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José no era gente por Jorge Zepeda

La noticia es brutal: José Sánchez, de 38 años, murió en Guaymas por desnutrición y por ser desatendido luego de estar tirado durante cinco días afuera de un hospital del sistema público de Salud de Sonora. En un video filmado horas antes de su muerte José describe de manera dramática que tiene tres semanas sin comer; sus brazos de delgadez cadavérica confirman lo que sus palabras, a ratos incoherentes, sólo permiten intuir.

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La noticia es brutal: José Sánchez, de 38 años, murió en Guaymas por desnutrición y por ser desatendido luego de estar tirado durante cinco días afuera de un hospital del sistema público de Salud de Sonora. En un video filmado horas antes de su muerte José describe de manera dramática que tiene tres semanas sin comer; sus brazos de delgadez cadavérica confirman lo que sus palabras, a ratos incoherentes, sólo permiten intuir.

José carecía de dinero o de las credenciales que lo acreditaran como miembro del servicio asistencial; requisitos indispensables para ser considerado un ser humano por doctores y directivos del hospital en cuestión. No sé si las camas estaban todas ocupadas y los servicios de urgencia saturados. Pero el hecho de que alguien se muera de inanición afuera de un hospital tras cinco días de agonía me hace pensar que se trata más de un caso de deshumanización e indiferencia que de falta de recursos.

Puedo entender, aunque no justificar, que personas como José Sánchez no sean “gente” para el sistema de salud. Las instituciones cosifican a los seres humanos y los convierten en casos, estadísticas, objetos sometidos a normas. Lo que me cuesta trabajo tragar es la actitud de doctores, enfermeras y funcionarios que vieron una vida diluirse día tras días ante sus ojos y su indiferencia criminal.

Que José Sánchez no sea “gente” para el sistema de salud sonorense ya es lamentable. Pero que no sea “gente” para otras gentes revelan que algo anda mal en nuestro sistema de valores y en el diluido tejido social que construye nuestra convivencia.

Al respecto recuerdo un relato de la sierra potosina que me comentó una colega periodista. Por allá en los años 20, en el marco de las revueltas posrevolucionarias, cuando las distintas facciones disputaban el control de cada región, la población potosina pasaba las de Caín para transitar y no morir en el intento (más o menos como hoy día por algunas zonas de Michoacán y Guerrero debido al crimen organizado). Sorprendida por un retén al caer la noche, una familia fue conminada a gritos a que se identificara: “¿Quién anda allí? ¿Son gente de Rojas o son gente de González?” Temerosos de las represalias que cualquiera de las dos opciones pudiera desencadenar, los vecinos respondieron de inmediato: “No siñor, nosotros no somos gente”.

El video de José Sánchez me hizo recordar a esa familia potosina. Como ellos, José tampoco era “gente”. En sus palabras no hay ni siquiera indignación. Describe la negativa de los médicos para atenderlo casi como algo natural, sin agravios ni resentimiento aparente, como alguien que asume que no es “gente” porque nunca perteneció a los Rojas ni a los González; porque nunca tuvo dinero ni credencial que lo acreditara; porque no fue tratado como si fuera gente por parte del personal hospitalario.

José describe, con voz dulce y sin inflexiones lastimeras, su debilidad extrema, su incapacidad para poder caminar. Venía de Chihuahua y había estado trabajando en la pisca de la sandía hasta que se lastimó la espalda. Explica que afuera del hospital simplemente le dijeron que se quitara la ropa para que se le refrescara. Murió deshidratado y desnutrido.

Tampoco es que se trate de linchar a médicos y enfermeras. Frente al escándalo que el video de José ha desatado en redes sociales, el director del hospital ha sido destituido y se ha ordenado una investigación. Con eso las autoridades cubren el expediente e intentan que el papeleo termine por sepultar el infame caso.

En realidad todos somos un poco responsables. ¿Qué habríamos hecho usted y yo si trabajásemos en ese hospital o si fuésemos vecinos y hubiésemos pasado cinco días seguidos frente al cuerpo de José tirado en el pavimento? ¿Cuántas veces hemos pasado de largo ante cuerpos de indigentes a los que no les damos más atención de la que prestaríamos a un tronco o, peor aún, los asumimos como un incidente desagradable en la escenografía de la calle? La etimología de indigente no procede de “indiferencia de la gente” pero bien podría hacerlo, porque casi se ha convertido en sinónimo.

El egoísmo deshumanizado en el que transcurren nuestras vidas se alimenta de muchas fuentes: el consumismo, el éxito como quintaesencia de la felicidad, la confusión entre ser y tener, el cinismo, el atrincheramiento en nuestros propios círculos y el desdén por todo lo que entrañe vida pública o comunidad. En suma, por la incapacidad de solidarizarnos o conmovernos por todo aquello que no sea nosotros mismos o aquello a los que consideramos “gente”. Al parecer, José no lo era.

VIDEO: http://goo.gl/rkswt8

@jorgezepedap www.jorgezepeda.net

Economista y Sociólogo

FUENTE: El Universal

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La corona que derribó al fiscal. Por Caleb Ordóñez T.

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Alejandro Gertz Manero no se fue por un solo escándalo. Su salida de la Fiscalía General es el cierre natural —y casi inevitable— de una historia acumulada durante décadas: un expediente no judicial, sino político, construido a fuerza de polémicas, enojos y decisiones que siempre parecían estar un milímetro antes (o después) del momento correcto. Una vida pública larga, tensa y llena de episodios que México nunca logró procesar del todo y que terminaron de golpe cuando la luz inesperada lo alumbró demasiado.

Para entender su renuncia, hay que regresar al principio. A 2001. A Puente Grande. A Joaquín “El Chapo” Guzmán desapareciendo como si el penal fuera un teatro mal montado. A un gabinete recién estrenado y a un secretario de Seguridad Pública —Gertz— que quedó tocado desde ese instante, aun cuando defendió hasta el cansancio que los penales no estaban bajo su control directo. Tenía razón en la letra, pero la política no se escribe con artículos constitucionales; se escribe con percepciones. Y la percepción quedó marcada: primera fuga, primer señalamiento.

Luego vendría “el caso familiar”, quizá el capítulo más corrosivo de su trayectoria. La denuncia por homicidio en contra de su excuñada Laura Morán y de su sobrina política, Alejandra Cuevas, terminó por convertirse en un espejo que devolvía una imagen poco favorecedora del fiscal. La figura jurídica de “garante accesoria”, que nadie encontraba en ningún código, la prisión de Cuevas, la reapertura del expediente cuando él ya era fiscal, y después los audios filtrados donde se quejaba del proyecto de sentencia de la Suprema Cort Ese episodio enterró la narrativa de imparcialidad y lo colocó en el centro del debate sobre el uso personal de la justicia. No su mejor capítulo.

Y sin embargo, tampoco ahí cayó.

Su paso por la FGR tuvo escenas memorables —algunas para bien, otras para museo del absurdo. Anunció con firmeza una cruzada contra la impunidad heredada: Odebrecht, Estafa Maestra, Pemex, la élite política del sexenio pasado. Era un fiscal que llegaba con autoridad intelectual: décadas de docencia, formación sólida en derecho penal, experiencia en seguridad y una convicción genuina de que el Ministerio Público tenía que recuperar su dignidad institucional. Ese punto —el positivo— hay que concedérselo: Gertz siempre habló de la Fiscalía como una institución que debía fortalecerse y, al menos en discurso, entendía la necesidad de autonomía y rigor técnico.

Pero entre lo que se quiere y lo que se logra suele haber un océano.

El caso Lozoya terminó convertido en una tragicomedia: el testigo estrella que prometía derribar a medio gabinete peñista terminó fotografiado en un restaurante, con un guion de colaboración que se desmoronó y un expediente repleto de promesas incumplidas. El famoso cheque de 2,000 millones de pesos, presentado en Palacio Nacional como “reparación del daño”, resultó más simbólico que real. Y mientras tanto, Rosario Robles vivió en prisión preventiva prolongada, exhibiendo el rostro más duro de la Fiscalía, mientras Lozoya parecía disfrutarse el fuero moral de la cooperación.

Su sello más polémico fue la justicia diferenciada. La exoneración exprés del general Salvador Cienfuegos tensó la relación con Estados Unidos; el intento de procesar a 31 científicos del Conacyt por delincuencia organizada levantó incluso carcajadas en los tribunales; los expedientes contra gobernadores y candidatos en temporada electoral alimentaron la narrativa de que la FGR olía más a estrategia que a proceso penal.

Y después llegó la guerra interna. El pleito con Julio Scherer, la batalla por el control de ciertos expedientes, las acusaciones cruzadas de extorsiones, venganzas y “operaciones sucias” mostraron una Fiscalía atrapada en el mismo laberinto político que juró superar.

Con todo, había una cualidad que incluso sus críticos reconocen: Gertz era persistente. Y conocía el aparato penal como pocos. Tenía método, obsesión por el detalle y una idea fija de orden institucional. No siempre funcionó, no siempre fue justa ni eficiente, pero era innegable que se trataba de un hombre que llevaba décadas pensando —de verdad pensando— en el sistema penal mexicano.

¿Entonces por qué renunció?

Porque la política no solo se derrumba por grandes actos de corrupción o colapsos institucionales. A veces cae por la presión inesperada del lugar menos imaginado. En este caso, una corona.

Todo estalló cuando México celebraba con júbilo el triunfo de Fátima Bosch como Miss Universo. Una mexicana ganando el certamen después de tantos años era un regalo para la narrativa nacional: orgullo, identidad, representación, el país hablando de algo luminoso por primera vez en semanas. Pero justo ahí, en plena celebración, comenzaron a circular los expedientes —sellados y empolvados en la FGR— relacionados con Raúl Rocha, presidente de la franquicia Miss Universo y vinculado en investigaciones mediáticas con presuntos contratos irregulares con Pemex.

La pregunta no era si existía una investigación. La pregunta era: ¿por qué se filtró justo ahora?

La respuesta implícita fue unánime: porque la FGR había perdido control interno. Porque intereses cruzados querían lastimar a la 4T. Porque la filtración no solo embarraba a un empresario, sino también a Bosch, la nueva joya mediática del país. Porque el triunfo, tan necesario en una nación saturada de malas noticias, se convirtió en combustible político en cuestión de horas. Porque México estaba celebrando una coronación, y alguien sacó un expediente que olía a guerra interna.

Eso, en Palacio Nacional, fue dinamita.

No se podía permitir que una victoria global, limpia y emocional, se convirtiera en pleito burocrático. Mucho menos cuando la Presidencia buscaba proyectar una nueva etapa institucional y evitar conflictos con la industria cultural y de entretenimiento que ya estaba devolviendo atención internacional al país. Gertz había sobrevivido a todo: a expedientes fallidos, a presiones, a audios filtrados, a críticas internacionales. Pero tocar un símbolo recién coronado fue otra cosa. Transformó un problema jurídico en un problema político. Y en México, los problemas políticos se resuelven de una sola forma: pidiendo renuncias.

El 27 de noviembre de 2025, presentó la suya.

Salió con un extraño nombramiento diplomático y un comunicado sin dramatismos, pero cargado de silencios. Fue la despedida de un fiscal que quiso ser reformador, que terminó siendo símbolo de poder concentrado y que cayó no por un caso penal, sino por una coronación que puso demasiados reflectores sobre sus polémicas.

Y así, la corona de Fátima Bosch terminó abollando algo más que el ego de los críticos: terminó abollando, también, el trono del fiscal más poderoso del México reciente.

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