Definida etimológicamente como el gobierno del pueblo, y teóricamente mediante una extensa variedad de conceptos con matices y elementos distintivos, la democracia se había representado en el ánimo popular como el gobierno derivado de la elección comunal del individuo más apto para gobernar al grupo social, hecha por la mayoría de los ciudadanos. Pocas cosas suenan ahora tan absurdas.
No me refiero solamente a que imaginemos el —ahora imposible— escenario de que sea la totalidad de la ciudadanía la que pretenda participar directamente en el gobierno, —como sucedía en los años gloriosos de la Grecia antigua—; ni si quiera hago alusión a que sea -al menos- la mayoría de los ciudadanos quienes acudan a votar. No. Me refiero al absurdo de esperar que, entre las opciones puestas «a consideración» de los electores, se encuentre alguno que pueda cumplir con la característica de ser «el mejor» de los candidatos en condiciones de gobernar al grupo social. La democracia ha pasado del voto para el ciudadano más apto, a la unción del «menos peor» como gobernante.
Recordemos que las teorías de la representación, pilares de la democracia, tratan en su mayoría sobre la cualidad de superioridad del elegido para ocupar el cargo en disputa. Esto es, los gobernados deciden delegar sus facultades frente a un individuo considerado como el más apto para representarlos, quien se compromete, mediante esa designación, a velar por los intereses generales.
Sin embargo, la complejidad que implica el régimen de representación, la densidad demográfica, y el surgimiento de los partidos políticos, propició que se estableciera el sistema de partidos como la mejor forma de garantizar el acceso de los ciudadanos a los cargos de elección popular. En este momento empezó la debacle.
Aunque el surgimiento de los partidos políticos facilitó que los ciudadanos vieran representados sus intereses en facciones inicialmente legislativas, la perversión a la que toda creación humana se arriesga, significó con el tiempo, que los partidos políticos obviaran los intereses de los representados, para pensar exclusivamente en los propios. La elección dejó de realizarse a favor del candidato más apto para limitarse a elegir entre aquellos ofertados por los partidos políticos; individuos que, a su vez, no consideraban que debiesen su designación a los electores, sino al partido que lo había postulado.
La calidad de lo ofertado fue en detrimento constante, a grado tal de que, en las elecciones presidenciales de 1976, los ciudadanos habían sido merecedores de la increíble oportunidad de votar por un único candidato, -de Estado, además- a pesar de la presencia del candidato independiente Valentín Campa, tema que abordaré más adelante; es decir, la contienda electoral no dependía en lo absoluto de la voluntad popular. El propio candidato –José López Portillo- ironizaba al respecto: “bastaría con el voto de mi madre para que yo fuera presidente de la república”, dicen que decía. La voluntad general, la decisión mayoritaria, la contienda electoral, la efectiva identificación entre gobernados y gobernantes que derivaría en la legitimación de la relación de representatividad era completa y absolutamente inexistente e innecesaria.
La evolución propia de los partidos y sistemas políticos condujo al inevitable empoderamiento de los primeros y la trágica perversión de los segundos, que se convirtieron en sistemas secuestrados por el poder absoluto e incontrolado de quienes no tienen pesos ni contrapesos, sobre todo en países con una carga idiosincrásica como la mexicana, que lleva al aprovechamiento personal de lo efímero ($) por sobre cualquier otro tipo de interés, principalmente el colectivo.
El partido dominante tenía el privilegio de disponer a su antojo de los Poderes del Estado, empezando por el Ejecutivo y terminando por… los otros dos, pues ciertamente no había alguno que pudiera salvarse de su poderío avasallador. Teniendo el poder político absoluto –federal y estatal (provincial)-, la elaboración de leyes ad hoc era “cosa de nada”. La primer medida que garantizaría el dominio partidista: la pantomima de las elecciones populares, orquestada mediante artilugios que daban la ilusión de elecciones libres, calificadas por uno de los poderes del Estado, el Legislativo, lo que significaba una parcialización evidente e insultante; en segundo lugar: la inhibición de la ética e intención ciudadana mediante la desaparición de lo que sería su contrapeso natural, las candidaturas independientes.
Tras décadas bajo tal esquema, un halo sospechosamente democrático iluminó las actuaciones del partido oficial. La inclusión de los entonces denominados diputados de partido asemejó, en efecto, un aire de frescura y consolidación democrática para nuestra oligarquía de facto y significó justamente eso: una mera semejanza.
El desarrollo político y legal de los diputados de partido y la inclusión en el órgano legislativo nacional de aquellos institutos políticos que sin la implementación de tal figura no hubieran aspirado a su conformación, no significó el debilitamiento del partido dominante ni el fortalecimiento de la democracia, sino la perversión del sistema político nacional.
Los partidos se percataron entonces de que la oposición oficial, la autolimitación y el servicio público eran un negocio muerto: el peso político adquirible mediante alianzas y coaliciones, así como la configuración de mayorías legislativas era la inversión del mañana. Esto se materializó en el secuestro de las instituciones, de la ley, y peor aun: de la democracia.
Mediante tal abducción legal, los partidos garantizaron para sí que el sistema dominara la vida política de forma absoluta; primero a través de la reiteración de la limitación tajante sobre las candidaturas independientes, después mediante la creación de organismos electorales conformados por representantes de ellos mismos, y por último vía la implementación de figuras políticas que permitieran la conformación de alianzas y coaliciones a placer, con la mera intención de obtener votos y por tanto recursos económicos, y no, como debiera, de significar una opción efectiva de gobierno en pro de los representados.
El poder, por supuesto, no implica su simple detentación, sino la adquisición de recursos económicos -que representan, evidentemente, poder-, y del apoderamiento casi absoluto de los gobiernos estatales, que se antojan como reparticiones territoriales a manos de caciques pre-revolucionarios. Provincias, decía párrafos atrás.
Las leyes e instituciones que reflejan el poderío partidista están a cargo de los partidos mismos; en nuestro sistema de representación no hay posibilidad fáctica de aplicar un plebiscito, referéndum o revocación de mandato, si quiera. Estamos a disposición de quienes dicen representarnos, los que, decía, no nos ofrecen realmente a los candidatos ideales para satisfacer las necesidades ciudadanas, sino que postulan a aquellos cuya lealtad se encuentra plenamente identificada con su partido político, limitándonos exclusivamente a la posibilidad de votar “por el menos peor”. Y no estoy hablando de escenarios ficticios: no habrá mente en su cabal juicio que considere que un hombre convertido en un producto mercadológico por la televisora nacional más importante, que difícilmente puede sostener un discurso público sin asistencia técnica y cuya capacidad intelectual ha sido cuestionada al interior y al exterior de nuestro país, pueda constituir “el mejor” de los ciudadanos para ser el titular del Ejecutivo. Verdades evidentes e incómodas, pero verdades al fin de cuentas.
El pacto por México representa otro fenómeno de esta inexistente democracia. Los intereses políticos se reflejan en las negociaciones viscerales que ofrecen entre ellos: unas por otras, es la máxima a aplicar. Como ejemplo: el Instituto Nacional de Elecciones que pretende eliminar a los institutos y tribunales electorales de los estados, para atraer, en un órgano federal equiparable al Instituto Federal Electoral la facultad de organizar las elecciones propias de los estados -quienes, por cierto, en algún momento perdieron su autonomía constitucional sin darse cuenta-. Independientemente del discurso político que tiene como pretexto el de la injerencia de los gobernadores sobre dichos organismos locales, la realidad se antoja materializable en un debilitamiento de la fuerza partidista dentro de las propias entidades: habiendo agotádose la supremacía de dichos entes, gracias al funcionamiento efectivo de las facultades de los institutos y tribunales locales, la reacción natural es la misma: unirse para destruir al enemigo, o en este caso, al órgano autónomo que amenaza al poder de los partidos políticos. Una serpiente que se muerde la cola.
Es evidente entonces en qué ha derivado la perversión de la democracia. No es, como sugería Aristóteles la demagogia, sino lo que se ha instituido en México como la forma real de gobierno: LA PARTIDOCRACIA. Mientras los partidos políticos (mexicanos) no cumplan con el verdadero designio al que debieran aspirar, el poder ciudadano, el democrático, se encontrará definitivamente anulado. Incluso la adición constitucional de la posibilidad de postularse como candidato independiente que fue propuesta y aprobada en tiempos de Felipe Calderón ha significado otra pantomima más: la configuración en ley secundaria y en ordenamientos locales se ha convertido en una limitante más a vencer.
Quiero pensar que llegará el momento en que la idiosincrasia mexicana alcance la posibilidad del cambio y de la reinstitucionalización de los órganos que dan vida a la democracia, aquellos que permitan su reivindicación. La democracia no es un proyecto perdido, pero sí desviado de su propósito.
@Leona_Martre
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