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Opinión

Superar brechas, superar disparidad. Por Itali Heide

En los últimos años, el mundo ha sido víctima de una pandemia implacable, que ha puesto de relieve la importancia de la vacunación más allá de COVID-19. Hemos observado con horror cómo naciones y comunidades se enfrentan a las complejidades del acceso a la vacunación universal, con un marcado contraste entre el Sur Global y el Norte Global.

Itali Heide

Itali Heide

Con la atención puesta en la distribución y el acceso a las vacunas, se han puesto de manifiesto las disparidades entre los países de primer mundo y los que necesitan más apoyo. En el Norte Global se observan notables progresos en la vacunación, con países que invierten en vacunar a su población. Por otro lado, el Sur Global se enfrenta a un obstáculo tras otro, desde la escasez de vacunas hasta problemas logísticos.

¿Es insalvable la brecha? Para responder a esta pregunta, debemos ir más allá de las disparidades. Nuestra historia comienza con una perspectiva diferente, que explora las alianzas y la innovación que están surgiendo para salvar la brecha de la vacunación.

En muchos países de América Central y del Sur, la distribución de vacunas se ha considerado en gran medida una cuestión de interés nacional y, cuando los gobiernos no pueden hacerlo por sí solos, interviene la sociedad civil. Alianzas formadas por ONG, activistas y expertos en salud están reescribiendo la historia de la vacunación mundial haciendo hincapié en la equidad, la inclusión y el acceso.

Medical IMPACT y The People’s Vaccine Alliance son organizaciones que se han tomado en serio la frase «construir puentes, no muros». Su labor sobre el terreno incluye la prestación de asistencia médica, especialmente vacunas, a las comunidades más vulnerables y de más difícil acceso. Fuera del terreno, su compromiso para acabar con las disparidades llega hasta el cambio de políticas, como su participación en la reciente Semana de Alto Nivel de las Naciones Unidas.

Ante la crisis sanitaria mundial y el aumento de las disparidades, es fácil centrarse en lo que nos separa. Sin embargo, la historia de la vacunación no puede ser una historia de división, sino de fuerza colectiva. Alianzas como Medical IMPACT y The People’s Vaccine Alliance demuestran que los obstáculos más difíciles se superan mejor trabajando juntos y practicando la empatía a cada paso.

Mientras nos preguntamos cuándo llegará el Sur Global al Norte Global, recordamos que la lucha por la vacunación universal trasciende todas las fronteras, la política y la geografía. Como misión basada en la empatía, la compasión y un sentido compartido de la responsabilidad, proteger a los vulnerables no consiste únicamente en salvar las diferencias geográficas, sino también las diferencias en nuestra humanidad colectiva.

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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