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AMLO y el poder eclesiástico. Por Laura Puente

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Según datos del INEGI, en 2021 el 77.7% de los mexicanos se identificaron con el catolicismo, lo que convierte a México en uno de los cinco países del mundo con mayor número de personas católicas.

Estamos a 12 días de celebrar el Día de la Virgen de Guadalupe. El pasado 12 de diciembre de 2022, los peregrinos rompieron récord en visita a la Basílica de Guadalupe, se contó con la asistencia de 12.5 millones de creyentes.

Dadas estas cifras y a sabiendas de que el Presidente Andrés Manuel López Obrador conoce que su electorado es en mayoría religioso, sorprende que su relación con el poder eclesiástico no sea tan buena.

A principios de este mes, en reunión con la Conferencia del Episcopado de México (CEM), se observó que López Obrador no fue bien recibido por los obispos, quienes mostraron una postura un tanto indiferente y molesta con el inquilino de Palacio Nacional.

Esta fue la segunda reunión que sostuvo el mandatario con la Iglesia. La primera fue a inicios de su sexenio en 2018, después no tuvo otro acercamiento.

No se sabe cuándo fue el primer roce del político con la institución religiosa, posiblemente desde que se negaron a entregar la famosa cartilla moral en los templos católicos; o con la incoherente solicitud a la iglesia católica de pedir perdón por los crímenes cometidos en la Conquista; o cuando los asesinatos a sacerdotes en el territorio nacional se incrementaron y el Presidente respondió de forma indiferente.

O bien cuando supuso que dos sacerdotes asesinados dentro de las instalaciones de un templo en la Sierra de Chihuahua, estarían involucrados con el crimen organizado, tampoco se olvida cuando padres oficiaban las misas y hacían un llamado a los asistentes a defender las instituciones de los ataques del poder, esto en el marco de las reformas al INE y sus ataques a la SCJN; o tal vez sea solamente que el apesar de ser acusado de hacer santería y rituales, es el cristianismo la religión que profesa.

El Presidente ha sido inteligente pues su distancia es con la iglesia, pero no con sus creyentes. La discreción a lo largo de estos cinco años por parte de la iglesia y la buena forma de manejarlo de AMLO, no ha representado mayor molestia o interrogante con los sectores que forman el electorado religioso que tiene, por decir uno, los adultos mayores.

Cerca de terminar el sexenio y con las próximas elecciones en puerta, López Obrador no puede confiarse y que su lejanía represente una amenaza para su candidata, pues se sabe que su contrincante, Xóchitl Gálvez, y uno de los partidos que la respaldan, Acción Nacional, sí mantienen una estrecha relación con la iglesia y ese 77.7%, representa poco más de 97 millones de mexicanos.

Veremos en los próximos meses qué estrategias implementa el Presidente para no descuidar la relación y exhibir la lejanía, y que dicho apoyo sea para la candidata del FAM. Todo indica que ya inició un plan y ahora desea limar asperezas y mantener una buena relación, pues como primera acción fue el Titular del Ejecutivo quien pidió asistir a la última reunión con el CEM, es decir, a la que no fue invitado por los obispos;  ya veremos qué más sigue en fechas tan representativas.

POR LAURA PUENTE

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@LAURAPUENTEEN

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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