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LAS IZQUIERDAS RELIGIOSAS por VICTOR OROZCO

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IZQUIERDAS RELIGIOSAS
Sorprende cómo en los inicios del siglo XXI, movimientos y organizaciones asumidas como izquierdistas recurran con frecuencia al discurso o al mensaje religioso cómo uno de sus instrumentos para hacer política y concitar adhesiones. Hugo Chávez, el caudillo venezolano venerado casi como un ícono cristiano, fue experto en estas artes. Sus constantes invocaciones a Cristo (“Señor, dame tu corona”…), la escenografía que lo presentaba hincado y con el rostro compungido ante las imágenes, al mismo tiempo que se peleaba con la jerarquía católica y se declaraba hijo político de Fidel Castro, hicieron de su figura un curioso personaje idolatrado por un amplio sector de las izquierdas -presumiblemente ateas- latinoamericanas y por masas de creyentes en su país. Su heredero, Nicolás Maduro ha llevado al extremo la manipulación de los símbolos y mentalidades religiosas: declaró con desparpajo que Chávez seguramente intercedió ante Cristo para que los cardenales nombraran a un papa latinoamericano, con igual desenfado arguyó que el alma del comandante se le había aparecido en la forma de un pajarito y se retrató al final de la campaña electoral con un cartel, difundido copiosamente, en el cual se plasmó la imagen de Chávez junto con la del crucificado. Capriles, el candidato opositor, a su vez, expresó que su pacto es “con Dios y con los venezolanos”, aunque en este caso, no debe extrañar la alusión divina, puesto que las derechas siempre han reclamado para la autoridad orígenes sobrenaturales. (Recuérdese la consagrada divisa: “Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios).
En México, por lo que hace a un amplio espectro de grupos y personas colocadas usualmente en la izquierda, no se cantan mal las rancheras. El himno del Movimiento de Renovación Nacional (MORENA) tiene una estrofa en la que se exalta el culto a la virgen de Guadalupe y se le confían luchas y comicios: “…Morena hija, morena hermana, morena madre de la nación, protege la lucha mexicana cuida las urnas de la elección…”. No estamos, con todo esto, muy lejos de aquel lema agitado en 1911 por el entonces recién fundado Partido Católico Nacional: “Quien vote aquí vota por Dios”, o de los escapularios llevados fervorosamente por los cristeros en el pecho y que llevaban la leyenda “Detente bala, el Sagrado Corazón de Jesús está conmigo”.
El asunto es ciertamente bastante complejo, con múltiples entradas y salidas. Empecemos por una constatación: la conquista del estado laico y la tolerancia religiosa, con la consiguiente limitación de las creencias a la esfera privada del individuo, representaron en su momento un paso gigantesco en los procesos de emancipación. Conviene recordar los siglos de represión a las ideas, el oscurantismo, las teocracias anteriores a la separación entre estado e iglesia, entre religión y política, para valorar el enorme servicio prestado por las luchas del pasado para sacudirse aquellos pesados fardos. No hubo un solo movimiento revolucionario o lucha social que no enfrentara a la unión sagrada, conformada por el estado, las jerarquías clericales, los cuerpos militares, las clases privilegiadas. En este terreno de los conflictos sociales, es fácilmente explicable como consecuencia, la razón por la cual todas las tendencias ideológico-políticas comprometidas con los cambios, fueron anticlericales: marxistas, anarquistas, republicanos radicales. Pero, no sólo la ubicación de los aparatos eclesiásticos al lado del sistema explotador, llevaron a la ruptura con los mitos religiosos, también la racionalidad como un valor del hombre libre. Nadie puede emanciparse si sigue atado a fetiches, ídolos o deidades, que además, juegan a la perfección el papel de instrumentos de dominación en manos de gobernantes, administradores de los cultos, capitalistas y toda clase de mandamases. Por tanto, la idea de la desalienación en todas sus vertientes: para liberar al hombre del poder del dinero, del estado o de los mitos, se convirtió en el objetivo último de los revolucionarios o partidarios de la igualdad social y de las libertades.
Sin embargo, en la conciencia política de las izquierdas, portadoras por antonomasia de las propuestas e iniciativas liberadoras, se han ido debilitando las fronteras entre la razón y la fe. Asimismo han ganado terreno los embates contra el estado laico, como garante de las libertades públicas. Los adalides, en lugar de alentar los juicios racionales para que la gente discierna mejor sobre su mundo y perspectivas, hacen reposar sus llamados en fábulas y credos. Busquemos algunos de los justificantes y explicaciones de tal fenómeno.
Una primera es la vieja maña de los políticos consistente en manipular las creencias religiosas para escalar el poder y mantenerse allí. En esto no se distinguen mucho de los jerarcas, pastores, sacerdotes y demás gerentes de los cultos. Privadamente, la inmensa mayoría descree de ritos y dogmas, pero se transforman en fieles devotos de vírgenes y santos, astutos aduladores de las masas de votantes permeadas por el mensaje religioso. Puede concederse, en un caso excepcional la existencia de algún político poseedor de una genuina fe, que lo lleve hasta pensar en sí mismo como enviado de dios para gobernar. Puede, desde luego, pero sería tonto creerle.
Otra explicación estriba en la apología e idealización realizadas por algunos intelectuales de las expresiones de religiosidad popular. Si son aceptadas y practicadas por extensos sectores de las clases explotadas, entonces deben promoverse, exaltarse y llevarlas del ámbito de la conciencia privada al espacio de las acciones estatales. Por ejemplo, Enrique Dussel, consejero de Andrés Manuel López Obrador y recuperador de estos atavismos religiosos, dice que “El secularismo fue igualmente un instrumento de dominación, porque las narrativas religiosas son frecuentemente el núcleo ético-mítico fundamental de las grandes culturas periféricas, post-coloniales.”. Por la vía de esta especie de populismo –medio hipócrita y por entero inconsecuente- se camina hacia el pasado, manteniendo a los pueblos cautivos de estos “núcleos ético-míticos”, o sea en la ignorancia y el fanatismo. Son mercancías caducas ofrecidas en empaques nuevos. El panegírico llega al extremo de consentir la intolerancia hacia otras creencias y el ataque contra quienes las profesan.
Una justificante más, es el combate contra el imperialismo. Al comandante Hugo Chávez y al presidente Maduro, debe aceptárseles toda clase de charlatanerías y supercherías con tal de que combatan al imperio norteamericano o al menos lo proclamen. No se tiene en cuenta que los colonialistas y dominadores, han hecho escuela en el uso de los mitos para subyugar a los conquistados y dominados.
Obra también a favor de esta creciente devoción de las izquierdas el que se conciba como único objetivo de su pensamiento y de su quehacer la lucha política, la intención inmediata. Se considera que una vez en el poder estatal, como por milagro, el caudillo o el hombre fuerte, podrá ejecutar un programa igualitario que lleve el bienestar a la mayoría de la población. Se llega a más: basta con ocupar dos o tres sitiales, (gubernaturas, curules, etc) así sea por otros tantos arribistas y logreros. El propósito, educativo, desfanatizador, desenajenante que han alzado los programas radicales desde siempre, queda en el olvido. Y en el mismo queda también una experiencia aleccionadora: el venero de luchadores sociales, de hombres y mujeres libres, se encuentra en estos acotados espacios donde algún librepensador, profesor de secundaria o de preparatoria, les sembró la duda y los hizo pensar por cuenta propia. Con la vuelta a la fe, se ciegan esas fuentes. Desde luego, también se cancela el debate de las ideas, si con ello se toca, así sea con el pétalo de una rosa, la unidad en torno al líder.
Estas involuciones en las izquierdas, obstaculizan la vida política y el desarrollo del pensamiento, que son siempre más ricos y desafiantes allí donde hombres y mujeres se desatan de los dogmas. Tengo para mí, a pesar de los signos, que se trata de episodios en este largo camino hacia la emancipación de los pueblos.
 

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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