Una de las más grandes desventajas de vivir en una metrópoli, es resultante de su fuente inagotable de multiculturalidad:
El número de habitantes.
Esto se vuelve tangible cuando a diario se enfrenta nuestra frágil humanidad con la bestia de 9 millones de cabezas que es el tráfico defeño. Igualmente, la medusa que nos envuelve en los diferentes medios que componen el eficiente sistema de transporte colectivo, puede arrastrarnos a vagones o estaciones que no deseamos. O negarnos la entrada a esa cápsula anaranjada cuyo subterráneo reptar nos acerca a esos lugares donde deseamos o debemos estar.
Igualmente, compartir los servicios tanto básicos como suntuarios se vuelve una tarea que constantemente reta los límites de la paciencia de todos como usuarios. O bien, nos proporciona involuntariamente, de una forma zen de vivir, para educarnos en el desapego… hasta de aquello que sí necesitamos.
El pasado sábado por la mañana, quien suscribe fue una de las millones de víctimas de Telcel en el área metropolitana: un apagón que para muchos rebasó las veinticuatro horas y cuatro Delegaciones nos privó no sólo de los básicos servicios de voz, sino también de SMS y acceso a datos móviles tanto de baja como alta velocidad. Los lectores que hoy sirvan prestarme atención, cuyo rango de edad exceda los 45 años, seguramente desestimarán la queja a mano pensando algo en el tenor de: “estos jóvenes… si no están pegados al celular y haciendo sepa Dios qué en el Internet, no están contentos… deberían haber pasado lo que nosotros cuando no teníamos ni agua corriente en las casas”. Totalmente. Pero aquí el asunto es que, en nuestro contexto actual el acceso a la comunicación es tan vital para un gran sector de la sociedad como el propio líquido.
Y no lo digo yo, así lo han establecido ya algunas naciones, elevando el acceso a Internet como un derecho fundamental.
Mientras que en Finlandia ya se ha comenzado en tener una nación cien por ciento conectada, en la el gobierno quiere otorgar a cada hogar un acceso de banda ancha a la red — de no menos de 100Mb por segundo — desde 2009 cuando anunció estas intenciones, en nuestro país no podemos lograr que se nos sean compensadas las fallas de los servicios de telefonía y banda ancha (fija o móvil) aún cuando sean provistos por empresas a las que pagamos tarifas de lujo por ello. Muestra de lo anterior, hace algunos años cuando los servicios de BlackBerry fallaron en Telcel por largo tiempo, sólo se procedió a una suerte de reembolso (o compensación) cuando los usuarios tomaron Twitter por asalto, denunciando el hecho y porque RIM promovió esto tal como lo hace en otros países.
Esto que comienza como un reclamo a una compañía en particular por una laguna en el servicio de casi un día, es en realidad un grito desesperado provocado por vivir en la que tal vez sea la época más emocionante en eras, en la que todo está al alcance de los dedos (siempre que no nos falle la red) y en la que México revienta de modernidad.
He aquí, actual y virtual lector, mi inquietud del día:
¿No extraña usted, aquellos tiempos en que los negocios eran más que corporativos multinacionales y la idea de franquicias era más remota que el polo sur?
Personalmente, adolezco de esa nostalgia. Aún cuando soy un modernista declarado y siempre pujo por que las nuevas tecnologías, tendencias o formas de producción nos ayuden a aumentar nuestra calidad de vida, debo aceptar que esto no siempre es el resultado deseado. Aún cuando no puedo vivir sin un teléfono inteligente, plataformas de social media y la tendencia humana reciente al ser súper conectado, omnisciente de todo lo que le rodea y todo lo que no.
Cuando el domingo paseaba por San Pedro de los Pinos, una amiga tuvo a bien recomendarme llegar a una heladería de esas que escasean. No porque su nombre sea distinto a las millones de ‘Michoacanas’ que seguramente hay en la nación y no porque no pueda uno en el Distrito Federal o cualquier ciudad llegar a algún establecimiento donde Nestlé o cualquier otra transnacional tenga un congelador lleno de dulces paletas, conos o alguna otra especialidad del tipo.
No, ésta es distinta. La amable mujer que reconocen como la patrona en el lugar, es una señora de más de sesenta años. Madre de quienes adquirieran ese negocio de manos de su compadre, mantiene viva una tradición familiar de más de cincuenta años en la que no sólo se expenden los tradicionales helados, nieves, paletas de agua y crema, así como aguas frescas de múltiples sabores. Se enorgullecen también, de elaborar cada producto con el mismo cuidado y calidad que sigue atrayendo a los paseantes, las parejas, las familias y todos quienes por generaciones han pasado de clientes a amigos. Todos quienes han dado o gastado ‘su domingo’ en un vaso o pedazo de historia de la colonia y mantienen vivo un microsector de nuestra economía. Esto, es lo que se extraña de que los negocios carezcan ya de rostros, nombres y apellidos, de que todo sea para el servicio a millones.
La charla con mi guía del barrio, transcurre plácidamente entre los paisajes que visten a un sector cuyas características me hacen remontar a mi Colonia Obrera. La parroquia, un par de parques y familias que se abstraen en el esparcimiento de las últimas horas con las que acompasa el ritmo del séptimo día, me provocan recordar en silencio a mi padre, quien en su mente y manos conserva una receta de las nieves de garrafa y que sé es guardián de tantas otras guías para elaborar productos de antaño, de los que igual viven y perecen en la rememora del pasado. Sorbos de la deliciosa agua, calman una sed cuyo origen no es la garganta, sino la memoria. Esa misma que reseca el alma, cuando uno no abreva de la historia.
Así, después de un litro de la mejor horchata que he bebido desde que la abuela de Aarón solía consentirle a él y a sus amigos gorrones con jarras elaboradas de su secreta receta, marché por la Línea 7, desde San Pedro de los Pinos. Estoy seguro que mi factura celular no habrá de reflejar compensación, descuento o disculpa alguna, por la falla sabatina en el servicio. Tampoco cesará la marcha de la industria nacional y extranjera, o la despersonalización de los negocios en el país. Seguro estoy de que mis futuros hijos no podrán tomar lo suficiente como para recordar, de las bebidas que mi infancia sí marcaron. Sin embargo llego a casa con el rostro pleno de felicidad, ese que sólo un niño puede mostrar, después de haber montado en Tiro al Blanco: corcel naranja, fiel y rápido… después de haber salido a ‘dominguear’.
– Héctor Adolfo Ituarte.
(Pulsa mi nombre para ponerte en contacto conmigo, ¡espero tus opiniones!)
Lic. Héctor Adolfo Ituarte
Tw: @HectorItuarte
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