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Opinión

La quemada. Por Raúl Saucedo

Se escribió la historia

El pasado domingo 2 de junio, México presenció un evento histórico en su panorama político: el Partido de la Revolución Democrática (PRD), emblema institucionalizadode la izquierda mexicana a finales del siglo XX, perdió su registro al no alcanzar el 3% de la votación en las elecciones. Con este resultado, el PRD se convierte en el partido número 26 en perder su registro en los últimos 33 años en México.

El líder nacional del PRD, Jesús Zambrano, ha intentado impugnar los resultados, buscando recuperar los aproximadamente 200,000 votos que, según la dirigencia, les faltaban. Sin embargo, el Instituto Nacional Electoral (INE) rechazó su solicitud de reabrir los paquetes electorales en los 300 distritos federales.

El 15 de junio, durante una reunión nacional, Zambrano reconoció que el PRD de hace 35 años ya no existe. El PRD fue fundado el 5 de mayo de 1989 como una alternativa de izquierda en un México dominado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que había gobernado de manera ininterrumpida desde los años 20`s. Nacido de una fusión de diversos movimientos y corrientes políticas de izquierda, el PRD buscaba crear una oposición real. Su fundación fue impulsada por el controvertido resultado de las elecciones presidenciales de 1988, donde el Ing. Cuauhtémoc Cárdenas, líder del Frente Democrático Nacional, se enfrentó a Carlos Salinas de Gortari del PRI, en medio de acusaciones de fraude electoral.

En 1997, el PRD obtuvo una victoria significativa con Cuauhtémoc Cárdenas ganando la jefatura de gobierno del Distrito Federal. El partido se consolidó como la segunda fuerza política del país, logrando gobernaciones en varios estados en el centro del país. Sin embargo, su ascenso se vio truncado cuando Andrés Manuel López Obrador, su siguiente candidato presidencial, denunció fraude tras las elecciones de 2006 y 2012. En 2014, López Obrador formó el Movimiento Regeneración Nacional (MORENA), lo que marcó el inicio del declive del PRD.

Desde entonces, el PRD ha tenido que aliarse con otros partidos para mantenerse relevante en los electoral. En 2018, formó una coalición con el Partido Acción Nacional (PAN), y en 2024, se alió con PRI y PAN para hacer frente a MORENA.

El declive del PRD también puede atribuirse a sus divisiones internas (tribus). La lucha entre las diferentes facciones del partido, como Los Chuchos (Nueva Izquierda) y los Obradoristas, debilitó su cohesión y efectividad. La elección del presidente nacional del PRD en 2008, donde Jesús Ortega (Los Chuchos) fue declarado ganador sobre Alejandro Encinas, aumento estas divisiones.

A lo largo de los años, la salida de militantes y líderes hacia MORENA ha sido constante. Figuras políticas prominentes como Marcelo Ebrard, Alejandro Encinas y muchos lideres sociales abandonaron el PRD, llevándose consigo una parte significativa de su base.

En 2014, cuando MORENA se registró oficialmente como partido político, este éxodo de liderazgos se aceleró, dejando al PRD en una posición cada vez más marginal.

A pesar de sus intentos de mantenerse relevante, el PRD no logró superar las divisiones internas ni la competencia con el otro partido de izquierda que cada vez era más atractivo y empoderado. Su decisión de unirse al Pacto por México en 2012, una iniciativa que buscaba implementar reformas estructurales en el país, también fue polémica.

Con la pérdida de su registro, el PRD cierra un ciclo en la política mexicana. Fundado como una fuerza de oposición real contra el PRI, el PRD jugó un papel crucial en la democratización del país. El PRD será recordado como una era de lucha y transformación en la política mexicana.

Este emblemático cierre político / electoral se da en el marco de recuerdos donde slogans de soles y corazones se portaban en las duelas de Cuauhtémoc y en donde la primera tarea electoral allá por la quemada se dio con gallardía.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

 

Opinión

Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.

Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.

Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.

Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.

En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.

No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.

Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.

El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.

Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.

El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.

Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.

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