Opinión
¿Y el peor? Por José Luis Font

Me preguntan cada rato y ya había escrito por aquí que cuál ha sido, para mí, el mejor Mundial de fut que me haya tocado vivir; di mis razones, mis conclusiones, incluí los Mundiales juveniles y otros eventos de FIFA que no tienen nada que ver con patear el baloncito y en los que tuve oportunidad de trabajar cuando formé parte de la oficina de alojamiento de la FIFA.
El trabajo de la FIFA Accommodation Office(“FAO”) consistía en administrar y operar la logística hotelera para equipos, medios de comunicación, patrocinadores, invitados, staff y aficionados en general para la mayoría de los eventos de la FIFA incluyendo los Mundiales grandes, así como los juveniles, femeniles, playeros, de sala, congresos y demás. Mis ocho años trabajando como el mejor ejecutivo de hotelería que la FIFA y el mundo hayan visto jamás, me llevaron a, literal, recorrer el mundo haciendo scoutingde hoteles, inspecciones, juntas y recorridos por unos lugares y países chingonsísimos, y otros…….. pues no tanto.
El nacer y crecer en un lugar como México te da ciertas “herramientas” y te deja bastante más curtido que muchos de mis colegas, sobre todo europeos, y no por falla de ellos sino producto de las condiciones que existen en nuestros países emergentes contra las que hay en países desarrollados. No tiene caso tratar de enlistar las obviedades de tales diferencias porque no acabaríamos nunca y seguro nos volveríamos a encabronar (o cuando menos yo) al recordar todo lo bueno que tenemos en nuestros países y que se ve severamente diluido por las interminables pendejadas que han venido haciendo la bola de políticos corruptos qué hemos tenido que soportar durante décadas y que tal parece seguirán aquí reciclándose para seguir saqueando todo lo bueno que tenemos, pero este es tema para otro día.
El caso es que dentro de todas esas habilidades que adquirimos en nuestros bellos países hay varias que nos sirven para deambular por el mundo con un poco más de tablas que quizá alguien que creció en la perfección de un lugar como Liechtenstein, Suiza o similares; nuestra capacidad de asombro es bajísima porque casi casi hemos visto de todo desde una muy corta edad. Lamentablemente estamos acostumbrados y tenemos un cierto grado de normalización al ver cosas que no debieran existir como la pobreza, violencia, crimen, entre otras tantas; estamos acostumbrados a no estar caminando solos y de noche; estamos acostumbrados a estar cuidándonos las espaldas y sospechando de quien nos viene “siguiendo” durante varias cuadras; de no usar relojes buenos más que cuando salimos de viaje precisamente a uno de esos países que gozan de mayor seguridad y así un sinfín de casos y ejemplos que ya todos sabemos.
Por ello, viajar o visitar un lugar que tenga carencias similares no nos causa tanta impresión o sorpresa que a muchos otros les pudiera generar sin embargo muy de repente nos topamos con algún lugar que, por más acostumbrados o experimentados que estemos, no hay manera de no aventarnos un muy merecido “¡ay cabrón!”.
Había entrado yo a trabajar a la empresa en el 2008 mudándome a Johannesburgo, Sudáfrica; era un niño de tan solo 26 años y me encontraba por primera vez viviendo solo a casi 15,000 kms de México en una industria totalmente nueva para mí.
Si bien mi trabajo estaba enfocado a temas para el Mundial de la FIFA en el 2010, en aquellos entonces se hacía la Copa Confederaciones un año antes a manera de evento prueba para asegurar que todo funcionara e ir poniendo a prueba al país anfitrión, la infraestructura y tener tiempo suficiente de aplicar cualquier correctivo operativo en un ambiente mucho más pequeño y controlado dejando listo todo para el evento estelar un año después.
Como les cuento, entre 2008 y el Mundial del 2010 en Sudáfrica hubo varios eventitos que quizá, para la mayoría, hayan pasado desapercibidos; tuvimos, como cada ciclo Mundialista o de Copa Confederaciones, varios workshops para los equipos participantes, un congreso de la FIFA, congreso médico y en el 2009 un Mundial Sub20 Varonil en Egipto y el Mundial Sub17 Varonil en Nigeria para el cual estaría yo de responsable de la operación hotelera en una de las ciudades sedes llamada Ijebu Ode, ubicada a unos 100 kms de Lagos.
Mi casi nula experiencia por el continente africano se limitó prácticamente a Sudáfrica y alguno que otro país colindante a donde fui un par de veces de safari aprovechando la oportunidad única de estar por aquellos lugares así que, como suelo hacerle, mi conocimiento sobre Nigeria se limitaba a lo que pude leer en Wikipedia y en los briefs que nos pasaba la FIFA con respecto al país que albergaría uno de sus eventos.
Me sorprendió un poco al principio que una de las reglas inamovibles era que la delegación de FIFA que trabajaría en este evento estuviese formada, únicamente, por hombres; las condiciones de Nigeria y la crisis de seguridad por las que atravesaba el país en esos momentos sugerían minimizar, en la medida de lo posible, todos los posibles riesgos.
En mis investigaciones y Googleadas acerca del país y la ciudad donde estaría basado poco más de un mes arrojaron noticias sobre un grupo de islamistas radicales pertenecientes a Boko Haram que habían llevado a cabo unos actos terroristas en contra de una comitiva de cristianos muy cerca de la sede donde estaría basado y mis múltiples “ay cabrón” fueron escalando de tono conforme iba leyendo las noticias y veía fotos de a donde iba a ir.
Mis aventuras nigerianas empezaron desde que el vuelo de Johannesbugo a Lagos en un Boeing 787 de South African Airways abortara su aterrizaje por, según dijo el piloto, unas fallas en los sistemas de navegación e ILS del aeropuerto; no tenemos que ser expertos aeronáuticos o qué carajos es el ILS para saber que lo que sea que sea eso, no debe fallar; hospitales y aeropuertos son lugares donde no se puede ir la luz y donde todo tiene que funcionar al chingadazo por aquello de que hay vidas de por medio – ¿o estoy mal?
Ese aterrizaje abortado pudo haber sido coincidencia, pero según me informó mi compañero de vuelo, esto era un martes cualquiera.
El aeropuerto, la sala de arribos y el proceso de migración local es algo sacado de película, cuando menos en ese entonces y la verdad no he vuelto para constatar cualquier posible mejoría. La cantidad de gente, los gritos, la violencia verbal con la que el agente migratorio llamaba al siguiente en la fila era como si estuviéramos en un tianguis a dos días de Navidad con gente con prisas y de malas.
Las indicaciones que se me habían confirmado era que habría una persona que me estaría esperando con un letrero con mi nombre a la salida de arribos internacionales y me llevaría en un transporte oficial del evento al hotel, pues no había tal persona, ni tal letrero.
Con mi maletita y cara de pendejo, me encontraba solo en la salida del aeropuerto en un mar de viajeros y taxistas peleándose por quitarme la maleta y tratando de llevarme a sus vehículos no oficiales y de dudosísima reputación; he visto suficientes películas de Liam Neeson para saber que así es como termina uno secuestrado o traficado sexualmente y cómo mucho trabajo me ha costado mantenerme impoluto todos estos años, no andaba de humor para andar participando en ninguno de esos dos escenarios así que me dispuse a poner la cara del mexicano más malvado que Nigeria haya visto antes, estar bien abeja (o sea, estar atento para aquellos que no hablen slang de Joselito), no soltar ni distraerme de mi maleta y vociferar, aprovechando que nadie me entendía, una cantidad de maldiciones en el español (mexicano) que muchos han atestiguado me florece ante tales situaciones.
Ante la espera, consulté con algunos de mis compañeros, incluso unos que ya se encontraban en el país, y la instrucción fue unánime de que por ningún motivo me debía mover a ningún lado y habría que esperar a que llegara el transporte oficial para que me llevara al hotel y de allí a mi ciudad sede. La espera en medio de ese caos y un pinche calor y humedad inhumana fue como de una hora que se sintieron como ocho y, a diferencia de muchas otras personas con las que eventualmente intercambié impresiones, la realidad es que estaba yo bastante entretenido viendo todo y muy consciente de lo afortunado que era de estar viviendo semejante experiencia – experiencia surreal, pero experiencia al fin y al cabo que me da material para tratar de divertirlos un rato por aquí.
Llegué eventualmente al hotel en Lagos donde me encontré con varios de mis compañeros y resto de la delegación de FIFA con quienes me puse de acuerdo en la logística y el trabajo que nos quedaba por hacer; lo primero sería viajar por tierra a mi ciudad sede de Ijebu Ode.
A veces somos medio inocentes y no medimos ciertas realidades hasta que no nos la topamos de frente y, precisamente por, según yo, llevar a ese mexicano guerrero por dentro que yo creía invencible ante cualquier escenario, minimicé las particularidades que había en Nigeria. Para empezar, llevábamos escolta policiaca y militar y no obstante se había implementado esa protección para todos los que participábamos en el evento, la FIFA habría contratado, adicionalmente, a una empresa de seguridad privada que tenía en su arsenal a puro James Bond y Rambos que nos acompañarían en todo momento de nuestra estancia.
El recorrido desde Lagos a mi sede habría pasado perfectamente normal y sin mucho que contar de no haber sido por los dos cuerpos humanos inertes que vi tirados a pie de carretera como si fuera la cosa más cotidiana del mundo y que no causó ni el menor interés por parte de las autoridades que nos acompañaban en nuestro silvestre recorrido.
Si el ver un par de fallecidos no fuera motivo suficiente para sorprendernos y asustarnos, en algún punto del trayecto nuestra escolta policial decidió, sin previo aviso, detenerse en medio de la nada y bajarse a una tiendita improvisada para comprar y beberse directo de unos bidones como de litro y medio que alguna vez fueron 7Up, un brebaje que supuse, y luego me confirmaron, era un aguardiente local. Debo reconocer que los policías y militares que nos escoltaban fueron muy amables y nos ofrecieron de su elixir ese, pero la verdad no consideré que mi hígado estuviera a la altura de poder disfrutar semejante manjar, así que amablemente decliné muy asombrado de lo bizarro que me parecía toda esta experiencia pero fingiendo en todo momento que no estaba yo cagado de miedo.
Ijebu Ode es Ijebu Ode, y no podría ni siquiera empezar a explicarles mis impresiones por lo que, si tienen curiosidad alguna, los invito a que se avienten una búsqueda de fotos en internet de lo que ofrece este pueblo mágico ubicado en la bella campiña nigeriana.
El hotel sede era lo mejor que el pueblo ofrecía y aunque hubiera habido algo que ver en los alrededores, era imposible por las reglas que se nos habían impuesto de manera tajante los que estaba a cargo de la seguridad del evento; dada la logística de seguridad y la compleja organizada de convoyes que se armaban para poder ir de un lugar a otro, toda salida estaba reservada para cosas oficiales de trabajo y no para ir a dar unas vueltitas al centro para que nos diera el aire. En otras palabras, estábamos literalmente encerrados en el hotel sin la posibilidad de salir a ningún lado.
Por el mismo “secuestro” en el que estábamos metidos todos dentro del hotel, muy amablemente el gerente general nos asignó, a la comitiva, a un chavito local multi-usos que nos ayudaba desde ir a la tienda hasta traducciones básicas que llegásemos a requerir.
No recuerdo su nombre, pero el chavito que no ha de haber tenido más de 15 años nos ayudó en cuanto podía y nunca olvidaré las ganas con las que trabajaba para estar al pendiente y atendernos en lo que se nos pudiera ofrecer. Mi primera experiencia con los buenos oficios de este joven debió de haber sido a los 4 o 5 días de haber llegado yo a Ijebu Ode cuando mandé mi primera tanda del mes a lavandería; no era mucho, quizá unas cuantas camisas, unas polos y uno que otro pantalón.
La paranoia que nos habían sembrado desde un inicio con todos los pormenores de seguridad estaba a todo lo que daba y más en los primeros días que, tal como nos pintaron las cosas, pareciera que debíamos estar metidos en un bunker antimisiles con un Jason Bourne a nuestro lado y un AK47 colgada junto a la mochila y no en un cuartito de hotel bastante normal con tan solo una cerradura que pareciera era más endeble que un estuche de Hello Kitty por lo que no fue sorpresa el haber entrado en pánico cuando en una de mis primeras noches a las 4 de la madrugada tocaron a mi puerta como si la fueran a tumbar.
No les será difícil imaginar que la puerta de mi cuarto contaba con una separación importante entre el piso y donde comenzaba la puerta dejando pasar toda la luz que existía en el pasillo, así como la sombra de unos pies cuando estaban tratando de derribar mi puerta a esas horas de la noche y cómo el hombre fuerte y macho que soy, fingí no estar y me escondí detrás de mi almohada satinada roja.
Mi estrategia de hacerme wey no funcionó ni poquito porque la insistencia a la puerta fue en incremento que eventualmente intercambió la sensación de miedo por uno más bien de enfado porque yo tenía que estar despierto en dos horas y con total seguridad no me iba a poder ir a dormir después de de la madriza que le estaban poniendo a mi puerta.
Dubitativo y, la neta para que les digo que no, con todo el miedo, abrí la puerta (no, no había hoyito para ver hacia afuera solo estaba la separación con el piso para asomarme, pero me dio flojera agacharme para tratar de ver) y me encontré al chavito multi-usos con la sonrisa más inocente y genuina que jamás haya visto cargando en sus manos la ropa, que apenas ese mismo día había mandado a lavar, perfectamente limpia, planchada y organizada en sus respectivos ganchos.
Todavía medio atontado por la despertada abrupta y los 5,000 escenarios catastróficos que me había imaginado, le pedí al muchachito que me explicase cuál era la intención de traerme mi ropa ahuevo a esas horas inhumanas y la respuesta que me dio fue lo que detonó mi comprensión y empatía hacia el lugar donde me encontraba y su gente; con una cara de satisfacción, orgullo y logro, el jovenazo me explicó que habían priorizado el servicio de lavandería para tener mi ropa lista antes del amanecer y tuviera yo algo qué ponerme.
En otras palabras, la gente del hotel (y/o el chavito) pensó que yo no tenía más ropa para mi viaje más que las prendas que había mandado lavar por lo que organizaron un lavado express para que se me entregaran antes de arrancar mi día; qué chingadazo de realidad y humildad fue entender que los lujos y privilegios que tenemos muchos de andar viajando por el mundo con ropa «de sobra» es inconcebible para tantos otros y más importante aún, caer en cuenta que muchísimas veces perdemos un poco de piso y nos quejamos por puras pendejadas banales olvidándonos lo afortunados que somos.
Desde ese pinche susto y esa madrugada, el chavo y yo nos hicimos buenos cuates y me ayudó no solamente a mi sino a toda la delegación que estuvimos basada allí por más de 35 días seguidos.
Mi mejor recuerdo del apoyo que nos estuvo brindado este joven nigeriano fue cuando le pedí de favor pudiera ir a la tienda a comprarme unos cigarros; en ese entonces yo fumaba, pero en ese evento en particular yo fumaba chingón. No tengo registrado por cuantas cajetillas ya había pasado qué seguro fueron más de lo habitual, pero para que no faltara y poder combatir con éxito el estrés y la muy mala alimentación que llevaba esos días le entregué mis Nairas Nigerianas con instrucciones precisas de qué comprar.
Estarán ustedes acertadamente imaginando que, al no ser el inglés el primer idioma del chavito, la comunicación había que procurarla lenta, clara y sin tanto mareo para que pudiera entender de la mejor manera; utilicé apoyos visuales como el sacar la cajetilla de Marlboro Rojos para indicarle que el dinero que le estaba entregando era para que comprase exactamente esa misma marca y color de cigarros, sin más.
Naturalmente, le hice saber que le estaba dando dinero de sobra para que él también pudiera comprarse algo que le apeteciera en agradecimiento por su apoyo y confirmé mis instrucciones con un: “te encargo una cajetilla de Marlboro Rojos, tal como esta que estás viendo; si no hay Marlboro Rojos, tráeme lo que sea”.
La tienda estaba relativamente cerca del hotel y aunque ya habían pasado unos 40 minutos de que se había ido por mi encargo, no hice mucha bronca; digo, ni modo de hacerla de pedo a quien te está haciendo el favor de ir por tu maldito vicio, así que me ocupé en lo que estaba haciendo y esperé impacientemente por mi tan anhelada dosis de tabaco, alquitrán y quien sabe cuántos otros deliciosos químicos nocivos para la salud.
A la vuelta de casi dos horas, estaba regresando el pobre muchacho con su característica inocente sonrisa. Se había comprado unos dulces y un par de cosas más con los Nairas de sobra que le di y todo eso estuvo muy bien, pero ¿y mis chingados Marboloros, ontán? no los veía por ningún lado y procedió a explicarme en su truncado inglés que había recorrido varias tiendas, sin mucha suerte, en la búsqueda de mis cigarros.
Necesito reiterarles que el no haber ido yo por mis cigarros no fue por huevón o por abusivo sino por la imposición de la gente de seguridad de no poder salir del hotel bajo ningún motivo y de haber sabido la odisea que fue el tratar de dar con mi marca particular de cigarros, jamás habría molestado a mi nuevo amiguito.
Continuó explicándome, como pudo, que, al no haber encontrado mis Marlboro Rojos en ninguna de las tiendas, procedió a traerme “lo que sea”, tal como literalmente se le pidió por lo que, con una sonrisa de oreja a oreja y manchas azules en la comisura de los labios por el kilo de Skittles que seguramente se metió, sacó de la bolsa una penca de plátanos que me entregó con todo logro, se dio la vuelta con total satisfacción y se fue a su siguiente encargo.
No conseguí mis cigarros sino hasta al día siguiente, pero me quedé con uno de mis mejores recuerdos de ese viaje y, lo que sea de cada quien, los bananos en Nigeria si están al puro pedo de buenos.

Opinión
Francisco: el futbolista que soñaba con ayudar a los pobres. Por Caleb Ordoñez Talavera

En un mundo donde los líderes suelen subir al poder sobre pedestales dorados, Jorge Mario Bergoglio eligió las sandalias del pescador. Aquel argentino que un día fue arquero de fútbol, amante del tango y de los libros de Dostoyevski, se convirtió en Papa y jamás olvidó de dónde venía. Francisco no fue un pontífice cualquiera; fue un Papa de carne y hueso. De esos que uno siente que podría toparse en la fila de las tortillas, con una sonrisa serena y una mirada que, sin mucho ruido, te abraza el alma.
Francisco ha sido, sin lugar a dudas, el Papa más disruptivo en siglos. No porque haya roto dogmas —la estructura doctrinal sigue firme—, sino porque le dio un rostro distinto a la Iglesia Católica. Dejó de lado la solemnidad acartonada y abrazó la humildad. Cambió el papamóvil blindado por un Fiat, rechazó vivir en los lujosos aposentos vaticanos y optó por una residencia sencilla. El “Vicario de Cristo” en la tierra eligió la austeridad, no por estrategia, sino por convicción.
Pero su verdadera revolución fue moral y emocional. Francisco no gritaba desde el púlpito: escuchaba desde las banquetas. Su papado se volcó en los márgenes, allí donde duele el hambre, la exclusión y el olvido. Su voz fue trinchera para los migrantes, los pobres, los ancianos, los refugiados.
Muchos lo criticaron por “idealista”, como si eso fuera pecado. Pero Francisco no era ingenuo, era valiente. Sabía que sus llamados a la justicia social incomodaban a muchos en las cúpulas de poder, tanto eclesiásticas como políticas. Sin embargo, nunca dio marcha atrás. “Quiero una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al iniciar su pontificado. Y no era una frase para los titulares: era su hoja de ruta.
En tiempos donde la migración se convirtió en moneda electoral, el Papa Francisco insistía en recordar lo esencial: los migrantes no son cifras, son personas. Los visitó en las fronteras de Europa, lloró con ellos, oró con ellos, los abrazó. Nunca usó una cruz de oro; la suya era de hierro, sencilla, como el corazón que la portaba.
No fue un teólogo de escritorio. Fue un pastor que olía a oveja. Supo enfrentarse al clericalismo con una sonrisa y un gesto firme. Habló de ecología cuando el mundo prefería mirar al petróleo, habló de inclusión cuando otros aún discutían si las puertas de la Iglesia debían estar abiertas. Fue reformador no porque cambiara leyes, sino porque cambió la conversación.
Y entre todas sus aficiones —el cine italiano, la literatura rusa, la cocina porteña— hay una que siempre lo delató como el más humano de los líderes: el fútbol. Fan acérrimo del equipo San Lorenzo, seguía los resultados con la emoción de un niño. Para Francisco, el fútbol era una metáfora del Evangelio: todos juntos, diferentes, pero con un solo objetivo. “Lo importante no es meter goles, sino jugar en equipo”, decía.
El balón lo extrañará. La pelota, esa esfera rebelde que tantas veces desafía la gravedad, ha perdido a uno de sus poetas silenciosos. No se sabe si en el Vaticano habrá canchas, pero estoy seguro de que Francisco supo lo que es gritar un gol desde el alma.
Su legado es más que palabras. Está en los corazones de quienes alguna vez se sintieron excluidos. Está en cada migrante al que se le extendió la mano, en cada comunidad indígena que se sintió escuchada, en cada creyente que volvió a mirar a la Iglesia con esperanza y no con miedo.
El Papa Francisco nos recordó que la fe sin amor es un cascarón vacío. Que la Iglesia, si no camina con el pueblo, se convierte en museo. Que el Evangelio no es para adornar discursos, sino para incomodar a los cómodos y consolar a los que duelen.
Francisco será recordado como el Papa de los gestos pequeños, de las palabras enormes, del corazón abierto. No hizo milagros, pero hizo lo más difícil: cambiar el alma de una institución milenaria con solo mirar a los ojos de los pobres y decirles: “ustedes son el centro”. Y en tiempos donde el cinismo dentro de la política y en todos los medios cotiza alto, eso es ya un milagro.
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