Vayamos por partes, la verdad, yo a la edecán ni la vi. Y no la vi por la simple y sencilla razón de que el debate lo vimos Adriana y yo juntos; y para quien no lo sepa, mi media naranja tiene el radar descompuesto porque voltee o no voltee yo a ver a alguna individua más o menos visible, zas, el madrazo y el reclamo, el madrazo a secas en caso de falta fulminante (sea o no sea real) o un medio reclamo (cuando no está muy segura de que efectivamente haya yo volteado a ver a la presunta). Total, ese condicionamiento pavloviano ha rendido sus frutos de tal suerte que he adquirido una extraordinaria capacidad para ver por el rabillo del ojo pero así, de frente, si se atreve a aparecer una beldad en el radio de mi visión, como que se me nubla la vista o la Virgen empieza a hablarme. Por eso todo lo que sé de la famosa Julia Orayen lo sé de oídas o de leídas. Lo único cierto, en mi opinión, es que el hecho de que su nombre fuera lo más mencionado en redes sociales durante y después del debate (“Minutos después de su aparición, Julia Orayen ya era trending topic mundial en la red social Twitter. Según el sitio TweetReach la edecán tuvo 18 mil 708 menciones”),[1] da cuenta cabal de dos cosas: Lo insulso del evento, lo soso, lo intrascendente, lo irrelevante; y la falta de cultura cívica de muchos de los espectadores porque al final de cuentas y para efectos prácticos, Julia Orayen no era sino parte del decorado, un elemento más de la escena, un “árbol” si se tratara de una Pastorela; que haya capturado la atención del televidente en esa proporción resulta patético y lamentable; es, casi, como ir al teatro y ya comenzada la función empezar a ver a los tramoyistas. Absurdo si no fuera ridículo.
Ahora bien, como este asunto de los debates entre candidatos es igualito a las peleas de gallos y de lo que se trata es de saber quién “perdió” y quién “ganó”, se lo voy a decir sin tapujos: Ganó Peña Nieto. Total, absoluta, categórica y definitivamente ganó Peña Nieto.
Y le voy a decir porqué, aunque primero le diga porqué no ganaron los otros tres. En último lugar quedó “El Peje”; fue decepcionante. Nada de “la garra” del 2006; aunque sabemos que su espíritu amoroso es una pose y una estrategia para engañar incautos -a mí ya me empieza a caer bien, lo que da sobrada cuenta de que en el fondo, muy en el fondo, soy un ingenuo-, el debate era su oportunidad dorada para mostrar de qué está hecha esa ternurita… y la dejó pasar. Un discurso hueco, vacío, monótono. “El Peje” dejó ir la ocasión de despedazar a sus rivales; de conmover a Josefina, de despeinar a Peña Nieto y de acabar de educar a Cuadri; lo más triste es que quizá no vuelva a tener esa oportunidad.
En tercer lugar quedó “Chepina” -(¡Aaaay, Chepinaa!), ¡qué lejos quedó mi gallo que era gallina y se llamaba “Josefina”!-. En menor medida que “El Peje” Josefina no se mostró como lo que verdaderamente es: Una persona inteligente, resuelta, con vasta experiencia en el quehacer público y, sobre todo, una mujer en medio de la vorágine de la política. Desperdició las posibilidades que le brindaba su condición para verse segura de sí misma, dueña de sí; y al mismo tiempo, femenina y entera; una fuerza vital arrolladora envuelta en la maravillosa cubierta de su sexo. Nada. Parecía agente de pompas fúnebres. Y para colmo, ni siquiera contenta con la posibilidad de hacer negocio a partir de la tragedia ajena.
En segundo lugar quedó Gabriel Cuadri; elocuente, lúcido, puntual, las razones por las que no quedó en primer lugar son dos y ambas constituyen escollos insalvables para poder contemplarlo como un contendiente serio o el próximo Presidente de México: La primera, que el partido que impulsa su candidatura no tiene auténticas posibilidades de triunfo; el PANAL, a pesar de la fuerza del magisterio, continúa siendo un partido marginal, “cachavotos”, que sobrevive más allá de una precaria medianía a partir de sus alianzas intermitentes, de hecho o de derecho, con el PRI y con el PAN. La segunda razón, peor que la anterior, es que si Enrique Peña Nieto es producto de “El Dedazo” del PRI, de los Salinas de Gortari, de los Montiel, de los Moreira, Cuadri es “El Dedito” de Elba Esther; un apéndice, un tallo, un pedúnculo de “La Maestra” y eso sirve para descalificar no nomás a un Cuadri sino a una veintena de estos por más formalitos que sean o lo parezcan.
Y eso nos deja con el ganador absoluto de la noche: Enrique Peña Nieto (a) “El Bombón”. Y si usted piensa que la razón para declararlo el vencedor indiscutido del debate se halla en la solidez de su propuesta, en su calidad oratoria, en su desenvoltura o capacidad argumentativas, le diré que no; que no es esa la razón. La imagen de Enrique Peña Nieto es una impostura más falsa, mil veces más falsa, que la de Andrés Manuel López Obrador y va desde la onda perfecta de su abultado copete hasta su pretendida “historia de amor” con “La Gaviotaaaaaaa”. Y aunque al igual que Josefina, Peña Nieto se mostró inseguro y acartonado, por lo menos Josefina debió vencer multitud de resistencia para alzarse con la candidatura de su Partido y continúa batallando, porque se requiere mucho valor y determinación para sortear las dificultades que representa ser mujer y candidata a la Presidencia de la República en un México bronco y machista; intolerante y sectario; dispuesto, tristemente todavía, a vender a sus niñas, en algunas comunidades del país, por un saco de frijol o maíz. En cuanto a los aliados de Peña, la biografía de algunos de ellos haría palidecer la de “La Maestra” y eso ya es mucho decir.
No, Enrique Peña Nieto ganó el debate por la simple y sencilla razón de que no se desmoronó; de que pudo balbucir, más o menos de manera coherente y sin despeinarse, el discurso diseñado por sus asesores desde su cuartel de campaña. Ganó porque sus adversarios no quisieron o no pudieron hacerlo tropezar; ganó porque fue capaz de mantenerse entero, durante dos horas, frente a las cámaras, sin decir ninguna sandez; ganó, porque su ignorancia mayúscula, magnífica, perfecta, no fue exhibida y, quizá, solo tal vez, vislumbrada; ganó, porque su incultura y cortedad de ideas, brillaron por su ausencia; ganó, pues, porque, terriblemente, por unas horas pudo dejar de ser él, para convertirse en la ilusión y el anhelo inalcanzable de millones de mexicanos. Ganó, en definitiva, porque fue artífice del prodigio de negarse a sí mismo por unas horas, para vivir de prestado la vida de otro, hecho a su imagen y semejanza, pero infinitamente mejor en su silencio, en su parquedad, en su mutismo; hasta ahora, los mejores aliados de su Campaña.
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