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Pluris Indeseables por Gerardo Cortinas

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La sorpresiva declaración del dirigente estatal priista, Leonel de la Rosa, en el sentido de que las candidatas a diputadas perdedoras de las coaliciones parciales “Unidos por más Progreso” y “Unidos por más Seguridad”, Daniela Garza y Mónica Morales, podrían participar, en la segunda ronda del reparto de las diputaciones plurinominales como candidatas perdedoras del Panal y del PT, generó una cascada de críticas tanto por parte del PAN, como por otros actores políticos, que bien merecen un análisis serio y objetivo.

Para tal efecto, debemos tener presente el mandato constitucional que establece que: “Las diputaciones de representación proporcional que correspondan a cada partido político se asignarán alternada y sucesivamente: en primer lugar, utilizando el sistema de listas previamente registradas por los partidos políticos para tal efecto y, en segundo lugar, atendiendo a los más altos porcentajes de votación válida obtenida en su distrito por cada uno de los candidatos del mismo partido”.

Como se puede apreciar, a simple vista, el reparto de ‘pluris’ en el estado de Chihuahua, mezcla -de manera alternativa y sucesiva- dos principios de representación política: el de mayoría relativa (MR) y el de representación proporcional (RP). De esta manera, en la primera ronda de asignación, tienen derecho a participar aquellos candidatos que ocupan el primer lugar de la lista de diputados ‘pluris’.

En el reparto de diputaciones plurinominales en esta ronda inicial, tienen derecho a participar todos los partidos políticos que obtuvieron el mísero 2% de la votación del total de las 22 elecciones de diputados de MR. La justificación teórica de este reparto es la de garantizar la “pluralidad política” en el seno de la Asamblea Legislativa.

En la segunda ronda, el parámetro de votación (2% al 10%) tiene una variante por demás subjetiva e incierta: el porcentaje de votación más alto obtenido por uno de los candidatos a diputados perdedores; es decir, hasta en tanto el IEE no publique los resultados definitivos de las 22 elecciones de diputados de MR, no es posible determinar quiénes serán los candidatos perdedores con derecho al reparto. Obviamente, dicha asignación violenta los principios rectores electorales de certeza, objetividad e imparcialidad.

En efecto, no es posible que con base a los resultados del PREP, ni los partidos políticos contendientes puedan saber cuales candidatos integrarán la próxima legislatura del Congreso del Estado; a pesar de que el propio texto constitucional prevé la exigencia de que cada partido político registre una lista de candidatos de RP.

A mi parecer, el sistema mixto de asignación de diputaciones de RP es notoriamente inconstitucional, toda vez que la mezcla de los dos principios (MR y RP) constituye un absurdo electoral, ya que no es aceptable, ética y políticamente, asignar un curul a un candidato que participó en la contienda electoral y que el voto popular no le favoreció.

Al respecto, resulta ilustrativo el criterio del TEPJF en el sentido de que un candidato de una coalición parcial electoral “puede ser tomado en consideración como registrado por el partido político que los postula” siempre y cuando la ley electoral local establezca la obligación legal de que los partidos coaligados señalen, de manera precisa, “a qué grupo parlamentario pertenecerán los candidatos que resulten electos”. Ya que de no ser así, como acontece en la legislación electoral de Chihuahua, no es posible determinar, de manera cierta y precisa, a que grupo parlamentario pertenecerían las dos candidatas perdedoras de las dos coaliciones parciales en los distritos electorales 17 y 19.

Por ello, resulta ridículo y risible que el PAN alegue que la aplicación de la ley electoral vigente le cause agravio, cuando ha sido el propio César Jáuregui quien ha negociado, subrepticiamente, las últimas reformas electorales. Por ello, será interesante indagar si en la impugnación anunciada, el PAN solicitará la no aplicación de la asignación alternada de candidatos de RP; o bien, se conformará con hacer valer el alegato del fraude a la ley y la ilícita transferencia de votos.

Y pensar que este vergonzoso asunto, podría ser erradicado para siempre, con tan sólo plasmar la exigencia constitucional de que para tener derecho a “pluris” y financiamiento público, los partidos políticos obtengan, cuando menos, el 5% de la votación. Porque eso de la “pluralidad política” es puro rollo; ya que más bien, estamos en presencia de un cínico y descarado servilismo político por parte de los minipartidos.

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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