de los candidatos, sus trayectorias y sus posturas ante temas cruciales? La campaña electoral, con sus tiempos limitados y sus recursos restringidos, se antoja insuficiente para lograr una difusión efectiva.

La urna, ese símbolo de la democracia, se convierte ahora en el escenario de una decisión compleja. A diferencia de las elecciones para cargos ejecutivos o legislativos, donde las plataformas políticas y las promesas de campaña son más accesibles, la elección de jueces y magistrados demanda un conocimiento técnico y jurídico que escapa al ciudadano promedio.

¿Cómo evitar que la votación se convierta en un mero ejercicio de popularidad, donde los nombres más conocidos o los rostros más mediáticos se impongan sobre la idoneidad y la experiencia?

La logística electoral también representa un reto mayúsculo. La organización de una elección a nivel nacional, con miles de candidatos y millones de votantes, exige una coordinación impecable. ¿Cómo asegurar la transparencia y la equidad en un proceso donde la vigilancia y la fiscalización se multiplican exponencialmente? La sombra del fraude y la manipulación, siempre presente en los debates electorales, se cierne con mayor intensidad sobre una elección de esta naturaleza.

Más allá de los desafíos logísticos, la elección del poder judicial plantea interrogantes sobre su independencia y su imparcialidad. ¿Cómo evitar que los jueces y magistrados electos se conviertan en rehenes de los intereses políticos que los impulsaron? ¿Cómo garantizar que su lealtad se mantenga incólume ante las presiones y las demandas de los grupos de poder? La línea entre la legitimidad democrática y la politización de la justicia es delgada y peligrosa.

Este experimento democrático, sin duda, marcará un hito en la historia de México. Su éxito o fracaso dependerá de la capacidad de las instituciones y de la ciudadanía para superar los desafíos y aprovechar las oportunidades. La transparencia, la información y la participación serán los pilares de un proceso que, de salir bien, podría fortalecer la democracia y la justicia en el país.

Mientras tanto yo seguiré viendo en mis redes sociales las fotografías y entrevistas de lo que pareciera hace más de 15 años campañas técnicas universitarias y de lo que hoy de tanta cantaleta se convierte en realidad “El Futuro de México”

@RaulSaucedo

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rsaucedo@uach.mx

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