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Opinión

¿Adán está cada vez más lejos del paraíso?. Por Caleb Ordoñez T

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Durante las últimas semanas, Adán Augusto ha sido vinculado a una serie de presuntas irregularidades durante su paso por Bucareli. Aunque no hay aún procesos judiciales en su contra, las filtraciones sobre posibles desvíos de recursos, favoritismo en contratos y redes de operadores han encendido las alarmas. En medio del revuelo, la presidenta Sheinbaum no guardó silencio total: salió a declarar que, mientras no haya una sentencia, “todos tienen derecho a la presunción de inocencia”. Pero su tono fue frío, institucional, casi quirúrgico.

Esa defensa a medias habla más que un discurso encendido. Sheinbaum no lo abandonó públicamente, pero tampoco mostró el más mínimo entusiasmo por protegerlo políticamente. Es un equilibrio delicado: enviar un mensaje de legalidad sin comprometer su liderazgo con una figura que representa una parte del pasado inmediato del obradorismo.

Adán Augusto no es solo un político con carrera propia. Es, o era, un símbolo de la vieja guardia del lopezobradorismo sureño. Exgobernador de Tabasco, exsecretario de Gobernación y uno de los hombres de mayor confianza de AMLO, su aspiración presidencial lo llevó a formar un bloque compacto de leales en el Congreso, gobiernos estatales y sectores empresariales aliados.

Sin embargo, tras quedar fuera de la contienda interna en favor de Sheinbaum, su margen de maniobra se redujo. Su grupo político —con tintes más pragmáticos que ideológicos— ha perdido visibilidad, y muchos de sus antiguos aliados han optado por el repliegue o la reubicación estratégica.

¿Distancia o cálculo de Sheinbaum?

La forma en que Sheinbaum ha manejado el caso Adán refleja su estilo de liderazgo: firme, pero sin estridencias. No necesita hacer grandes purgas ni pronunciamientos espectaculares. Basta con dejar que las piezas caigan por su propio peso.

Lejos de los reflectores, ha fortalecido a perfiles más técnicos y afines a su visión, como Rosa Icela Rodríguez, Ariadna Montiel o Mario Delgado. También ha dejado crecer a figuras como Omar García Harfuch, cuya presencia pública no es menor. En este contexto, los cercanos a Adán han ido quedando en los márgenes del poder.

El mensaje es claro: la presidenta no necesita confrontar abiertamente a ningún grupo. Su control del aparato ya es una realidad, y tener en jaque a figuras fuertes del pasado como Adán Augusto solo refuerza su autoridad.

El caso Adán podría parecer una fractura interna, pero en realidad exhibe otra cosa: la transición de un liderazgo carismático (AMLO) hacia uno institucional y técnico (Sheinbaum). Las resistencias internas son naturales, pero la mayoría de los cuadros del partido parecen alinearse con la nueva presidenta.

La unidad de Morena, por tanto, no está rota, pero sí en proceso de redefinición. Y ese proceso requiere mostrar que nadie —ni siquiera los más cercanos al expresidente— están por encima del proyecto. Que el partido se institucionaliza. Que hay nuevas reglas.

¿El jaque como estrategia?

Tener a Adán Augusto en el centro del huracán puede terminar siendo funcional para la presidenta. Le permite deslindarse del pasado sin romper públicamente con AMLO. Le da margen para consolidar su propia base y mostrar que la justicia será pareja, incluso con los “hermanos políticos”.

Además, le permite gobernar con autoridad. En política, el poder no se hereda: se conquista día a día. Y Claudia Sheinbaum lo está haciendo a su manera, con movimientos precisos, discursos moderados y un tablero donde cada ficha se mueve con estrategia.

El caso Adán no es el fin de una era, pero sí el comienzo de una nueva. Una donde la presidenta ya no necesita tutores ni figuras tutelares. Y donde, incluso en medio del escándalo, la 4T se redefine con una líder que aprendió rápido a jugar el ajedrez del poder.

Opinión

La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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