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Amores campesinos por Atocha Alvarado

Para una mujer de campo, el primer amor de su vida —como ya lo expresé anteriormente— es su papá. Al principio, es como un sueño hecho realidad. Luego se empieza a convertir, como todos los amores, en rutina. Después de 25 años de matrimonio se empieza a convertir en una pesadilla…

Después de mucho reflexionar sobre de qué se trataría la columna de esta semana, decidí que sería sobre las satisfacciones el orgullo. No orgullo de ese que te hace perder personas, trabajos, amigos; si no de ese orgullo que los papás sienten cuando sus hijas son lo que ellos esperan. Pero para una mujer de campo, ser lo que el amor de su vida espera, es difícil, y mucho. ¿Por qué? se preguntarán… Muy sencillo: porque todos nuestros antepasados del sexo femenino, como nuestras abuelas, madres, hermanas, tías, primas… que viven en el campo, eran o son unas chingonas. Saben todo: desde cómo preparar un manjar, que consiste en frijoles recién guisados y tortillas de harina recién hechas, hasta un té de esos que curan desde un resfriado, hasta un alma destrozada. Tienen unas manos realmente amorosas. No importa qué tan maltratadas estén por el trabajo. Cuando te tocan, sientes que no importa qué tan grande sea la tormenta; con sus manos obtienes un consuelo extraordinario.

Entonces, ¡cómo lograr ser el orgullo y la satisfacción de tu papá si tienes unos zapatos enormes que superar! Definitivamente, es una tarea que te lleva tal vez toda una vida —si no es que dos—. Los estándares de ellos son más exigentes a la de los papás normales. Por ejemplo: un papá, que es abogado, si su hija recibe el título de Lic. en Derecho, en ese momento el abogado se siente realmente orgulloso y satisfecho. Pero ¿qué pasa con los hombres campesinos de carácter recio —porque el paso del tiempo, la tierra y el trabajo duro así los forja—? ¿Qué pasa con ellos, cuando su hija termina una carrera universitaria después de 18 años de ir a la escuela? Más o menos terminas siendo Ingeniero o Licenciado y la satisfacción o el orgullo, a ellos no les llega en ese momento. Para esos papás era una obligación lograrlo. Para ellos no es ningún mérito. Así que a esas mujeres que fuimos 18 años a la escuela, como intermedio tuvimos que aprender a cocinar, trapear, planchar, lavar, ordeñar vacas, montar caballos, manejar tractores, maquinas raras de siembra, vacunar vacas, amamantar toda clase de crías —sin contar conocimientos especiales, como echar a jalar una troca de tonelada, de un jalón; o sacarle un becerrito a una vaca que no puede parir a las dos de la mañana en pleno diciembre con grados bajo cero—. ¡Claro! Si sobrevives a todo esto, resulta que la hermana o la tía o sobrina o lo que sea, son mejores que tú haciendo todas o algunas de esas actividades. Entonces decides: más de la mitad de tu vida para «ser alguien» — como si desde que naciéramos no lo fuéramos—, o intentar, lo que la vida te dure, ser menos pobre que él. Entonces empiezas a tratar de sobresalir en algo que tu familia de mujeres chingonas no hayan intentado, y si lo hicieron, no hayan sido tan buenas.

Quizá sea una adolescencia mal entonada, o un déficit emocional subyacente, pero un día, en medio de esta búsqueda de un futuro que le haga sentir al hombre de tu vida que valió la pena concebirte, descubres que en lo único que eres buena —y mucho— es causando problemas y exponiendo lo que hace falta. En mi tierra, no sólo falta agua, dinero o trabajadores capaces; hacen falta políticas gubernamentales que no vengan a joder. Así que empiezas a tratar de causar problemas para que te pongan atención las personas adecuadas. Esas que tienen el puesto «prominente» que es tan codiciado —creo que les llaman funcionarios públicos de primer nivel—.

A tientas va una con la tierra seca en la mano, con la queja en la boca y con vacas flacas a cuestas a decirles lo que tienen que hacer. Algunas tuvimos la oportunidad de comer y educarnos al mismo tiempo, y eso nos ha permitido pararnos en tacones —para ser tomadas como mujeres de bien— a exponer las necesidades de nuestra gente. Pero cuando ya mostraste más conocimientos del campo del promedio al que están acostumbrados —el hambreado campesino que apenas puede deletrear su nombre—, y además usaste tu linda cara —eso sí yo no lo pude hacer; soy fea, pero buena gente—, junto con algunas palabras fresonas como «niveles dinámicos inferiores, debido a la sobreexplotación del acuífero en cuestión», que generan el descontento —lejos de soluciones— de funcionarios que llegan a un puesto sin los conocimientos básicos sobre el campo. ¡Y lo peor!: son los que toman las decisiones que trazan el futuro de éste. Funcionarios que nunca han tenido que mantener a una familia con las ganancias de una cosecha, mucho menos se han preocupado por los gasolinazos de cada mes (no digo que todos los funcionarios sean así, pero es que se topa uno con cada servidor público que la verdad da mucho que desear); o simplemente no saben que el campo es importante para que la nación sea próspera.

Una buena noche antes de dormir recuerdas los problemas del campo que desde niña has visto y que nunca desaparecen; como falta de escuelas de calidad, falta de apoyos contra la sequía, etc. En esa lucha constante de concientizar a los funcionarios públicos vas a una reunión y te topas que un tipo que, además de ser pendejo, tiene Doctorado en cómo-ser-pendejo-y-no-parecerlo-tanto —no se les olvide que la vida también da doctorados—. Viene y te dice que los problemas que desde niña has visto, vivido, palpado, y que en cuestión de éstos, ya estás capacitada ampliamente para aplicar, como dicen los abogados, «la máxime de la experiencia», no existen si no hay un estudio que determine si son reales. ¡No me chingue! Como si las vacas muertas fueran espejismos; o el hambre fuera infección de tanta comida. Luego de hacer el estudio, que ni era necesario pero sí requisito, ahora hay que hacer un proyecto para ver cómo abordar el problema (a estos “dotores” cómo les gusta buscarle tres pies al gato sabiendo que a estas alturas ni tienen). Después de 18 meses que duraron haciendo el inasequible estudio, resulta que al “dotorsito” ya lo corrieron de la H. Dependencia, y ¿qué creen? Sí. Se llevó todo lo que había referente al proyecto en su disco duro personal, o en su Laptop-disculpe-las-molestias-que-esto-le-ocasione, y ahí empezamos todo desde cero. De nuevo. Con el siguiente funcionario, y el siguiente… y el siguiente. Por eso los problemas tienen más de 20 años; a ese paso no hay caballo que engorde.

Sobreviviendo del atole de los dedos gordos de estos canallas, la mujer que quería ser distinta y ser pionera en algo «fracasó en otro aspecto de su vida» y se queda ahí: jodida, sentada en las escaleras del edificio Héroes de la Revolución, viendo como pasa la gente por la explanada ignorando (¡oh, bendita seas ignorancia!) que tal vez mañana no tengan que comer por falta de maíz, frijol, carne… con un pinche nudo en la garganta fumándose otro «clavo de ataúd» sin poder llorar de coraje. Somos mujeres que no podemos llorarle a nuestro campo que cada día está más jodido, donde crecimos, comimos e hicimos que otros comieran productos de calidad; donde aprendimos a soñar, pero se nos prohibió aprender a llorar…

Así que la única cosecha que tenemos es la de unos campesinos que siguen jodidos, uno —o varios— doctores pendejos; padres decepcionados de sus hijos que no salvaron la esperanza, y de sus tierras que no pueden sobrevivir.

Eso sí, que no quede duda: en el campo se forjan a las mujeres y a los hombres más fuertes y valientes, por lo menos, que yo conozca.

@Atocha_Alvarado

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