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Derechos populares, primera víctima de la falta de ética y rigor en los medios Por Aquiles Córdova

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Tanto la presión de tiempo y espacio con que trabajan los diaristas contemporáneos, como su falta de independencia profesional y su escaso interés por todo lo que no sean beneficios contantes y sonantes, han hecho de reporteros, columnistas y articulistas, con independencia del tipo de medio al que sirvan (televisión, radio o prensa escrita) simples voceros y defensores de la “línea editorial” de su empresa, de los políticos que pueden pagar la difusión de sus discursos, opiniones y puntos de vista y de los llamados “poderes fácticos”, que cada vez actúan más desembozadamente en la arena política nacional. Para cumplir semejante papel, sólo necesitan recoger “fielmente” las declaraciones de quienes pagan el servicio, o, en su caso, adobarlas convenientemente (por absurdas y falsas que sean), mientras lanzan las injurias y las imputaciones más envilecedoras, degradantes y acusatorias contra aquellos que deben atacar y “denunciar”, haciendo a un lado, casi de modo absoluto, la ética profesional y el rigor lógico-demostrativo de su discurso.

La primera víctima de este modo de hacer periodismo en nuestros días son los intereses legítimos y los derechos legales de quienes no pueden pagar la difusión de sus demandas, sus inconformidades y sus puntos de vista en general, seguidos por los escasos márgenes de autodefensa que les deja la ley para romper el cerco de indiferencia y de silencio con que suelen ser rodeados casi siempre. Un ejemplo reciente lo constituye la campaña mediática librada por los medios informativos poblanos en contra de la protesta que los antorchistas sostuvieron por varios días, en fecha reciente, en busca de hacerse ver y oír por el Ayuntamiento y el Presidente Municipal de la capital del estado. En ella encontrará, quien se tome la molestia de revisar lo que dijeron y escribieron los medios al respecto, la repetición hasta la náusea del sobado estribillo que todo reportero, columnista o articulista que se respete se considera obligado a recetar a su público, acerca del sagrado respeto a “los derechos de terceros”, atropellados, vulnerados y pisoteados por quienes organizan marchas, mítines y plantones en la vía pública o en espacios públicos de uso colectivo. Esos intocables “derechos de terceros” son, como los medios mismos se encargan de puntualizar, el derecho al libre tránsito de los dueños de autos particulares y el de los “comerciantes establecidos” para hacer negocio, que ven dañadas sus tareas cotidianas y sus ventas por el peligro que significan quienes protestan en masa y por la basura, la mugre y los “olores fétidos” que deja tras de sí “ese tipo de gente”.

Tanto y tan “enérgicamente” se repite esta cantinela “de los derechos de terceros”, que no puede uno menos de convencerse de que quienes la esgrimen de modo tan reiterado como irreflexivo, están plenamente convencidos de haber descubierto el argumento perfecto, inatacable y sin ningún tipo de fisura, en contra de esa lacra social que son las marchas y los plantones que protagonizan en el país entero los pobres y los menesterosos. Como se ve en la campaña de la jauría mediática poblana en contra de los antorchistas, a quienes se dan vuelo y sientan plaza de héroes civiles condenando la lucha de los desamparados en nombre de “los derechos de terceros” no se les pasa siquiera por las mientes que la calidad de “terceros” en derecho no es un atributo que brote de una cualidad intrínseca, inmanente a uno de los titulares de los derechos en conflicto (el de manifestación pública de un lado y el de libre circulación y comercio de otro) y que, por tanto, no se le puede aplicar siempre y en cualquier circunstancia al mismo sujeto de uno de tales derechos. Que, por el contrario, se trata de algo relativo, puesto que depende exclusivamente de la posición en que se coloque el observador o el juez del conflicto. En efecto, para quien juzgue desde el punto de vista de los dueños de autos particulares y de los comerciantes establecidos, los “derechos de terceros” son, evidentemente, los de estos grupos sociales; pero al mismo tiempo, para quien observe desde la posición de los que llevan a cabo la protesta, los “derechos de terceros” son los de la masa inconforme que sale a la vía pública, exactamente por la misma razón y por la misma lógica que aplica el defensor de los automovilistas y los comerciantes ricos.

Así pues, el “argumento irrebatible” de los “derechos de terceros”, para quien piense y discurra con un mínimo de objetividad y rigor lógico y no obnubilado por la paga o por los prejuicios de clase, resulta falso e inadecuado para zanjar un diferendo como el que menciono, puesto que ambas partes son, con igual derecho y exactamente al mismo tiempo, “terceros perjudicados” por la parte contraria. Pongámoslo de otro modo para entendernos: si los coche tenientes y los comerciantes tienen razón al exigir que los titulares de la garantía de manifestación y protesta pública no dañen ni menoscaben su derecho al tránsito y al comercio, exactamente la misma razón les asiste a quienes protestan en la calle para exigir a automovilistas y comerciantes que no dañen ni limiten, de ningún modo, su derecho a manifestarse públicamente en defensa de sus intereses legítimos. Por tanto, la pretendida verdad irrefutable de quienes exigen respeto “a los derechos de terceros” dando por hecho que los “terceros” son siempre sus defendidos y que su salomónica sentencia opera en un solo sentido (aquel que va en contra de los manifestantes), no pasa de ser un error lógico evidente, nacido de su ignorancia, de su actitud preconcebida en favor de los poderosos, o de ambas cosas a la vez.

Pero la metida de pata no se queda en eso. Los señores de los medios tampoco ven que el “derecho de terceros” no implica, ni mucho menos, que el culpable de su violación sea necesariamente el titular de la garantía opuesta; no ven que si se puede hablar de “terceros” es porque hay un primero y un segundo actor, y que el verdadero culpable suele ser, con mucha frecuencia, “el primero” de esos actores, que pasa inadvertido justamente por no ser titular de ninguna de las garantías en conflicto. El pobre (o interesado) razonamiento de los medios poblanos olvida, por eso, que el derecho universal postula que allí donde dos garantías igualmente válidas entran en pugna, es el “primer” actor (el juez, o el Estado casi siempre) quien debe resolver el diferendo respetando la esencia de ambos derechos. De no ser así, la disputa la resuelve la fuerza. En el ejemplo que cito, “el primero” en el conflicto es el Ayuntamiento poblano; y es él quien, si quiere evitar problemas a automovilistas y comerciantes y respetar el derecho a la libre manifestación, debe atender y resolver en justicia las demandas de los inconformes para evitar que éstos salgan a la calle. No hay otro camino para hacer valer ambas garantía a la vez. Y eso de que “estoy a favor del respeto a la libre manifestación pública pero sin causar molestias a la ciudadanía” es menos todavía que un sofisma; es una vil hipocresía que plantea una condición imposible de cumplir para un ser humano, con tal de esconder su odio reaccionario al derecho del pueblo pobre a la legítima defensa. Le voy más a los reaccionarios desembozados.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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