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Opinión

La iglesia para rezar. la escuela para enseñar por VICTOR OROZCO

El papa Benedicto XVI ha venido a México entre otros propósitos con el de promover la libertad religiosa, dice. Sabe de seguridad que en este país existe tal libertad desde el 4 de diciembre de 1860, cuando la proclamó el gobierno republicano. Y sabe también cómo alcanzar el ejercicio de tal derecho costó  los mexicanos  ríos de sangre, brotados de la oposición ofrecida por la iglesia católica, la cual condenó, excomulgó y combatió con todo lo que pudo a quienes defendieron esa libertad. Y que financió, armó y alentó también con todo lo que estuvo en sus manos a los ejércitos enemigos del derecho de este pueblo a tener o no tener creencias religiosas. Tragedias similares ocurrieron a los franceses, españoles, italianos, brasileños, argentinos, peruanos…etc. ¿De dónde pues, esta cantaleta de la «libertad religiosa», en boca de sus peores adversarios?.

La metamorfosis de verdugos de la libertad de creencias en adalides de la misma, no proviene como puede suponerse, del abandono a la vieja idea del dominio absoluto de las conciencias y de los actos de los humanos, sino de la adecuación a los tiempos, en los cuales es inconcebible el regreso a la religión de Estado, única y excluyente, como se consignaba en los códigos políticos del pretérito. ¿Cómo se puede, en los países occidentales, apoyar alguna constitución bárbara en cuyos preceptos se reinstalaran las prohibiciones, matanzas y persecuciones desatadas en nombre de la «religión verdadera»?.  No es posible, ni siquiera para los ultramontanos o extremistas religiosos. Entonces, se buscan otros instrumentos. Los dos principales son el control de los medios de comunicación y la impartición de educación religiosa en las escuelas públicas. Ambos, constituyen el núcleo de la libertad religiosa pregonada por los dirigentes de las burocracias eclesiásticas y políticas confabuladas en un sólo objetivo: conservar el dominio de la sociedad, reproduciéndose y auxiliándose constantemente.

Allí donde es posible instalar un estado con prácticas confesionales, aunque se declare aconfesional o laico, la jerarquía católica copa todos los espacios a su alcance. Veamos el caso de España, donde los problemas derivados de la confusión entre la religión y la política, entre el Estado y la iglesia católica, son el origen de una división antigua, profunda e irreconciliable en la sociedad. En el país ibérico, gracias al Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede firmado en 1979, (sustituto del viejo concordato), el cual tiene rango de tratado internacional, pues es celebrado entre dos entidades soberanas, la iglesia católica disfruta de privilegios insostenibles en otras latitudes. Participa de un porcentaje determinado en el monto global recaudado en el impuesto sobre la renta de personas físicas, mismo que el año pasado importó la suma de 260 millones de euros, casi cuatro mil quinientos millones de pesos mexicanos. Pero no sólo, además, el Estado debe pagar el salario de 25,000 profesores encargados de impartir educación religiosa en las escuelas oficiales y designados por los obispos en cada diócesis. Este régimen heredado del franquismo, se sostiene desde luego en la enorme influencia que cobra la jerarquía eclesiástica en la estructura del gobierno y en el conjunto de las instituciones públicas. Se trata de un poder fáctico cuyo peso específico desequilibra la vida política española. Jurídicamente, estos derechos de la iglesia católica, están salvaguardados por un tratado internacional, como he mencionado. La corte del Vaticano, -no lo digo en sentido peyorativo, pues se trata de una estructura monárquica- ostenta así dos personalidades: su titular es a la vez jefe religioso y jefe de Estado. De esta suerte, puede exigir para el primero en nombre del segundo. El gobierno español carece de facultades para eliminar estos privilegios y aberraciones decimonónicas, ni aún por acuerdo de sus órganos legislativos, toda vez que los tratados celebrados con otros Estados, se encuentran por encima de la ley interna. Se requiere la denuncia del instrumento en el cual se fincan, circunstancia que lleva el conflicto al plano de una disputa internacional. El candado es firme como se advierte y quizá al menos en este punto, Francisco Franco, el «caudillo de España por la gracia de Dios», no se equivocó cuando dijo en vísperas de su muerte que «todo estaba atado y bien atado».

Uno tras otro, los voceros de la iglesia católica insisten en establecer en México la enseñanza religiosa en las escuelas estatales. Algún obispo se preguntaba, haciendo gala de socarronería, quien iba a pagar a esos docentes confesionales. Obviamente no se requiere mucha imaginación para suponer que como en España, los dineros saldrían de los impuestos, de todos los mexicanos, católicos o no, creyentes o no. En noviembre del año pasado, los obispos reunidos en su conferencia episcopal, tuvieron una junta con el presidente de la República y le presentaron la propuesta-exigencia. Si la constitución política establece que el mexicano es un Estado laico, pues no la modifiquemos dicen los clérigos, hagámonos de la vista gorda y digamos con su santidad Benedicto XVI, que «…la educación de  una confesión religiosa en las escuelas públicas, lejos de significar que el Estado asume o impone una creencia religiosa particular, indica el reconocimiento de la religión como un valor necesario para la formación de la persona”. Pero entonces, no inculquemos religión alguna, con sus dogmas y sus fantasías, sino enséñese historia de las religiones, de la culturas religiosas, de todos estos procesos como resultantes históricas, de manera tal, como decía un profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana, que el educando conozca las razones por las cuales él es católico y su compañero de al lado es protestante o testigo de Jehová. Obviamente ésta no es la idea de aquellos que claman por la «libertad religiosa», sino la de imponer desde las aulas una concepción, unos usos, una visión del mundo acordes con los de la iglesia católica y más aún, de quienes la dirigen y administran. ¡Ésta es la libertad religiosa por la cual tanto disputan ahora clérigos y políticos!.

Ahora bien, ¿Es la mayoría de los mexicanos conforme con la terminación del Estado laico?. ¿Con la introducción de la educación confesional en las escuelas oficiales?. ¿Con la ilimitada participación de los sacerdotes en actividades políticas, incluyendo su postulación para cargos públicos? ¿Con el financiamiento con dineros fiscales para las actividades de las iglesias, preponderantemente de la católica?. Todas las encuestas dicen que no. El pueblo mexicano es mayoritariamente católico, cierto, pero hay arriba de veinte millones de habitantes de otras confesiones o de ninguna. Y, entre los declarados católicos, prevalecen, sin ninguna duda la sensatez, el amor a la libertad, el espíritu de la tolerancia y la pluralidad. Quizá por ello, los legisladores confabulados con los dignatarios eclesiásticos para asaltar una por una a las instituciones republicanas, dan golpes de mano y no se atreven a desarrollar consultas cada vez que reforman las leyes para imponer marchas hacia el pasado. Un pasado, por cierto que los mexicanos no olvidamos, ni en lo que tiene de glorioso por cuanto nos colocó entre las naciones más avanzadas del mundo cuando el gobierno de Benito Juárez expidió la ley de la libertad religiosa, ni en lo que tiene de oprobio, cuando las cúpulas clericales y políticas provocaron guerras fratricidas para evitar las emancipaciones, económicas y culturales.  La iglesia para rezar, la escuela para enseñar, es una frase con la cual muy pocos mexicanos están en desacuerdo, en ella se sintetizan estos sólidos aprendizajes históricos.

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Opinión

Fotografías. Por Raúl Saucedo

Las Políticas por hacer

El quehacer político moderno, a menudo toma en cuenta a los sectores de la sociedad que ostentan poder o influencia visible dentro de la comunidad:  Los adultos votan, las empresas influyen y los medios de comunicación amplifican sus voces. Sin embargo, en el complicado juego de poder, la niñez, un grupo vital pero silencioso, suelen quedarse en el margen.

La Niñez representa el futuro; es el cimiento sobre el que se construirán las próximas generaciones. Su bienestar, educación y salud son indicadores clave no solo de su calidad de vida individual, sino también del progreso y la salud de una sociedad en su conjunto. A pesar de esto, los gobiernos frecuentemente pasan por alto  la creación de políticas públicas enfocadas en este sector, principalmente porque esta parte de la sociedad no votan ni tienen voz directa en los procesos políticos.

Este “descuido” puede atribuirse a varios factores. Primero, la falta de representación política directa. La niñez depende completamente de los adultos para que sus intereses sean representados en el gobierno. Sin embargo, las agendas políticas suelen estar más influenciadas por las preocupaciones inmediatas de los votantes adultos —empleo, economía, seguridad— relegando a un segundo plano temas como la educación de calidad o la protección contra el abuso y la negligencia.

Además, la falta de datos específicos sobre los problemas que afectan a la niñez impide formular políticas bien informadas. A menudo, las estadísticas y estudios disponibles no desglosan la información por edad de manera que refleje las realidades específicas de este grupo. Esto conduce a un entendimiento incompleto de sus verdaderas necesidades y desafíos.

Es más, los problemas que afectan a la niñez suelen ser transversales y requieren una política integrada. Por ejemplo, la pobreza infantil no solo afecta la nutrición; impacta también en el acceso a la educación, la salud y las oportunidades de desarrollo social y emocional. Sin un enfoque especifico que contemple la complejidad de estos asuntos, las políticas resultantes pueden ser ineficaces o incluso contraproducentes.

La Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada en 1989 por las Naciones Unidas (ONU), establece en teoría un marco internacional para la protección de los derechos de la niñez, incluyendo el derecho a la educación, la salud y la protección contra la explotación infantil. Sin embargo, la aplicación de estos derechos en políticas concretas sigue siendo un desafío global.

Por lo tanto, es fundamental que los gobiernos reconozcan la importancia de la niñez en el desarrollo social y económico de un país. Invertir en este sector no es solo una cuestión de cumplir con obligaciones morales o internacionales, sino una estrategia prudente para fomentar sociedades más educadas, saludables y equitativas. Los niños y niñas de hoy son los adultos del mañana; sus problemas y necesidades deben ser una prioridad, no una reflexión tardía.

Para abordar esta cuestión sistémica, es necesario promover una mayor participación de los expertos en infancia en los procesos de toma de decisiones y asegurar que las políticas públicas sean evaluadas también en función de su impacto en la población infantil. Las voces de los infantes, aunque no se expresen en las urnas, deben resonar en los corredores del poder a través de quienes aboguen por su bienestar y futuro.

Ignorar las necesidades de este sector en la formulación de políticas públicas no solo es un fracaso en proteger a los más vulnerables, sino también una miopía estratégica que compromete el desarrollo sostenible y la justicia social a largo plazo. Es hora de que los gobiernos ajusten sus lentes y enfoquen claramente en el bienestar y los derechos de los niños, garantizando así un futuro mejor para todos.

Este planteamiento personal y profesional surge en reflexión del pasado 30 de abril, donde la mayoría de mis amigos publicaron historias sobre festivales infantiles en compañía de sus hijos, mientras yo daba un clavado al baúl de los recuerdos encontrando fotografías olvidadas de una etapa fundamental de mi vida, todo esto con aquella canción de fondo del Maestro Sabina donde protestamos contra el misterio del mes de abril.

@Raul_Saucedo

rsaucedo@uach.mx

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