(Paso del Norte).- Cuando nos enteramos de que el “narco de narcos”, Rafael Caro Quintero, había salido de la prisión, lo primero que pensamos fue en el Rancho El Búfalo, en Chihuahua. Habíamos escuchado tantas cosas de ahí: que el ejército quemó diez mil toneladas de mariguana, que aún crecían plantitas, y que probablemente Caro Quintero iría a ver sus antiguas y añoradas tierras. Así que aún con una borrachera encima, salimos a las seis de la mañana a un viaje de nueve horas por carretera en busca de aquel rancho.
Desde inicios de 2008 el estado de Chihuahua se ha convertido en un infierno: según estadísticas de la Procuraduría General de la República, el estado ha concentrado el 30 por ciento de los más de 80 mil asesinatos en todo territorio nacional, tan sólo de 2008 a 2011. Con eso en mente, nos encomendamos a todos los santos para entrar a la boca del lobo.
El rancho de Caro Quintero está escondido tras el pueblo de Búfalo, Chihuahua, una localidad que conserva aún el estilo del Viejo Oeste, con todo y comisario y una cantina que se llama Búfalo Bill. Cuando partimos de Ciudad Juárez pensamos que iba a ser difícil encontrar el terreno perdido en una enorme planicie y además que podría ser peligroso andar preguntando por el rancho del “narco de narcos”, fundador del Cártel de Guadalajara.
Viajamos hasta Jiménez, Chihuahua, una ciudad de unos 40 mil habitantes, donde a inicios de este año renunciaron todos los policías luego de que 14 fueran asesinados a tiros en un lapso de varias semanas. Allí nos acercamos a un taxi para preguntar por “aquel rancho famoso”.
—¿Cuál rancho?
—Uno muy famoso que salía en las noticias.
—¿El de Caro Quintero?, me sorprendió la facilidad con que lo dijo. Gritó el nombre casi como si le diera alegría. E igual de contento nos dijo que por cuatrocientos pesos nos metía y nos sacaba de aquellas remotas tierras. Nos pareció un buen trato.
Abordamos el Tsuru y tomamos la carretera rumbo a Camargo, Chihuahua. Tras diez minutos tomamos la salida por un estrecho y largo camino rodeado de nogales. Un señalamiento anunciaba: Búfalo 30.
La angosta carretera terminó en la barda del Bar Búfalo Bill, una decadente cantina con las puertas divididas al estilo del Viejo Oeste. Eran las tres de la tarde y ya se escuchaban los corridos y las botellas. Nos detuvimos frente a la tiendita El Progreso, que como en todo el país, una tienda de abarrotes con ese nombre siempre es todo lo contrario.
Allí me recibió Don Beto, un anciano rabioso con rasgos españoles que no nos quería decir cómo llegar al “famoso rancho”.
—No sé de qué rancho me está preguntando.
—Del rancho El Búfalo.
—Aquí es Búfalo, pero no hay ningún rancho que se llame así.
Y tenía razón. El rancho de Caro Quintero, comprado por dos hombres (uno de apellido Muriel y el otro Monarrez) jamás tuvo nombre. Cuando el agente de la Agencia Antidrogas Estadunidense (DEA, por sus siglas en inglés), Enrique Kiki Camarena —asesinado por Caro Quintero en 1985— lo describió para sus jefes, se refirió a él como rancho El Búfalo, porque no encontró otra manera de llamarle, y desde entonces se le ha nombrado así.
Finalmente el anciano nos dio direcciones: muchas derechas, muchas izquierdas, pasamos un río, un par de fincas y ahí comienza el rancho. Pero antes nos lanzó una advertencia: “No creo que lleguen”. No supimos si se refería a que el camino de terracería era demasiado salvaje para un Tsuru o que los narcos que siguen por esas tierras no nos dejarían llegar.
***
Don Beto nos contó que a la gente de Caro Quintero no le compraron “ni una cajita de cerillos”. Y era de esperarse. En este rancho de más de mil hectáreas trabajaban cerca de siete mil empleados sembrando, cortando y empaquetando toneladas de mariguana, que significaban ocho millones de dólares en cada viaje a Estados Unidos. Una tiendita como El Progreso no podía abastecer a tanta gente.
Los abarrotes los compraban en la ciudad de Jiménez. Jorge González, un carnicero y dueño del local de barbacoa más famoso de esa urbe, nos contó que todos los días bajaban trocas desde el rancho de Caro Quintero para comprarles todo lo del día. Se llevaban toda la carne del día, todas las tortillas y en otras tiendas, pantalones, camisetas, cobijas, cintos y sombreros.
Luego de pasar charcos enormes y recorrer unos 20 kilómetros de terracería, encontramos “el famoso rancho”. Pero ¿y ahora? El miedo era que en cuanto cruzáramos el portón saltaran de las suburbans que estaban estacionadas un grupo de sicarios armados. Nuestro guía prefirió no entrar y mandarnos a pie a investigar.
El rancho ahora es propiedad de Doña Guadalupe, una residente de Búfalo y a quien el municipio le cedió parte de las tierras de Caro Quintero.
En noviembre de 1984, cuando el ejército allanó el rancho y quemó más de diez mil toneladas de mariguana, las tierras fueron cedidas al ejido Felipe Ángeles. El municipio las dividió y las repartió entre los ejidatarios.
Guadalupe me cuenta que tiene miedo: “Pensamos que ahora que está libre (Caro Quintero) pueda venir a reclamar sus tierras, pero ni modo, yo no se las quité, fue el gobierno”.
Dice que el gran tesoro que dejó el narco lo encontró ella: en una galera vieja de adobe encontró cajas con pantalones de mezclilla, medicinas, latas de atún, cobijas y un libro de medicina de 1980. “Al menos ese invierno no pasamos frío”.
La sección del rancho donde encontramos a Guadalupe servía como fachada para lo que pasaba al fondo, a cien kilómetros de aquí. Allá, bajo las montañas de la Sierra de Chihuahua, se empaquetaban las toneladas de mariguana que venían del rancho El Álamo, perdido a unos 20 kilómetros hacia el norte.
Mientras regresábamos a la ciudad de Jiménez, luego de haber rondado por las tierras de Caro Quintero y darnos cuenta de que no iba a aparecer en un futuro próximo, recibimos una llamada: era Phil Jordan, el ex director del centro de inteligencia más grande de Estados Unidos, el Electronic Privacy Information Center (EPIC, por sus siglas en inglés), y uno de los mejores amigos de Kiki Camarena.
—Luis, ya me enteré de la noticia, fue un chingazo para mi corazón.
—¿Eran muy amigos?
—Era como mi hermano. Haga de cuenta que me han matado a dos hermanos, uno de sangre, Bruno, en 1995 y a Kiki, en 1985. Y esto es una noticia muy triste para todos.
—¿Cómo era Kiki Camarena?
—Era un marine, se los hubiera chingado si hubieran sido nomás tres, pero lo agarraron entre muchos, por eso lo pudieron matar.
—Y ahora con Caro Quintero libre, ¿qué nos espera?
—Van a regresar los tiempos del PRI, la misma administración de antes.
—¿Cree que Caro Quintero siga haciendo negocios ilícitos?
—Que Caro Quintero estuviera en la cárcel no significa que no estuviera involucrado con el Chapo Guzmán. Su libertad le tuvo que haber costado a Caro mucho dinero.
Ya en Jiménez nos metimos al bar La Movida, un nido de dealers de cocaína y narcotraficantes. Mientras unos bailaban en la pista nosotros preguntábamos cómo eran los tiempos de Caro Quintero. El sondeo fue a unos diez borrachines y todos dijeron lo mismo: “Eran buenos tiempos; Jiménez tenía mucho dinero, pavimentó las calles, nos dejó muchos empleos. Nomás lo agarraron y se acabó todo para Jiménez”.
No hay nada raro en que los habitantes de Jiménez se aferren a aquellos recuerdos como “en los buenos tiempos”. Ahora la urbe enfrenta un alto índice de desempleo, una de las tres fábricas acaba de cerrar hace unos meses y las otras dos trabajan a medias. Además los enfrentamientos entre presuntos narcos del Cártel de Sinaloa y del Cártel de Juárez han asesinado a miles en los últimos años.
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