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Óscar Almeida, cuando todos se fueron, él se mantuvo por Jaime García Chávez

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El primer día del año arrojó la muerte del señor Óscar Esteban Almeida Chabre. Fue un prominente hombre de negocios indiscutiblemente ligado a la historia económica del estado de Chihuahua, a partir de mediados del siglo pasado.

Hoy los suyos, sus colegas en el mundo de la industria y las finanzas, están de luto y a él se han sumado fundaciones que practican la filantropía bajo las estrechas divisas del mundo del privilegio. La clase política también se expresó en estado de duelo.

Muchas son las cosas por las que se le recuerdan, aquí van dos: en el momento más crítico de la huelga de Aceros de Chihuahua, S. A. de C. V. (1985-1986), en la cual participaba con acciones, los trabajadores le solicitaron por escrito audiencia para exhortarlo a la protección de esa fuente de trabajo afectada por malas administraciones empresariales, por el descuido en el manejo de sustancias radioactivas, por la nacionalización lopezportillista de la banca y por la incuria de los dueños que no procuraron su desarrollo tecnológico.

Nunca hubo respuesta. Los trabajadores huelguistas se quedaron con el deseo y la angustia que provoca un desprecio de ese tamaño. Es seguro que ya no tenía interés económico alguno en ese ramo industrial y también que su propia visión de futuro lo llevara a abandonar la siderurgia o que los negocios con sus socios ofrecían dificultades que no daban liderazgo empresarial. No lo sabemos, entre otras razones, porque los trabajadores en paro no fueron atendidos.

Lo que se sabe es que incursionó en otra dirección: primero con su ladrillera industrial y posteriormente con el surgimiento de Interceramic. En aquellos tiempos –escribo acerca de un periodo de fines de los 70 y principios de los 80 del siglo pasado– la propaganda obrera de la izquierda llegaba a estas empresas con el periódico El Martillo y también la Hoja Obrera, y en honor a la verdad hay que subrayar que jamás se molestó a los activistas que a puerta de fábrica entregaban el mensaje de la independencia y democracia sindicales y las propuestas socialistas.

Con él se puede hacer un elogio del capitalismo, como en su tiempo lo hizo Marx con este sistema. Cuando muchos de los hombres de negocios se llevaron sus intereses a los Estados Unidos, liquidaron sus empresas, se convirtieron en rentistas en el ramo de los servicios a la industria maquiladora, Óscar Almeida fundó Interceramic diversificando relaciones y adquisición de nuevas tecnologías.

En otras palabras, se quedó aquí, construyó una empresa con productos de alta calidad, demostrando que no sólo maquiladoras de ensamble puede haber en Chihuahua. Ese mérito, vale decir, no lo reconozco ahora, posmortem, sino que lo sostuve cuando él vivía, en foros públicos, en procesos electorales, haciendo un lado la política del rencor que ante la negativa a hablar con los huelguistas de Aceros pudiera haberme provocado el regateo a su mérito indiscutible, y de alguna manera, a la ruta que marcó cuando gran parte de sus colegas habían claudicado.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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